«Aquí no sois conscientes de las condiciones en que se fabrica ese iPhone».

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«El mundo se ha convertido en una especie de fábrica globalizada donde cada lugar hace una cosa muy puntual, desconociendo totalmente lo que se ha hecho antes o se va a hacer después. Esto que tenemos delante de nosotros ‘el iPhone’ se ha hecho en China… ¿en qué condiciones? Pues las que puedes imaginar».

Hablamos con un líder sindical y una investigadora social del sector tecnológico en Malasia. Explotación: «Es muy frecuente que los trabajadores tengan ataques de histeria». ¿Cuánto más estamos dispuestos a pagar para que nuestro consumo no explote a nadie?

Planta de producción del iPhone en China, que como Malasia, se ha convertido en la fábrica electrónica de occidente (AP)

La conversación con el sindicalista Bala Krishnan y la investigadora Pathma Krishnan para este artículo se graba con un iPhone. Ellos, claro, lo identifican desde el principio, aunque el asunto no surge hasta mucho después. Bala y Pathma comparten apellido (no parentesco) y viajes; se encuentran con frecuencia con trabajadores o voluntarios de organizaciones sociales occidentales, periodistas, personas atentas a sus palabras, sensibles al problema que denuncian.

Pero se da la circunstancia de que incluso esas personas usan, usamos, dispositivos como una impresora HP, una videoconsola como puede ser la Xbox o un teléfono de Nokia o Siemens, todos fabricados parcialmente en condiciones laborales abusivas que ellos han investigado en países como Malasia y que ahora denuncian.

P. Vaya paradoja, estar grabándoles con un iPhone…

Bala K. Aquí no sois conscientes de las condiciones en las que están fabricados productos como éste. Mi país es un centro neurálgico de la electrónica, donde se fabrican por ejemplo muchos de los discos duros o memoria RAM que usan los ordenadores; pero sobre todo se elaboran componentes. Nos llega material de alta tecnología, quizá ya usado, y nosotros los ‘limpiamos’ con disolventes tóxicos, luego se insertan si procede y quizá después se exportan a otro país para seguir con la cadena de montaje. El mundo se ha convertido en una especie de fábrica globalizada donde cada lugar hace una cosa muy puntual, desconociendo totalmente lo que se ha hecho antes o se va a hacer después. Esto que tenemos delante de nosotros [el iPhone] se ha hecho en China… ¿en qué condiciones? Pues las que puedes imaginar.

Y si no se pueden imaginar se pueden consultar en varias investigaciones periodísticas que retratan situaciones de absoluto maltrato laboral hasta el punto de producirse una cadena de suicidios, concretamente en la fábrica china de Foxconn, la empresa que trabaja para Apple; como se cuenta en este excelente reportaje sobre el presidente de la compañía (en inglés), se han instalado redes alrededor del edificio para amortiguar la caída en futuras tentativas.

¿Qué hacemos? ¿Dejamos de comprar teléfonos, ordenadores, videojuegos?

“No se trata de eso, porque a día de hoy es imposible comprar un producto de este tipo que sea sostenible o respetuoso con los derechos humanos en todo su proceso de producción”, nos dice Annie Yumi Joh, directora de campañas de Setem. La pregunta sería quizá cuánto más estaríamos dispuestos a pagar para que nuestro consumo no explote a nadie. Yumi nos ofrece un paralelismo con la industria textil: “según nuestras investigaciones y cálculos, unas zapatillas Nike que cuesten 100 euros podrían costar 103€ si se respetaran los manufactureros que las producen”, aunque sería necesario también que se redujera el margen de beneficio de la marca.

