Para ser solidario en grado sumo se requiere amar de modo incondicional. Ni los intereses y ambiciones, ni siquiera el instinto de conservación, exacerbado por la situación límite del campo de concentración, disuadieron al padre Kolbe de entregarse sin condiciones.
Esa capacidad de tomar distancia de las propias apetencias y elegir en virtud solamente del ideal de la unidad supone la cima de la libertad interior.
Llegan a Cracovia terribles noticias confidenciales acerca de lo que sucede en el campo de concentración de Oswiccim, llamado «Auschwitz» por los alemanes. Ha sido en las Navidades de 1941 cuando las familias polacas van conociendo la historia increíble de cómo murió el padre KOLBE…
Vino la guerra. Los sicarios de la Gestapo cazaron al padre Kolbe. De la prisión de Pawiak lo pasaron al infierno de Auschwitz. Lo tatuaron con el número 16.670, y le asignaron un sitio en el bloque 17 destinado a trabajos forzados: sufrió como sus compañeros humillaciones, golpes, insultos, mordiscos de los perros, chorros de agua helada cuando estaba devorado por la fiebre, sed y hambre, ¡das y venidas arrastrando cadáveres desde las celdas al horno crematorio. Auschwitz era la antesala del infierno.
Convertido en una piltrafa, Kolbe fue colocado unas semanas en el bloque 12, de los inválidos, para «reponerse». Luego pasó al bloque 14. Pertenecía al 14 el día en que un prisionero se fugó. El comandante del campo sometió al bloque a torturas espeluznantes, hasta que por fin se decidió a elegir diez presos que irían a morir en las celdas de hambre.
Formados en el centro del campo, a la vista de todos los compañeros de otros bloques, el comandante ordenó a los diez elegidos:
-Descalzaos, vais a la celda del hambre.
Los desgraciados gritaron adiós…
Y se oyó el lamento desesperado de Francisco Gajowniczek:
-Decidles adiós a mi mujer, a mis hijos, decidles adiós.
Hubo un instante de terror cuando los presos vieron que de la formación del bloque 14 uno se atrevía a salir hacia el comandante. Los guardias echaron mano a la pistola. Pero se detuvieron atónitos. Nunca nadie en Auschwitz vio que un preso le hablara al comandante. «Kolbe, es el padre Kolbe», se pasaban la noticia los detenidos. Le conocían todos, porque hablar de noche unos minutos con él servía de consuelo.
-Señor comandante…
Kolbe se ha quitado el gorro de preso y habla educadamente.
-¿Qué pasa?
-Señor comandante, yo le pido permiso para ocupar el puesto de uno de los condenados.
-¿Morir tú en su lugar? ¿Por qué?
-Yo estoy viejo y enfermo, ya no sirvo para trabajar. -¿A cuál de los condenados quieres sustituir? -A ese que tiene mujer y tiene hijos.
-Pero ¿tú quién eres?
-Soy un sacerdote católico.
Un cura. Kolbe sabe que las SS ponen a los curas en el segundo lugar de la basura humana. Primero los judíos, segundo los curas. El comandante cederá.
-Acepto, tú ocuparás su lugar.
Duró quince días la lenta agonía, el martirio por hambre. A los diez condenados los encerraron desnudos en el sótano, en el famoso bunker, todos juntos en la celda del hambre. Ni una chispa de pan, ni una gota de agua. Al segundo, al tercer día, comenzaron a morir. Pero aquella vez los sótanos de Auschwitz, entre lamento y lamento, escucharon plegarias y cantos a la Virgen. Los alemanes tenían un polaco guardián encargado de sacar fuera el cadáver de los que morían y de vaciar la única letrina colocada en la celda. Él lo ha contado, y su relato está en las arcas de los tribunales de justicia y en los archivos del Vaticano. Kolbe y otros tres duraron hasta el día quince: El comandante necesitaba la celda para un nuevo lote de condenados, y mandó al médico del campo que con inyección de ácido fénico apagara el último pulso de sus sus vidas.
El día en que Pablo VI puso a Maximiliano Kolbe en los altares, vino con los peregrinos de Polonia un viejecito de nombre Francisco Gajowniczek que se salvó de la muerte por hambre…