Al visitar Chiapas y Ciudad Juárez, Francisco hará visible el drama de millones de emigrantes
Se llamaba Gilberto Francisco Ramos Juárez. Tenía 15 años cuando apareció muerto en el desierto del valle del Río Grande, ya en territorio estadounidense. Sufrió un golpe de calor y su cuerpo, debilitado por las penalidades de la travesía desde Guatemala, no aguantó más. Llevaba el rosario que le había regalado su madrina por la Primera Comunión y el número de teléfono de su hermano en Chicago.
Cada año aparecen unos 400 cadáveres en ese valle, muchos de los cuales nunca llegan a ser identificados, pero el jesuita José Luis González Miranda se resiste a que nombres como el de Gilberto Francisco se pierdan en el olvido. Él los recibe unos miles de kilómetros más hacia el sur, en la frontera que separa México de Guatemala, en «la Lampedusa mexicana», como llama él a Frontera Comalapa, en el estado de Chiapas. Allí coordina la atención del Servicio Jesuita a Migrantes, que pronto ampliará su atención con la apertura de la Casa del Migrante, uno de los dos albergues que se ayudará a financiar con la colecta de la Misa que celebrará el Papa en San Cristóbal el día 15.
Unas 400.000 personas (menos de 200.000, según las autoridades mexicanas) cruzan cada año México desde Centroamérica con destino a los Estados Unidos. Se trata, según los expertos, de la ruta migratoria más peligrosa del planeta. Es un negocio redondo para las mafias, que cobran entre 6.000 y 8.000 dólares por inmigrante a cambio de facilitarles el trayecto a lomos del tren conocido como La Bestia, como polizones, o por otros medios no menos peligrosos. Son frecuentes los robos, secuestros y asesinatos. Y se han detectado casos de extracción de órganos o rapto de chicas para obligarlas a prostituirse. Es el temible crimen organizado mexicano, al que hay que sumar lo que González Miranda llama el «crimen desorganizado»: vecinos y policías corruptos que viven de asaltar a estas personas.
La Iglesia, frente a las tinieblas
Frente a estas tinieblas, José Luis González Miranda resalta la luminosidad de la hospitalidad de los chiapanecos. En un ambiente de creciente criminalización de las migraciones (EE.UU. paga a México y a los países de América Central para que contengan los flujos migratorios por medios militares), «hay familias muy pobres que están hospedando en sus casas a quienes llegan huyendo de la violencia sistémica en Centroamérica».
Tres de cada cuatro personas en la diócesis de San Cristóbal de las Casas son indígenas de muy bajo poder adquisitivo, pero dispuestas a compartir lo que tienen. «Es así desde los años 80, cuando Chiapas acogió a miles de refugiados guatemaltecos que huían de las masacres del Ejército», recuerda González. «Ahí queda también el recuerdo de una Iglesia solidaria que los recibió de la mano de Samuel Ruiz [obispo entre 1959 y 1999]», cuya tumba visitará el Papa el próximo lunes.
Aquellos refugiados volvieron a sus casas tras la firma de los acuerdos de paz. Hoy llegan otros, a miles. «Son refugiados, pero no lo saben, y México hace todo lo posible para no reconocerles su situación. Tal vez vinieron en busca de un empleo mejor, pero la realidad es que hoy no pueden regresar, porque se expondrían a que les matasen las maras». O a que los recluten. «Si me quedo me matan o me tengo que hacer de la mara, y yo no quiero ensuciarme porque he aceptado a Cristo», le confesó un joven a José Luis González.
En San Cristóbal de las Casas, Francisco celebrará una Misa ante 90.000 personas. Si no se ha organizado «un acto multitudinario, como en Río», no es porque la gente no esté deseando ir a verle, sino porque «aquí le tienen miedo», y por eso «las autoridades han restringido la participación». «Hace 500 años los españoles les hicieron aquí la vida imposible a obispos como Bartolomé de las Casas o a Vasco de Quiroga, porque no les gustaba que denunciaran el maltrato a los indios». En Chiapas, la historia se resiste a pasar página.
Welcome to Tijuana
La estancia del Papa en México terminará en otra frontera, la norte, en Ciudad Juárez, la más transitada del mundo, con 30 millones de cruces al año. De allí acaba de volver Luz María Yepes, directora del colegio San Juan Bosco de Puertollano (Ciudad Real), que ha colaborado con algunos de los proyectos puestos en marcha por los salesianos para atender a las miles de personas atrapadas en la frontera con EE.UU.
«A Tijuana y Ciudad Juárez llega mucha gente de todo México y de Centroamérica. La mayoría vienen en familia con la esperanza de alcanzar el sueño americano», explica Yepes. «Han cruzado el país con muy pocas provisiones. Al llegar a la frontera, no les queda ya dinero para pagar a las mafias su ayuda para cruzar la frontera. Y las ciudades fronterizas, en las que pretendían pasar solo unos pocos días, se terminan convirtiendo muchas veces en su nuevo hogar, donde no les queda otra opción que sobrevivir».
En la frontera norte mexicana, «las mafias campan a sus anchas. Se palpa el ambiente de peligrosidad, de drogas, de prostitución. La muerte se hace presente con una naturalidad que asusta» y «mucha gente se dedica al tráfico de personas».
La presencia de Francisco en la Ciudad Juárez –concluye la directora del San Juan Bosco de Puertollano– «va a dar visibilidad al drama que se vive en la frontera. El Papa puede conseguir que se despierten las conciencias. Y hace mucha falta, porque la situación es insostenible».
Autor: José Calderero y Ricardo Benjumea
José Luis González Miranda (Blimea –Asturias–, 1963) llegó a Honduras como médico en 1990, enviado por el Movimiento Cultural Cristiano. Tres años después ingresó en la Compañía de Jesús (1993). Trabajó ocho años en Guatemala con retornados y con las llamadas Comunidades de Población en Resistencia. Actualmente es profesor de Ética en la Universidad Centroamericana (UCA) de El Salvador y coordinador del Proyecto Frontera Sur del Servicio Jesuita a Migrantes en Frontera Comalapa (Chiapas).