En el mes de septiembre se ha puesto en marcha un nuevo atentado «legal» contra los inmigrantes «sin papeles»: la negación de la asistencia sanitaria a quienes han contribuido con su trabajo a nuestros privilegios con la única excepción de las embarazadas y los menores.
Un sistema económico injusto, construido sobre el robo de sus riquezas naturales, viene demandando desde hace décadas la mano de obra esclava de una población joven que huye de la miseria provocada. De este modo los ricos y poderosos de este mundo lo siguen siendo porque se enriquecen económica y demográficamente del flujo de los países que previamente han contribuido a empobrecer.
La necesidad de obedecer los dictámenes de una UE insolidaria, aplicando recortes sobre todo en las políticas sociales y en los derechos de los trabajadores, produce en el gobierno una amnesia respecto a la historia reciente. Ya en la Ley General de Sanidad de 1986 promulgada por un gobierno socialista, cuando se universalizó el derecho a la sanidad en España, se recogía este derecho sólo para los españoles y reconocidos ciudadanos extranjeros. De entonces proviene el problema que hoy nos ocupa y ya en aquel momento esta Ley General trajo importantes problemas de salud pública. El hecho de no encontrar la forma de presupuestar para los inmigrantes «ilegales» la cobertura de necesidades sanitarias básicas como vacunas o tratamientos -también los antituberculosos-, y el riesgo de brotes de enfermedades en colegios o por contagio a los ciudadanos, provocó en aquel momento otro intenso debate acerca del alcance de la universalidad del sistema sanitario.
Hoy se pretende resolver el problema prestando asistencia a los enfermos «sin papeles» sólo en el caso de padecer una enfermedad infecciosa. Nominalmente la Ministra ha dicho que se compromete a dar cobertura a enfermos crónicos, infecciosos y oncológicos, eso sí, cobrándolo a su país de origen. Que se hable de aceptar la cobertura de crónicos, INFECCIOSOS y oncológicos, supone maquillar que la cobertura real se hará fundamentalmente a los infecciosos, ya que por la edad habrá muy pocos crónicos y oncológicos. Con estas «sutilezas», los inmigrantes pasan a ser considerados poco más o menos como si fueran la carne de las «vacas locas», es decir, como simple fuente de infección para los «humanos», o como «contaminados» a los que hay que desinfectar. No se puede llegar más bajo en la insolidaridad, la instrumentalización y la falta de respeto a la dignidad de la persona inmigrante «sin papeles».
Por otro lado, la sociedad tiene que ser consciente de la aportación económica que también hacen los «sin papeles» a la sanidad. Decimos que pagan la sanidad aunque no coticen a la Seguridad Social porque desde 1999 la Sanidad también se financia con los impuestos indirectos que son los que siempre hacen pagar más proporcionalmente a los que menos tienen. Es decir, que por el «derecho a la atención sanitaria» que ahora se les niega, no es verdad que no hayan pagado nada. Y eso sin olvidar, además, que está certificado que los inmigrantes «sin papeles» son de los colectivos que menos uso hacen de la atención sanitaria según demuestran todos los estudios realizados.
Les queda, «legalmente», poder acudir a la medicina de urgencia. Hablando claro nuevamente hay que decir que someterlos a la medicina de urgencia es en realidad negarles el derecho a ser atendidos. Los servicios de urgencia no pueden afrontar ni el diagnóstico, ni el tratamiento de la causa básica de su estado. Y son estas enfermedades de base lo más importante para la salud.
Habría otra opción según esta nueva ley: la de mantener la tarjeta sanitaria suscribiendo una póliza de 710 € o 1.864€ anuales para menores y mayores de 65 años respectivamente. Nos vamos quedando sin calificativos. Con esta opción estamos ante la más ortodoxa lógica del seguro privado que reparte el costo del riesgo entre las víctimas, negando así el más básico criterio de solidaridad. Esta otra opción no pasa de nuevo de ser una medida a todas luces injusta y discriminatoria.
La repulsa que esta nueva ley ha generado entre muchos profesionales sanitarios debe ser secundada por el conjunto de la población. Unas medidas que demuestran tamaña injusticia e insolidaridad contra los que no tienen ningún derecho, ni voz con la que defenderse, sólo pueden ser rebatidas con un ejercicio colectivo de la acción política en radical enfrentamiento contra la corrupción y la inmoralidad. También la política es un problema de salud pública.