Un Gran Hermano para 12 millones de chinos. 220.000 cámaras capaces de identificar a un ciudadano por su rostro vigilan a los habitantes de Shenzhen.
DAVID JIMENEZ. Enviado especial
SHENZHEN (CHINA).- Zheng Zhen no siempre sabe quién o desde dónde, pero está seguro de que le están observando. En la avenida Binhe que le lleva a su trabajo como técnico de informática, en el parque cuando lleva a pasear a su hijo de tres años o al entrar en el portal de su casa. «Si tuviera una amante, el Gobierno lo sabría», asegura Zheng señalando una de las cámaras situadas en lo alto de un poste junto a su vivienda. Son un total de 220.000 las que vigilan e identifican a todos los ciudadanos por las facciones de su rostro.
Poco a poco, cámara a cámara, Shenzhen ha ido cayendo en manos de un omnipresente Gran Hermano. No se trata de la frivolidad de los programas de televisión de moda o de la revelación de las intimidades de aspirantes a la fama instantánea.
Detrás del objetivo que observa a los 12 millones de habitantes de esta capital financiera del sur de China se encuentra la mayor y mejor organizada dictadura del mundo. Desde ahora, armada con las últimas tecnologías.
Shenzhen ha vivido una transformación sin precedentes que ha convertido lo que era una insignificante aldea de pescadores, en la ciudad más rica y moderna del país en tan sólo tres décadas. Los rascacielos de cristal se mezclan hoy con las miles de fábricas que envían desde aquí sus productos «Made in China» al resto del mundo. Fue en Shenzhen donde el régimen chino ensayó por primera vez su apertura económica a finales de los años 70 y es aquí donde ha puesto en marcha su proyecto de «vigilancia total».
Las primeras cámaras empezaron a ser instaladas a finales de los años 90 dentro de la lucha contra la delincuencia. Sin apenas publicidad, y a menudo en secreto, las autoridades han ido ampliando su control hasta desarrollar el mayor y más avanzado intento de controlar a una población a través del vídeo. Las últimas 20.000 cámaras que acaban de ser instaladas en la ciudad, sumándose a las 200.000 ya existentes, tienen la capacidad de reconocer e identificar a cualquier ciudadano a través de un programa informático que estudia las facciones del rostro.
Las imágenes tomadas en el espacio público son enviadas a una base central que conecta esa información con chips que las autoridades están incorporando a los carnés de identidad de uso obligatorio y que contienen información sobre el pasado, el presente y el futuro de cada persona. La previsión es que, en el futuro, ningún ciudadano pueda disfrutar del anonimato.
Nada escapa al régimen: el nombre, la raza, la edad y el estado civil aparecen en primer lugar. También el número de hijos, para comprobar si el individuo investigado cumple con la ley de natalidad que prohibe tener más de un descendiente. ¿Ha pagado sus impuestos? El sistema creado por la empresa China Public Security Technology desvela los pagos y los compara con los datos aportados por la empresa que ha contratado a la persona. ¿Multas pendientes o antecedentes penales? El Gobierno chino tiene ahora la capacidad de saberlo con sólo mirar a los monitores de una central informática cuya localización no ha sido desvelada.
La «vigilancia total», integrada dentro de un plan del Ministerio Público de Seguridad, pone en manos de los dictadores de Pekín la posibilidad de averiguar de forma automática si una persona que camina por una calle de Shenzhen es un inmigrante irregular, si tiene alguna enfermedad infecciosa -el programa da acceso a los datos del seguro médico-, si tiene deudas con su banco o si va retrasado en el pago de su cuenta de la tarjeta de crédito. Los expedientes laborales y los datos de localización del individuo -incluida su dirección y el teléfono de su casero- también forman parte de la información incorporada a los chips.
Quienes advierten de que estamos ante lo más cerca que ningún Gobierno ha estado de emular 1984, la obra de George Orwell en la que un sistema autoritario somete a la población al control absoluto, destacan que es especialmente preocupante que las cámaras estén siendo utilizadas por un régimen que demuestra tener una tolerancia cero hacia quienes desafían su monopolio del poder.
Los líderes chinos continúan encerrando a disidentes en cárceles y centros psiquiátricos, mantienen una férrea censura de los medios de comunicación que incluye a 30.000 policías de internet y ejecutan cada año a más presos que el resto de los gobiernos juntos, muchos de ellos sin garantías judiciales. «El peligro está en que China carece de un sistema judicial independiente que pueda mantener un equilibrio entre el mantenimiento del orden público y la protección de los individuos», denuncia la ONG Human Rights in China, una de las organizaciones de Derechos Humanos que han criticado el plan de vigilancia.
