Se acaba de presentar el proyecto Gran Simio en el parlamento catalán. Se va popularizando que la diferencia genética entre un hombre y un simio es sólo del 2%…
Se acaba de presentar el proyecto Gran Simio en el parlamento catalán.
Se va popularizando que la diferencia genética entre un hombre y un simio es sólo del 2%, y este dato sirve a la propaganda de quienes proponen reconocer los derechos de los animales, en especial de los grandes simios, que merecerían mayor protección jurídica que un niño deficiente o que los embriones humanos que carecen de la actividad cerebral, emotiva, comunicativa,… que es capaz de desarrollar un orangután.
A primera vista un 2% no es casi nada, pero si a alguno nos tocara en suerte el 2% de la fortuna de Botín o de la riqueza de Amancio Ortega seguro que pegábamos más botes que los agraciados con el gordo de Navidad. Y es que un 2% puede decidir un gobierno en las urnas o constituir una inmensa fortuna. Como es inmensa, vistos los resultados culturales, esa diferencia del 2% genético entre hombre y simio cuando se comparan sus capacidades. Dicen los seguidores de Peter Singer –que así se llama el defensor del Proyecto Gran Simio que Zapatero hizo suyo para llevarla al parlamento en la pasada legislatura- que los monos hacen política porque entre ellos hay liderazgo, aunque no sé si han evolucionado tanto como para que sean necesarias las facultades de Derecho simiesco. Dicen que tienen afectos, aunque no sé si escriben poesías amorosas o mantienen largas y complejas conversaciones con sus amigos. Dicen que desarrollan y enseñan tecnologías, como el empleo de una piedra para abrir una nuez, pero no sé si han inventado siquiera un arado, por no abusar preguntando por un ordenador o por la estación orbital Alfa.
En fin, que puestos a dedicar la compasión a los animales y a justificar el acabar con la vida de los débiles, sean hambrientos, embriones o ancianos, le quieren sacar demasiado rendimiento propagandístico a la supuesta proximidad de un 2%, tan abismal como el 2% de la distancia de aquí a Plutón.
Aunque no es de extrañar esta propuesta tal como vivimos. Que el australiano Peter Singer defienda antes a los animales que a las personas podría parecer una extravagancia de un filósofo desnortado, pero semejante teoría no hace sino reflejar lo que practican, y con muy buena conciencia, millones de hogares en todo el mundo enriquecido: dar a sus mascotas derechos fundamentales de alimentación, sanidad, vivienda, afecto,… que se niegan a la inmensa mayoría de los seres humanos. Ya quisieran los niños esclavos que hacen cestitas para los perros europeos recibir el trato que se dispensa a estos chuchos y ganar como sueldo el presupuesto de alimentación de muchos gatos.
La teoría de Singer es el utilitarismo, y valora la dignidad por las funciones cerebrales que un ser es capaz de desarrollar; y en esto, dice, gana un mono a un paralítico cerebral o a un enfermo de alzheimer, para los que él reclama el aborto o la eutanasia. La misma teoría aplica el mercado y cubre la «demanda solvente» de los propietarios de mascotas. Quienes, a su vez, valoran más la utilidad del afecto que les dispensa un perro en una sociedad de solitarios, que la solidaridad con sus semejantes a quienes no conocen (pero que sí les producen a bajo coste el café del desayuno o los juguetes para regalar a los nietos).
Homo sapiens, por decreto
Cuando esta cuestión se ha presentado recientemente en el parlamento catalán el atrevimiento y la pretensión totalitaria de este proyecto han ido a más.
Nos daba la impresión de que episodios como el juicio a Galileo o la condena a muerte de Miguel Servet estaban muy atrás en la historia. Que eran ya buenos ejemplos de lo que no se debe hacer; sobre todo, por no volver al absurdo y al ridículo de que una confesión afincada en el poder (el catolicismo en un caso, el calvinismo en otro) juzgue si es o no científico que la tierra o la sangre están en movimiento. También nos habíamos alegrado de que con la caída de la Unión Soviética muchos científicos e intelectuales dejaran de estar sometidos a la dogmática del materialismo científico, y sus investigaciones examinadas con lupa según conviniera a las políticas del Partido.
Pero, cual es nuestra sorpresa que en el parlamento autonómico catalán se ha presentado una propuesta que no sólo reivindica «derechos humanos» para algunos simios, sino que pide que se les declare «homo sapiens». En fin, que si era poca la aberración jurídica y moral del Proyecto Gran Simio, que en todo el mundo quiere reconocer a algunos animales los derechos humanos que se niegan a muchos hombres -siempre curiosamente a los más débiles- ahora, además, parece que se quiere que la clasificación de las especies no corresponda a los criterios científicos de la zoología, sino que el poder político vuelve a creerse con capacidad de definir el contenido de la ciencia.
Si la propuesta es válida, supone, nada menos, que desde hoy el «homo sapiens» o cualquier otra especie sobre la que pretendan legislar, no se definirá por la observación empírica y experimental de su fenotipo y su genotipo, sino que será una cuestión definida en los parlamentos.
Si no estuviera en juego la vida de las personas enfermas para las que el Proyecto Gran Simio pide la muerte por eutanasia y aborto –eugenesia nazi al fin- sería para no parar de reír.
Lo mejor es que lo aprovechemos; comprender el reto que se nos plantea si creemos de verdad en los derechos del hombre, de todo hombre y en especial de los más pobres. Detenernos con profundidad en hechos como este es verdadera oración que nos libera de los ídolos. Nos ayuda a comprender porqué la Iglesia es experta en humanidad y defiende la vida.
También reclama de nosotros un compromiso honrado a favor de los pobres, condenados a una vida de perros, ya que los derechos humanos se reservan hoy a las mascotas de los ricos. En una sociedad de 23.000 euros de renta, y hogares sin hijos y con perro a cargo, o somos solidarios o dejamos de ser cristianos.