Un excelente trabajo sobre la cultura del esfuerzo en los grandes genios. Edward W. Said afirma: Nunca sabremos la cantidad de libros, composiciones musicales, teoremas, bocetos y modelos fueron elaborados para luego ser descartados… Los productos del genio son precarios, sus resultados no están garantizados en absoluto y, desgraciadamente, se derivan de un esfuerzo a menudo ingrato. Ser un genio es un trabajo excesivo para la mayoría de la gente
Edward W. Said es profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Columbia (Nueva York) y crítico musical.
Al Mutanabbi, Mozart, Einstein, Leonardo da Vinci, Ibn Khaldun, Shakespeare. Hay una palabra que los define a todos: genio. Genio significa poseer dones apenas imaginables de invención, de cómputo, de percepción; dones que son infinitos en su riqueza, milagrosos, rayanos en lo divino, desde luego más que humanos. Todos estos atributos están relacionados con la rapidez, con la fuerza ciega, con una aplastante novedad y originalidad. Y también tienen que ver con unas vidas que son tan misteriosas e inescrutables, tan fuera de lo común en cuanto a lo que nos revelan del poder de la genialidad, que cuando se aborda la biografía completa con sus detalles cotidianos -los problemas conyugales, la mala dentadura y los dentistas granujas, los problemas económicos…- aparece un retrato decepcionante por su monotonía. Mozart era un cortesano adulador y un marido celoso. Einstein, un mediocre violinista aficionado y un profesor poco estimulante. Incluso a Goethe, cuyos dones abarcaban una gama universal, desde la ciencia hasta la poesía, no pareció importarle permanecer durante 50 años en un aburrido empleo administrativo en el pequeño Estado de Weimar. La disparidad que existe entre el genio puro y la vida cotidiana es tan grande que los formidables logros del primero se ven impresionantemente subrayados por la banalidad de la segunda.
Aun así, los logros de los genios tienen una capacidad de supervivencia milenaria. Al mismo tiempo desafían cualquier intento de explicarlos, a pesar de que necesitamos una idea general del genio para imaginar unos atributos sobrehumanos. Y es que lo esencial de las obras de los genios es que ocultan o eliminan todo rastro del trabajo que supusieron. En vez de intentar seguir la pista del monumental esfuerzo empleado en realizar la obra, se lo atribuimos todo al «genio», como si el genio fuera una varita mágica o una fórmula química secreta. El Muqadimah es una obra tan abrumadora, o tan admirable por su poder, que preferimos hablar de «genio» que analizarla desde la perspectiva de las horas y horas de trabajo necesarias para producirla.
Esta idea un tanto perezosa del genio como algo tan concluyente como fuera de la normal comprensión, venera, idealiza de forma romántica y oscurece lo que debería estudiarse para provecho de todos: el hecho de que el genio es más una excepcional devoción por el trabajo, la paciencia, el avanzar lentamente en un problema o en una tarea, que la posesión un rayo devastador de inspiración divina. No hay forma de hacerlo sin la inspiración, por supuesto. Pero ésta es menos importante que lo que el genio hace con ella mediante un trabajo exhaustivo y una atención obsesiva a los detalles durante años y años. La paciencia es una virtud tan importante como la inventiva, puede que incluso más.
Todos los genios trabajan duro, aunque no todos los que sudan son genios. Entre las cualidades que tiene el genio se encuentra un algo de elegancia e inevitabilidad incomparables, que dejan a uno sin respiración. Se suele decir que la solución a un difícil problema matemático es elegante cuando ha sido un genio quien la ha obtenido, e incluso las difíciles composiciones musicales de Pierre Boulez son poderosamente bellas. En la obra del genio se da una mezcla única de complejidad y simplicidad, como en el Ulises de Joyce, una historia de familia abiertamente banal, que se eleva, como la Odisea de Homero o el Edipo de Sófocles, hasta la complejidad más trascendente. Pero todos esos dones se tienen que manifestar por medio de un trabajo muy arduo, de la realización de una tarea que exige una concentración sin par y una atención obsesiva. «Tengo un aspecto tan cansado», dijo una vez Oscar Wilde, «porque me he pasado toda la mañana poniendo una coma y toda la tarde quitándola».
Los más claros ejemplos de este aspecto del genio que se tiende a pasar por alto están en la música. Johann Sebastian Bach, probablemente la más excelsa figura de toda la historia de la música clásica occidental, tenía una asombrosa capacidad para extraer de un tema o una melodía lo que nadie era capaz de extraer. Esto no significa en absoluto que fuera el mejor melodista de su época, ni siquiera el profesional más perfecto a la hora de escribir las partes para el órgano, la voz o el violín. Quiere decir, como ya observaron sus contemporáneos, que poseía una capacidad sorprendente para la invención, que en su significado original en latín (inventio) significa «volver a encontrar», para extraer de un retazo dado de melodía todas las posibles permutaciones y combinaciones en función de la armonía, la melodía, el contrapunto y el ritmo. Esto es un trabajo muy duro, tanto que un compositor medio no se habría molestado en realizarlo. Bach, sin embargo, era capaz de sentarse y elaborar una y otra vez un puñado de notas hasta que emergía una gigantesca composición allí donde originalmente no había más que una pequeña canción. Lo podemos escuchar en el gran Preludio y fuga para órgano de Santa Ana, una composición monumental de 30 minutos construida a partir de las siete primeras notas de un himno luterano. La melodía no era de Bach, pero su paciente elaboración (que es como si alguien utilizara un anodino trozo de cuerda para crear docenas de perfiles distintos) la transforma completamente, crea o más bien recrea la obra.
