Vuelva al Gulag, camarada Solzhenitsin

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‘Yo creo firmemente que, mientras existan personas como Alexandr Solzhenitsin, los campos de concentración subsistirán y deben subsistir. Tal vez deberían estar un poco mejor guardados, a fin de que personas como Solzhenitsin no puedan salir de ellos’.

Con estas palabras recibió el escritor Juan Benet al más famoso disidente ruso cuando visitó España en 1976. Al autor de Archipiélago Gulag, que se había pasado media vida en los campos de concentración soviéticos, se le ocurrió comentar que le sorprendía que en la España de Franco se pudiera viajar libremente, leer la prensa extranjera o hacer fotocopias, cosas todas ellas impensables en la URSS. Los representantes de la izquierda vieron en este comentario una provocación contrarrevolucionaria e insultaron sin piedad al escritor ruso. Pocos han pedido perdón.


Una parte de la izquierda ha sido siempre reacia a sacar sus demonios del armario. Y cuando lo ha hecho, ha sido de una forma tímida bajo la consigna de que no se puede poner en el mismo plano a las dictaduras de izquierdas y de derechas, puesto que las primeras cometieron sus excesos criminales guiadas por principios humanistas de igualdad y solidaridad, mientras que las segundas se sustentan en el egoísmo y en el mal.


Bajo esa aura de superioridad moral, los tiranos del socialismo real como Stalin, Mao Zedong o Pol Pot han gozado de la comprensión de muchos integrantes de la intelectualidad. «Acepto los crímenes de Stalin donde quiera que se cometan», llegó a decir el escritor francés André Malraux, que luego se convertiría en ministro de Interior del conservador Charles de Gaulle.


El dictador ruso fue hasta mucho después de su muerte el principal santón de la izquierda, y, en particular, de sus representantes españoles en el exilio. Nicolás Guillén, Rafael Alberti o Pablo Neruda le dedicaron odas de las que nunca se arrepintieron. El genial escritor chileno de Veinte poemas de amor fue el que más se implicó con la causa. Amigo del sicario estalinista Vittorio Vidalli, ayudó a escapar de México, de donde era cónsul chileno, a David Alfaro Siqueiros, cómplice del intento de asesinato de León Trotski en 1940.


La izquierda oficial española tiene aún pendiente la revisión crítica del papel que jugaron líderes como Dolores Ibárruri La Pasionaria, enlace de la NKVD, la Gestapo soviética, en la brutal depuración, no ya de sus contrincantes fascistas, sino de los que pelearon codo con codo en la Guerra Civil, como anarquistas, socialistas y comunistas del POUM. Pocos se han atrevido a reivindicar la memoria histórica de miles de leales republicanos y de valerosos combatientes soviéticos en las trincheras españolas que acabaron sus vidas en los pútridos gulag. Ni de las decenas de niños de la guerra abandonados a su suerte en zonas remotas de Rusia.


Hasta Pol Pot, el sanguinario líder de los jemeres rojos que acabó con la vida del 20% de la población camboyana, gozó de indulgencia entre algunos intelectuales. «Las muertes en Camboya no fueron el resultado de matanzas y hambrunas sistemáticas, organizadas por el Estado, sino más bien la consecuencia, en gran medida, de ajustes de cuentas entre campesinos, de la actuación de unidades militares indisciplinadas, fuera del control del Gobierno, del hambre y las enfermedades que provocó, directamente, la guerra lanzada por EE UU», escribía en 1980 el estadounidense Noam Chomsky.


El escritor francés Albert Camus puede servir de símbolo de esa revisión crítica. Combatiente contra el nazismo y contra la represión colonial en Argelia, fue de los primeros que se atrevió a levantar la voz contra la dictadura soviética. El Partido Comunista Francés, con Jean Paul Sartre a la cabeza, le crucificó. Hoy, Camus es el más reputado novelista galo. Y de Sartre sólo se valora su labor de pornógrafo.