Cada aborto que se produce una madre queda herida para toda su vida. Lo saben bien las que han perdido uno de sus hijos de un modo natural. La certeza con que su cuerpo y su psicología les aseguran que son madres desde el comienzo de la gestación se convierte en duelo por el hijo perdido; un duelo más doloroso en cuanto que la sociedad no valora como persona al niño abortado y no se ven acompañadas en el dolor como quien pierde a un hijo ya nacido. Más de una, traspasada por la pena, me ha planteado por qué no se celebran de algún modo exequias por sus hijos: ¿si son personas, por qué van a la basura como un desecho hospitalario?
Si el aborto ha sido provocado el duelo se agrava, pues se suman al drama la decisión desgarradora de terminar con la vida del propio hijo y la soledad que impone a estas madres una sociedad que las condena a cargar con la decisión de terminar con quien es sangre de su sangre y fruto de sus entrañas. Soledad impuesta tanto por el egoísmo de los machos que las dejaron embarazadas y no se hacen responsables, como por el discurso de las feministas que les hablan de su derecho a decidir en solitario. Si estas mujeres acuden al médico con trastornos psicosomáticos, o van al psicólogo con un cuadro de ansiedad; si les duele en el alma cada vez que ven un niño de la edad que hubiera tenido el suyo, o viven con resentimiento hacia los hombres o hacia las que sí han llevado adelante su maternidad, es muy probable que los profesionales que las atienden la sometan a un nuevo abandono: la ideología dominante niega que exista el síndrome post-aborto. No es políticamente correcto reconocer que en cada aborto también la mujer es víctima y lo es para toda la vida. El aborto es violencia contra la mujer, justificada, eso sí, con la ideología del género que pretende defenderla.