Aprendí ese diálogo que he tratado de mantener con el mundo, con los hombres, con Dios, con mi mujer, con mis hijos. El respeto de mi padre por las creencias religiosas de mi madre me enseñó desde la infancia a respetar las opciones de los demás.
Nací el 19 de septiembre de 1921, en Recife, Estrada de Encanamento, barrio de la Casa Amarela.
Joaquín Temístocles Freire, de Rio Grande del Norte, oficial de la Policía Militar de Pernambuco, espiritista, aunque no miembro de círculos religiosos, bueno, inteligente, capaz de amar: mi padre.
Edeltrudis Neves Freire, de Pernambuco, católica, dulce, buena, justa: mi madre.
El murió hace mucho tiempo, pero me dejó una huella imborrable. Ella vive y sufre, confía sin cesar en Dios y en su bondad.
Con ellos aprendí ese diálogo que he tratado de mantener con el mundo, con los hombres, con Dios, con mi mujer, con mis hijos. El respeto de mi padre por las creencias religiosas de mi madre me enseñó desde la infancia a respetar las opciones de los demás. Recuerdo aún hoy con qué cariño me escuchó cuando le dije que quería hacer mi primera comunión. Elegí la religión de mi madre y ella me ayudó para que la elección fuese efectiva. Las manos de mi padre no habían sido hechas para golpear a sus hijos, sino para enseñarles a hacer cosas. La crisis económica de 1929 obligó a mi familia a trasladarse hasta Jaboatao, donde parecía menos difícil sobrevivir. Una mañana de abril de 1931 llegábamos a la casa en donde había de vivir experiencias que influirían en mí profundamente.
En Jaboatao perdí a mi padre. En Jaboatao experimenté lo que es el hambre y comprendí el hambre de los demás. En Jaboatao, niño aún, me convertí en un hombre, gracias al dolor y al sufrimiento, que, sin embargo, no me sumergieron en las sombras de la desesperación. En Jaboatao jugué a la pelota con los niños del pueblo. Nadé en el río y tuve mi primera iluminación: un día contemplé a una niña desnuda. Ella me miró y se puso a reír… En Jaboatao, cuando tenía diez años, comencé a pensar que en el mundo había muchas cosas que no marchaban bien. Y aunque era un chiquillo, empecé a preguntarme qué podía hacer yo para ayudar a los hombres.
No sin dificultades pasé mi examen de admisión en la escuela secundaria. Tenía quince años y aún escribía ratón con dos «rr». A los veinte años, sin embargo, en la Facultad de Derecho, había leído ya las Soroès gramaticaes, de Carneiro Ribeiro; la Réplica y la Tréplica, de Rui Barbosa, y algunos gramáticos portugueses y brasileños; y ya empezaba a iniciarme en el estudio de la filosofía y de la psicología del lenguaje, al tiempo que llegaba a ser profesor de portugués en la escuela secundaria. Empezaba entonces la lectura de algunas obras básicas de la literatura brasileña y de otras obras extranjeras.
Como profesor de portugués satisfacía el gusto particular que siempre he experimentado por los estudios que se relacionan en mi lengua, al mismo tiempo que ayudaba a mis hermanos mayores en el sostenimiento de la familia.
En esta época, a causa de la distancia (distancia que en mi ingenuidad no podía comprender), entre la vida, el compromiso que ésta exige y lo que dicen los sacerdotes en los sermones del domingo, me alejé de la Iglesia (no de Dios) durante un año, con gran tristeza de mi madre. Volví a ella gracias, sobre todo, a las lecturas de Tristán de Ataide, del que siempre me acuerdo, y por el que he experimentado desde entonces una admiración sin límites.
Al mismo tiempo que Ataide, leía a Maritain, Bernanos, Mounier y otros.
Como tenía una irresistible vocación de padre de familia, me casé a los veintitrés años, en 1944, con Elza Maía Costa Oliveira de Recife, hoy Elza Freire, católica como yo. Con ella continué el diálogo que había aprendido con mis padres. Tuvimos cinco hijos. Tres niñas y dos muchachos, gracias a los cuales el campo de nuestro diálogo se amplió.
Debo mucho a Elza, profesora de primaria, y después, directora de escuela. Su valor, su comprensión, su capacidad de amar, su interés por todo lo que hago, la ayuda que jamás me ha rehusado y que ni siquiera tengo necesidad de pedir, me ha sostenido siempre en las situaciones más problemáticas. Fue precisamente a partir de mi matrimonio cuando empecé a interesarme de una manera sistemática por los problemas de la educación. Estudiaba más la educación, la filosofía y la sociología de la educación que el derecho, disciplina en la cual apenas si era un estudiante mediocre.
Licenciado en Derecho en la Universidad que hoy se llama Federal de Pernambuco, traté de trabajar con dos colegas. Abandoné el Derecho después de la primera causa: un asunto de deudas. Tras hablar con el joven dentista, deudor tímido y vacilante, lo dejé ir en paz: que se pase sin mí, que prescinda del abogado, ¡me sentía muy contento de no serlo en adelante!
Trabajando en un departamento de Servicio Social, aunque de tipo asistencial (SESI), reanudé mi diálogo con el pueblo siendo ya un hombre. Como director del Departamento de Educación y de Cultura del SESI de Pernambuco, y después, en la Superintendencia, de 1946 a1954, hice las primeras experiencias que me conducirían más tarde al método que inicié en 1961. Eso tuvo lugar en el Movimiento de Cultura Popular de Recife, uno de cuyos fundadores fui, y que más tarde se continuó en el Servicio de Extensión Cultural de la Universidad de Recife, del que me correspondió ser el primer director.
El golpe de Estado (1964) no solamente detuvo todo el esfuerzo que hicimos en el campo de la educación de adultos y de la cultura popular, sino que me llevó a la prisión por cerca de setenta días (con muchos otros comprometidos en el mismo esfuerzo). Se me sometió durante cuatro días a interrogatorios, que continuaron después en el IPM de Río. Me libré refugiándome en la Embajada de Bolivia en septiembre de 1964. En la mayor parte de los interrogatorios a los que se me sometió lo que se quería probar, además de mi «ignorancia absoluta» (como si hubiera una ignorancia absoluta o una sabiduría absoluta; ésta no existe sino en Dios), lo que se quería probar, repito, era el peligro que yo representaba.
Se me consideró como un «subversivo intencional», un «traidor de Cristo y del pueblo brasileño». «¿Niega usted, preguntaba uno de los jueces, que su método es semejante al de Stalin, Hitler, Perón y Mussolini? ¿Niega usted que con su pretendido método lo que quiere es hacer bolchevique al país…?»
Lo que aparecía muy claramente en toda esta experiencia, de la que salí sin odio ni desesperación, era que una ola amenazante de irracionalismo nos había invadido: forma o distorsión patológica de la conciencia ingenua, peligrosa en extremo a causa de la falta de amor que la alimenta, a causa de la mística que la anima.
Del libro: «El mensaje de Paulo Freire. Teoría y práctica de la liberación».