O también está Beethoven, sin duda el más laborioso de todos los genios musicales, el que trabajó más y dedicó más tiempo a sus obras. Desde su muerte, en 1827, los estudiosos y músicos se han volcado sobre los apuntes de sus composiciones con mucho interés y emoción. Esos pequeños cuadernos musicales que llevaba con él, y en los que tomaba notas cuando paseaba o se sentaba a comer, dan testimonio de la ilimitada capacidad de transpirar de un hombre de una energía terrible, de alguien que trabajaba sobre fragmentos sencillos de música, a menudo hermosos, pero rara vez excepcionales, y los transformaba en procesos que llevaban consigo esfuerzo, intensidad, lucha. Un pequeño vals del compositor menor Diabelli evoluciona hasta convertirse en 33 variaciones de increíble variedad y complejidad, cada una de las cuales da testimonio de que Beethoven no estaba dispuesto a dejar de trabajar en aquella cosa insignificante, de la que él exprime hasta la última gota de posible variación, hasta que no esté completamente transfigurada. La palabra que mejor define esto es elaboración, ya que también, en su forma latina original, cuenta perfectamente la historia de la transpiración y la inspiración: e-laborare, calcular, extraer y arrastrar por medio del trabajo. En otras palabras, un gran gasto de tiempo y de esfuerzo que de algún modo extraño tiene poco que ver con aquello de lo que partieron Beethoven o Bach. Es algo que transforma completamente la pequeña chispa original en un horno abrasador cuyas llamas dejan fuera todo lo demás. Y ello es así únicamente porque el genio se toma todo el tiempo necesario para criar pacientemente la gran estructura y darle vida.
Sin embargo, no siempre sucede que el genio tenga tiempo para escribir y volver a escribir hasta que la obra sea perfecta. Walter Scott y Dickens, por ejemplo, simplemente escribían todo el tiempo: novelas, cuentos, periodismo, teatro, historias, folletos. La pura actividad, la aparentemente incesante necesidad de producir a un nivel tan alto de calidad, también define al genio. Esto es evidentemente cierto en el caso de Naguib Mahfouz. O en el de Rembrandt o Picasso, cuyos esbozos, modelos, revisiones y repeticiones le llenan a uno de admiración frente a esa capacidad, nunca escatimada, de ser prolífico, exorbitante, inhumanamente expansivo.
Dios está en los detalles, dijo Spinoza. Una capacidad infinita para tomarse molestias. Lo que no es precisamente un trabajo pesado: no se trata de trabajar como un esclavo o de quedarse hasta tarde en la oficina. Lo que impresiona de los grandes logros del genio es que su don incluye saber cuánto trabajo es necesario y cuándo hay que parar. Nunca sabremos la cantidad de libros, composiciones musicales, teoremas, bocetos y modelos fueron elaborados para luego ser descartados, aunque yo creo que es cierto que la voluntad del genio de emplear una enorme cantidad de esfuerzo está generalmente ligada tanto a un extraordinario don para saber con anticipación cuánto esfuerzo será necesario como para saber también cuándo ya no es necesario. Es como si existiera un perfil previo de la obra en la mente del creador, y que sólo se pudiera hacer realidad por medio de un trabajo intensivo de elaboración que no permite atajos ni componendas. La estatua de Rodin Los burgueses de Calais parece estar allí en todas sus versiones anteriores, como si sólo necesitara ese pequeño toque final para alcanzar su claridad definitiva. La estatua ecuestre de Luis XIV de Bernini y su magnífica Verdad son el resultado previamente imaginado de muchas pruebas y modelos. El genio puede necesitar trabajar laboriosamente, pero su trabajo no es en absoluto como el de Sísifo, subiendo una y otra vez la roca colina arriba para que vuelva a rodar antes de alcanzar la cumbre. El genio es productivo. Lo que resulta más conmovedor en Marcel Proust es su retirada del mundo para completar su gran novela, para vivir en soledad y silencio, y llegando incluso a utilizar literalmente su último aliento para corregir, añadir y tachar palabras en las pruebas de imprenta. Sólo la muerte parece haber detenido sus prodigiosas fatigas.
Así pues, en lugar de pensar en el genio como en el triunfo de la voluntad divina sobre el destino y los dones de la mayoría, deberíamos ser más precisos y verlo como un esfuerzo patético y eterno para conseguir que la obra esté bien, dejando siempre lugar a la persistente duda de que nunca logre estar bien, de que nunca se consiga, de que al final se fracase. Esto es tan cierto con un genio inquieto y moderno como Bertrand Russell, filósofo, matemático, visionario y rebelde peripatético, como lo era con Beethoven. Conozco dos prodigios contemporáneos, Daniel Barenboim, un músico sorprendentemente dotado, y el brillante lingüista y filósofo Noam Chomsky: no podrían ser más distintos en cuanto a sus dones y, sin embargo, la característica de sus carreras es su inagotable capacidad para el trabajo, prácticamente imparable. El poeta inglés Alexander Pope dijo con cierta frivolidad que la locura es la «fiel aliada» del genio. Pero se podría utilizar un razonamiento igualmente fuerte, pero quizá mejor, definiéndole como un condenado a trabajos forzados, una especie de presidiario que tiene que volver una y otra vez al banco de trabajo, al estudio, al escritorio, para intentar terminar una obra cuya primera inspiración se aleja cada vez más y exige un intento casi desesperado para conferirle realidad y permanencia. Sólo se llega a ese punto tras mucha incertidumbre y un esfuerzo incesante: a lo largo del camino, la duda corroe la confianza, amenazando con minar completamente la obra. Los productos del genio son precarios, sus resultados no están garantizados en absoluto y, desgraciadamente, se derivan de un esfuerzo a menudo ingrato. Ser un genio es un trabajo excesivo para la mayoría de la gente.