Bala nos dibuja sobre un papel el sistema de producción en la mayoría de los fabricantes en Malasia: una cinta transportadora va pasando por delante de una fila de trabajadores, la mayoría mujeres, y hay un tiempo determinado para completar tu actividad asignada. “Si al final del turno de 12 horas ha dado tiempo de hacer, por ejemplo, 1.000 unidades, al día siguiente el objetivo se pone en 1.200. Si no se cumple el objetivo, el trabajador es penalizado”, nos cuenta. “Eso genera a medio plazo crisis nerviosas de todo tipo. Es muy frecuente que los trabajadores tengan ataques de histeria, pura histeria, que son llamativas porque la persona empieza a hiperventilar y pierde la noción de todo”, víctima del estrés. “Los empresarios ni siquiera llaman al médico; si es una crisis muy continuada, todo se achaca a que esa persona ha sido poseída por un espíritu o algo así”, asegura Bala compartiendo su estupefacción. “Sí, sí… dicen que tienes un espíritu maligno dentro y, con esa excusa, te echan”.

El punto de partida y de expansión es la isla malaya de Penang, donde en 1972 se establecieron cuatro compañías de electrónica que daban trabajo a 500 personas. Casi cuarenta años después, en Malasia hay 1.500 empresas donde al menos 600.000 personas aportan su mano de obra a esta imparable cadena de producción. Aproximadamente la mitad son inmigrantes extranjeros, procedentes de países vecinos como Nepal, Bangladesh, Indonesia, Camboya o Birmania. Con el fin de abaratar aún más los costes, los fabricantes han multiplicado la contratación de inmigrantes, cuya presencia se ha ido multiplicado de año en año: sólo en 2007, incrementó un 72% con respecto al año anterior, según datos del parlamento nacional malayo.

P. ¿No produce este fenómeno un sentimiento de xenofobia o de protección nacional entre la clase trabajadora local?

Bala K. Sí, y eso empeora las cosas. Al principio incluso se produjo entre los sindicatos, que tanto habían luchado por el trabajo de los malayos, la lucha por unas condiciones decentes y derechos como el principio de antigüedad o la negociación colectiva… La llegada de trabajadores inmigrantes puso en peligro las condiciones laborales que tanto había costado conseguir. Pero al final, nuestra conciencia es la de la protección del trabajador, sea malayo o extranjero. Estamos absolutamente en contra de la explotación de la mano de obra, tanto local como extranjera.

Las agencias de contratación de encargan de todo. Los captan en sus países de origen, les prometen unas condiciones laborales que nunca tendrán, les piden dinero por ello, les hacen firmar unos contratos en inglés que no saben leer y, de propina, les piden que firmen también un par de hojas en blanco, nos cuenta Pathma. Endeudados hasta las cejas para poder hacer el viaje, los trabajadores llegan a Malasia y lo primero que hace la agencia de contratación es quitarles el pasaporte; si lo quieren, tendrán que pagar una fianza de 120 a 800€ que por supuesto no pueden afrontar. Se les amenaza con destruir el pasaporte si se les ocurre quejarse demasiado, algo que les dejaría en situación de ilegalidad en Malasia a todos los efectos. “En sus contratos también está estipulado que no pueden unirse a sindicatos”, dice Pathma Krishnan.

Las condiciones de insalubridad de las empresas se trasladan también a las residencias donde les procuran alojo. “En apartamento pequeño, con un sólo baño, meten a 12 o 15 personas, con un colchón y una almohada cada uno”. Hace tres semanas, según el testimonio de Pathma Krishnan, un trabajador nepalí que estuvo trabajando muy enfermo durante dos días; tanto la empresa como la agencia de contratación se negaron a llevarle al hospital. Dos días después, este chico se desmayó, y ante la insistencia de los compañeros, se le llevó finalmente al hospital, donde murió, probablemente de dengue o alguna fiebre tropical común.

“Las empresas europeas que presumen de códigos de conducta en sus informes deberían también contar lo que permiten a sus proveedores o subcontratas hacer en países como el mío”, dice Krishnan en la línea de lo que pide la campaña puesta en marcha por decenas de organizaciones europeas para que el parlamento europeo permita que las compañías de la UE sean responsables legales de lo que ocurre en la cadena de producción de sus productos y para que las administraciones sean ejemplo apliquen el comercio justo a sus compras electrónicas.