La falta de contrapoderes en el régimen chino ha llevado a la disidencia en el exilio a temer que la verdadera motivación del proyecto sea controlar cualquier intento de oposición política. Si se repitieran las protestas populares que en 1989 llevaron a miles de personas a pedir democracia en la plaza de Tiananmen, el Gobierno podría identificar a los líderes del movimiento en apenas unos minutos gracias a las cámaras de vídeo y presentarse en su casa para llevar a cabo las detenciones. «Es una tecnología que puede utilizarse de forma efectiva para llevar a cabo represión política», según Human Rights in China.
El régimen chino está lejos de enfrentarse a una crisis similar a la de Tiananmen, al menos a corto plazo, pero miles de pequeñas protestas se suceden en las zonas más desfavorecidas del país, algunas de las cuales han puesto en apuros a los gobiernos locales. Las últimas tres décadas de apertura económica han logrado sacar de la pobreza a más de 300 millones de chinos y crear una nueva clase media urbana, concentrada sobre todo en la costa este del país.
Cientos de millones de campesinos y trabajadores de antiguas empresas estatales, sin embargo, sienten que han sido dejados atrás y amenazan la legitimidad de un régimen que llegó al poder en 1949 prometiendo crear la sociedad más igualitaria del mundo.
El Partido Comunista mantenía un control obsesivo sobre la población durante la época de Mao, decidiendo dónde debía vivir cada familia, cuántas veces podía mantener relaciones sexuales un matrimonio o qué trabajo debía ocupar cada miembro de la sociedad. La apertura económica ha traído nuevas libertades sociales y ha permitido a la población emanciparse de sus líderes bajo la condición de que no se inmiscuyan en política. La irrupción de internet y la telefonía móvil han debilitado aún más la capacidad del Gobierno para involucrarse en la vida privada de sus ciudadanos y saber qué están haciendo en cada momento.
Las autoridades niegan que su programa de vigilancia sea un intento de volver al pasado a través de una dictadura tecnológica y aseguran que sus planes forman parte del programa Escudo Dorado, supuestamente ideado para la lucha contra el crimen y el terrorismo (China incluye en este segundo grupo a activistas de las minorías del Tíbet y Xingjiang). El aumento de la delincuencia, una población joven adaptada a las nuevas tecnologías y una arraigada cultura de vigilancia del otro hacen de Shenzhen el lugar ideal para ensayar la versión china de Gran Hermano.
Los centros comerciales situados junto a la estación de tren de Lo Wu venden sistemas de vigilancia a través de cámaras de vídeo por menos de 50 euros. Algunos maridos han empezado a instalarlos en casa para controlar a sus mujeres, hay taxistas que los llevan ocultos en sus coches para evitar atracos y los jefes de las empresas del anillo industrial espían con ellos a sus empleados. El número de cámaras de vigilancia -en manos del Gobierno y de particulares- se ha multiplicado hasta superar el millón, una por cada 12 habitantes.
La joven Daiyu trabaja 13 horas al día en una fábrica de juguetes situada en las afueras de la ciudad. Tiene cinco días de vacaciones al año y un sueldo que no llega a los 100 euros al mes. El pasado mes de marzo varios operarios se presentaron en la fábrica e instalaron cámaras de vigilancia que cubren toda la planta de producción. Los empleados habían protestado días atrás por las condiciones de trabajo, negándose a iniciar la jornada hasta que la dirección ofreciera dos días más de vacaciones al año. La respuesta de los dueños fue llamar a la policía, forzar la reanudación del trabajo y sumarse finalmente a la fiebre de cámaras que ha invadido la ciudad. «Dicen que han puesto las cámaras para evitar que robemos los productos, pero a través de las televisiones lo controlan todo. Incluso cuántas veces vamos al baño», explica Daiyu. Las cámaras han pasado a ser parte del paisaje urbano de Shenzhen y el régimen chino ha decidido que una buena forma de mantenerse en el poder es estar detrás del objetivo. Los responsables del proyecto esperan extenderlo a todo el país una vez se complete la fase de pruebas en la ciudad sureña. Zheng Zhen, el técnico de informática, asegura haber terminado por aceptar que sus movimientos son controlados en cuanto pisa la calle. «Llega un momento en que has olvidado que están ahí, mirándote. Y vives como si las cámaras no estuvieran», dice. Ese es, según las organizaciones disidentes, el objetivo de la dictadura de Pekín: mirar sin ser visto.