UN ESCRITOR COMPROMETIDO

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El 7 de octubre de 2001 murió de una insuficiencia renal en Duala, Camerún, Alexandre Biyidi Awala. Sería éste un nombre anónimo, si detrás del mismo no se escondiera uno de los intelectuales africanos más sólidos y portentosos, mucho más conocido por los seudónimos que utilizó como escritor: Eza Boto, y, sobre todo, Mongo Beti.

Por Donato Ndongo-Bidyogo

El 7 de octubre de 2001 murió de una insuficiencia renal en Duala, Camerún, Alexandre Biyidi Awala. Sería éste un nombre anónimo, si detrás del mismo no se escondiera uno de los intelectuales africanos más sólidos y portentosos, mucho más conocido por los seudónimos que utilizó como escritor: Eza Boto, y, sobre todo, Mongo Beti.

En sus 68 años de existencia, Mongo Beti demostró a toda una generación de africanos, particularmente a los que tratamos de hacer literatura, el camino a recorrer: una senda ciertamente difícil, llena de dificultades e incomprensiones, pero la única posible si se quiere hacer una obra creíble, si la honestidad es un componente esencial de ese compromiso con nuestras sociedades, con esos pueblos que permanecen sumidos en la opresión y en el silencio, más de cuatro décadas después de haber logrado unas supuestas independencias.

Mongo Beti murió como vivió, y vivió haciendo honor a las palabras que escribió, a las ideas que inspiraron su obra. Aún se recuerda el hostigamiento que sufrió durante la última cumbre franco-africana, que tuvo lugar en Yaundé hace casi un año, porque no era partidario de esas reuniones «neocolonialistas».

Su último acto de coherencia, fielmente interpretado por su viuda, la bretona Odile Tobner, fue el rechazo del pésame enviado por el presidente de Camerún, Paul Biya, al que Mongo Beti llamaba «pequeño dictador de segunda división», y al que siempre tuvo bajo su punto de mira crítico como uno de esos dirigentes de la nueva África, responsables de la frustración de las esperanzas de regeneración de su sociedad. Beti no perdía ocasión de vapulearlo por medio de la palabra, acusándolo de no haber llevado a su pueblo a la libertad y mantenerlo en la miseria.

Aunque había nacido en 1933 en Akometam, cerca de Mbalmayo, unos 50 kilómetros al sur de Yaundé, Mongo Beti pasó gran parte de su vida en el exilio, en Francia, por razones políticas. Llegó a la metrópoli en 1951, a los 18 años. En la Universidad de Aix-en-Provence, donde estudió Letras, descubrió el jazz, una de sus grandes aficiones, que cultivó hasta el final de su vida. Al terminar sus estudios, y ante la imposibilidad de regresar a su país, ya independiente, a causa de la dictadura de Ahidjo, optó por ejercer la docencia en Rouen, donde permaneció casi cuarenta años.

Al tiempo que enseñaba, escribía sus libros de ensayo y sus novelas, y colaboraba en medios como Presénce Africaine, esa excelente revista creada por el senegalés Alioune Diop. En 1978 Mongo Beti fundará su propio órgano de expresión, Peuples Noires-Peuples Africaines, con el propósito confeso de hacer más influyente su combate literario y político. En esa tribuna se dio cobijo y voz a todos los contestatarios africanos, hasta que sus numerosos enemigos –africanos y europeos– lograron su desaparición en 1991.

Ni Ahidjo ni Biya, cuyos regímenes consideraba «dictaduras fascistas», le perdonaron nunca ni su actitud política ni sus escritos, en los que señalaba sin tapujos los abusos del poder, al tiempo que denunciaba el neocolonialismo francés que propicia tales regímenes.

Pero gracias, sobre todo, a libros suyos como Main basse sur le Cameroun, publicado en 1972 y prohibido tanto en Francia como en su país; Remember Ruben (1974); Perpétue et l’ habitude du malheur (1974); La ruine presque ocasse d’un polichinelle (1979); Letre ouverte aux Camerounais (1986) o La France contre l’Afrique (1993), se podrá hacer un recuento menos parcial de la reciente historia política y económica de Camerún, rescatando del olvido y de la manipulación episodios fundamentales de la trayectoria de ese país tras su independencia.

Fustigador de la corrupción local

Mongo Beti alcanzó la fama ya con su primera novela, Ville cruelle, publicada en 1954, siendo aún estudiante, bajo el seudónimo de Eza Boto. Luego seguirían Le pauvre Christ de Bomba (1956), Mission terminée (1957) y Le roi miraculé (1958). Todas estas obras, traducidas a muchos idiomas (no al castellano, por desgracia) consagran a Mongo Beti no sólo como uno de los mejores escritores del África francófona, sino como un escritor que revoluciona las formas narrativas africanas, al introducir en sus textos un realismo lacerante, tremendamente sincero, al tiempo que un cierto humor y una ironía sabrosa, salpicada de alegorías y de metáforas acertadas.

Fabulador fascinante, supo aunar en su estilo esas formas narrativas de la tradición oral ewondo y un francés preciso, todo ello armonizado bajo una trama en la que resalta siempre su anticolonialismo militante. Por eso, sus escritos lastimaron a los autócratas y a sus cómplices, y su verbo exasperó a los impostores de todo signo que han hecho de África un territorio personal para su lucro y encumbramiento, prostituyendo los fines por los que los africanos lucharon por la emancipación política.

Además de los libros ya mencionados, en Yaundé escribiría sus tres últimas novelas, en las que se confirma como «el Papa de los inconformistas africanos», según le llamó algún periódico francés: L’Histoire du fou (1994), Trop de soleil tue l’amour (1999) y Branle-bas en blanc et noir (2000), una dura trilogía que es un retrato del Camerún que encuentra a su regreso, en el que todo funciona al revés de lo lógico, mientras la corrupción enmaraña todas las cosas. «La suerte -dijo con tristeza- es que aquí no es necesario inventar nada. Sólo hay que observar».