¡Venga no pares trabaja!

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Un joven afgano explica que le gritan de esta forma cuando se atreve a detenerse un instante, exhausto de cargar con todo tipo de bultos durante 10 horas al día. Son maquilas en un barrio de Estambul.

El barrio de Zeytinburnu, en la cosmopolita Estambul, está plagado de maquilas, talleres de confección clandestinos donde trabajan en condiciones infrahumanas los que huyen de la guerra: miles de afganos, y ahora también sirios. Toda la producción es para la exportación, para abastecer las tiendas en las que compramos en España ropa made in Turquía.

Los horarios son un infierno, y los salarios, una miseria. Cincuenta y seis horas laborales a la semana por 650 liras turcas al mes, unos 216 euros que a duras penas dan para comer y vivir en un piso patera. El sueldo mínimo interprofesional en Turquía es de 800 liras.

«No me dejan sentarme en todo el día, y sólo podemos ir al lavabo una vez. Si vamos dos, el encargado turco ya se queja», sigue relatando el muchacho que prefiere no desvelar su nombre. Llegó a Turquía hace dos meses y medio con un visado de estudiante que está a punto de expirarse y no le da derecho a trabajar y, por lo tanto, tampoco a quejarse si trabaja y lo tratan como a un animal. Pagó 4.000 dólares (3.075 euros) en Kabul por conseguir el visado de forma ilegal. Una fortuna, pero también una ganga comparado con otros destinos. «Para ir a Austria, me pedían 20.000 dólares, y a Indonesia, 10.000», recuerda.

Zeytinburnu es un barrio dormitorio formado por enormes bloques de pisos donde se concentran miles de personas. El anonimato se logra fácilmente. Allí vive la mayor parte de la comunidad afgana en Estambul.

Algunos llegaron en los años 80 huyendo de la guerra y disponen de permiso de residencia. Pero muchos llevan poco tiempo, se encuentran en situación irregular, y temen ser deportados a Afganistán en cualquier momento. La policía turca detiene cada año a unos 40.000 inmigrantes por estar ilegalmente en el país.

«Nosotros tratamos bien a nuestros trabajadores», asegura Haroon, un afgano que llegó a Estambul en 1987 y ahora es propietario de un taller de confección donde emplea a compatriotas. El taller se encuentra en la parte trasera de un edificio a la que se accede por una calle estrecha cerrada al tráfico. Desde el exterior parece un local abandonado, pero en su interior trabajan ocho afganos dejándose la vista bajo tubos fluorescentes. Al entrar un fuerte olor a pegamento se adhiere hasta el pensamiento.

«Trabajamos con retales de cuero y los pegamos sobre telas para confeccionar cazadoras», justifica el dueño. El coste de producción de cada cazadora no llega a los cinco euros. Después las vende a los mayoristas por casi 14, y éstos las exportan al extranjero: España, Israel, Grecia, Rusia y Estados Unidos.

«El número de afganos que llegan a Turquía y recurren al Acnur [Agencia de la ONU para los Refugiados] para buscar asilo se ha triplicado en los dos últimos años», asegura Oktay Durukan, director del programa de refugiados de la Asamblea de Ciudadanos de Helsinki, una ONG con sede en Estambul. Algunos ya hablan de una «diáspora afgana». Los inmigrantes procedentes de Afganistán son el segundo colectivo extranjero más numeroso en Turquía después de los sirios.

En las maquilas en Estambul trabajan 56 horas a la semana: de ocho a 19 horas de lunes a viernes, con una hora para almorzar. Y de ocho a 13 horas los sábados. Dos días más a la semana están obligados a hacer al menos una hora extra.

Cobran 650 liras al mes (alrededor de 216 euros). A otros les pagan por prenda de ropa confeccionada. En Turquía el salario mínimo interprofesional es de 800 liras (267 euros). Toda la producción de las maquilas es para la exportación. España es uno de los países destinatarios.

Autor: Mónica Bernabé ( * Extracto)