Se acaban de cumplir hace unos días 19 años de la catástrofe de Chernobil, la tristemente famosa central nuclear ucraniana, cuyo fallo, similar a la explosión de 200 bombas como la de Hiroshima, dejó tras de sí un rastro calculado en 25.000 víctimas, 9.000.000 de personas afectadas y 200.000 kilómetros cuadrados de territorio contaminado
Ángeles CASO
Se acaban de cumplir hace unos días 19 años de la catástrofe de Chernobil, la tristemente famosa central nuclear ucraniana, cuyo fallo, similar a la explosión de 200 bombas como la de Hiroshima, dejó tras de sí un rastro calculado en 25.000 víctimas, 9.000.000 de personas afectadas y 200.000 kilómetros cuadrados de territorio contaminado. Aquí, en la Europa europea y desarrollada, nos han querido vender siempre la moto de que las cosas no son como en aquellos territorios medio salvajes, donde no hay inversiones correctas ni control adecuado. Pero en las últimas semanas estamos descubriendo que lo de las inversiones y el control tampoco sucede a este lado del mundo tecnológico. El fallo descubierto en Vandellós II acaba de poner de relieve una larga cadena de errores, desidias, engaños, luchas de poder y trapicheos varios que afectan, principalmente, a los propietarios de la central –Endesa e Iberdrola– y al Consejo de Seguridad Nuclear (CSN), en el que los ciudadanos, a pesar de todo, aún queríamos confiar. Como sabrán, un reciente informe del CSN informa de que la central de Vandellós ha estado funcionando con problemas desde 1993. En esa fecha comenzó a dañarse una de las dos tuberías de un sistema de refrigeración. Ni los propietarios de la central, ni los técnicos, ni los propios inspectores del CSN comunicaron a éste el problema. Sólo en agosto de 2004, cuando se produjo una fuga en el sistema dañado, la central informó por fin al Consejo. Sin embargo, éste le permitió seguir funcionando, a pesar de los riesgos, hasta el pasado 15 de marzo. La presidenta del Consejo, María Teresa Estevan, que en diciembre afirmaba ante el Congreso de los Diputados que todo estaba bien, dice ahora que es inexplicable que sus inspectores no detectasen antes la avería. Enseguida sus consejeros la acusan de haber intentado enviar al Congreso y al Gobierno un informe «maquillado». Los mismos consejeros presentan su dimisión, aunque, oficialmente, no por este asunto. La presidenta se mantiene en sus trece, que, a estas alturas de la película, ya no sabemos si son trece o catorce. Los técnicos de la planta piden al CSN que cese al equipo directivo por haber ocultado información. Se descubre que las centrales nucleares han reducido sus inversiones en seguridad un 62 por ciento en los últimos cinco años, después de que un cambio legal las obligara a hacerse cargo de las reparaciones que antes corrían por cuenta del Ministerio de Industria, es decir, de todos nosotros. Y, entre tanto, todos nosotros observamos este cúmulo de despropósitos con profunda preocupación, conscientes de que, como en tantas otras cosas, alguien, o «álguienes», intenta darnos gato por liebre. Lo que pasa, señores de las compañías eléctricas y del CSN, es que, cuando la energía nuclear anda de por medio, puede haber muertos, muchísimos muertos. ¿Aún no se dan por enterados?