Las gentes sencillas y los jóvenes, a quienes las autoridades postizas nunca convencieron, han adivinado en Juan Pablo II a alguien en quien podían confiar; y lo han hecho. Pero es que tampoco hay, para todos nosotros, muchas más realidades verdaderas, y autoridades de naturaleza y de silencio que nos amparen y acompañen, me parece.LOS días de luto están siempre habitados por el peso de la pérdida y la ausencia, incluso en el caso de un hombre público, si éste ha sido verdaderamente amado; y todo se complica mucho más cuando se trata de un Papa, cuya figura está íntimamente ligada a la fe de millones de personas, y lógicamente a la institución de la Iglesia cuya presencia en la historia y en la cultura universales es doblemente milenaria. Y todavía más aún si se trata de un Papa como Juan Pablo II, que ha llenado todo el último cuarto del siglo XX, y del que solamente la distancia histórica permitirá ir ponderando de verdad su importancia. Pero este Papa ha llenado ese tiempo, imponiendo a un mundo muy alejado, y hasta hostil, de lo que él representa una inmensa autoridad moral. Fue Pablo VI quien recordó a ese mundo que, fueran como fueran las cosas, la Iglesia era la gran experta en humanidad, y no parece sino que el Papa que acaba de morir haya hecho del mostrarlo su esencial tarea, por la sencilla razón de que tal era, y es, la fundante necesidad del tiempo; esto es, el peligro de disolución de lo humano.
Juan Pablo II llega al Pontificado como un hombre que ha soportado en sí mismo el peso enorme, cultural e histórico, del siglo. Sabe ex experientia, es decir, ha recibido en sí mismo la dentellada de los dos grandes y brutales totalitarismos que han martirizado a su Polonia natal, y está muy al tanto de la amenaza que las filosofías que hay detrás de ellos, y que los sobreviven, siguen significando no sólo para el cristianismo, sino para lo humano de la humanidad de nuestro tiempo, al igual, por lo demás, que amenazan y roen en la vida diaria otras doctrinas y comportamientos de la llamada modernidad: relativismo, nihilismo, funcionalismo y mero hedonismo, disolución del mal, ausencia de significación del hombre y del mundo, disolución de la sacralidad y del valor autónomo de la misma vida humana.
Y llega también Juan Pablo II al Pontificado muy amargamente consciente de que ni siquiera la Iglesia ha escapado, ni puede escapar fácilmente, a toda esa influencia y amenaza. Sabe perfectamente que lo que había sucedido tras el Vaticano II había ocurrido en otros tiempos; y que, para no dramatizar las cosas -aunque dramáticas han sido-, podríamos decir que había consistido en algo muy parecido a lo que explica Sören Kierkegaard con su parábola de las ocas salvajes que, viendo a las ocas domésticas condenadas al corral sin que pudieran imaginar siquiera que podrían volar, bajan a enseñarles, pero al fin se acomodan al régimen doméstico y se quedan. Es decir, Juan Pablo II, como cualquier Papa, por otra parte porque el Papa es el guardador de la fe y de la ética que de ella se deriva, tenía que cuidar, desde luego, de que las ocas domésticas supiesen que podían volar, pero, a la vez y hasta primordialmente, de que las ocas salvajes no se quedaran en el corral, o el corral fuera su régimen. Pero ha tenido que hacerlo en unas circunstancias que no encuentran parejas en la historia. Y esta tarea primordial, la vela y defensa de la no mundanización del cristianismo, para decirlo de manera contundente, es sin duda la que le acarreará contradicciones, sufrimiento, incomprensión y ruido. Y no podía ser de otro modo, porque en un mundo en el que la política ha desplazado de los adentros de los hombres lo que les conformaba como tales -la fe y la urdimbre cultural- las palabras y las actitudes del Papa fueron llevadas, inevitablemente, al Juicio Último de las opiniones del mundo; puestas a cuestión de irrisión y tormento, de desfiguración y burla, y de aprovechamiento y beneficio políticos. Y lo que hay que decir es que mostrar su autoridad moral, y al final imponerla como se imponen las que Pascal llamaba autoridades naturales, por su simple presencia, es lo que ha hecho Juan Pablo II, en medio de todo eso.
Durante su Pontificado, por otra parte, volvió a sufrir en su propia carne hasta el desgarro de la espantosa violencia de nuevo tipo que es la invención de la modernidad, es decir, el terrorismo; y ha asistido al escándalo de la muerte de millones de personas por hambre en la era tecnológica y de los excedentes de producción, y derroche; a derrumbamientos y descensos a lo oscuro como la relativización del Derecho, las amenazas a la noción misma de persona, o el soterramiento de la historia; y no han debido de ser el menor de sus amargores el desprecio y la inconsciencia con que los organizadores de la Unión Europea han negado cualquier alusión al cristianismo y a toda la vieja historia que ha hecho a esa misma Europa, con lo que no cabe esperar sino nuevas manipulaciones y descensos de lo humano, y la burla de su libertad. El Papa recién muerto no ha dejado de avisarlo, y con ello no sólo ha cumplido, así, con su deber, sino que también ha salvado el honor de la vieja cultura, siendo la única voz que, de manera neta y sin matices, se ha alzado frente a las manipulaciones de la vida humana desde el aborto a la eutanasia y los plannings genéticos, que nos retrotraen al darwinismo hitleriano, para decir las cosas por su nombre neto, y no por el cifrado y disfrazado en cientifismos y humanitarismos.
Pero lo cierto es que la propia vida del Papa recién muerto, su esfuerzo hasta el último momento, anteponiendo el deber a cualquiera otra consideración, y esperando de pie a la muerte, nos retrotraen también a todo un modo de ser hombre en toda su simplicidad y grandeza, que es el del viejo campesino de los tiempos de cristiandad que ahora Europa no quiere recordar. Pero para una generación como la mía, que vio estampas en la escuela en las que los Papas salían al encuentro de los bárbaros para desarmar su sinrazón, quizás el icono de este Papa sea el de uno de ellos, que nos ha sido regalado, y acaba de dejarnos. Las gentes sencillas y los jóvenes, a quienes las autoridades postizas nunca convencieron, han adivinado en Juan Pablo II a alguien en quien podían confiar; y lo han hecho. Pero es que tampoco hay, para todos nosotros, muchas más realidades verdaderas, y autoridades de naturaleza y de silencio que nos amparen y acompañen, me parece.