El portavoz de la asociación profesional de Inspectores de Hacienda del Estado, Francisco de la Torre, ha afirmado recientemente que, de no ser por la economía sumergida, en nuestro país ya se habría producido una grave explosión social.
Se trata sin duda de una hipótesis muy creíble. Ahora bien, si se quieren hallar los motivos por los que la economía sumergida podría estar ahogando una encolerizada sublevación ciudadana, cabe enfocar la realidad de varias formas, esencialmente de dos, aun cuando se reconozcan como ciertos los mismos hechos. Que se haga hincapié en uno o en otro enfoque depende de si se desea que la ira en contra de la injusticia por fin estalle o si se persigue, por el contrario, que la sociedad continúe anestesiada para facilitar los próximos capítulos de demolición del Estado de Bienestar.
Es posible, de esta manera, apreciar el crecimiento de la economía sumergida, que en España se suele cifrar en más del 20 % del total de producción de bienes y servicios, en la medida en que supone una tabla de salvación para miles de personas y de familias que, sin ella, perecerían de inanición o al menos caerían en la mendicidad. Exhibiendo el trillado, repugnante y siempre reaccionario valor del «mal menor» se estima que, al menos y en tanto las cosas no mejoren, la economía irregular permite a no pocos sobrevivir, y sobrevivir, claro, no es poca cosa. Esta argumentación respaldaba, por ejemplo, la declaración hace meses de la ex presidenta del INE, Carmen Alcaide, quien aseguraba que es necesario e incluso recomendable un volumen determinado, bien que controlado, de economía sumergida que sirva de válvula de escape, colchón social y estimule al mismo tiempo la competencia en el conjunto del sistema.
Aparte del estremecimiento que provoca escuchar a quien ocupó cargo institucional tan elevado justificando el fraude y el saqueo de riqueza pública y de derechos sociales (¿pues qué ocurriría si un juez del Tribunal Supremo asegurase que resulta vivificador para las relaciones personales un porcentaje determinado de violaciones, homicidios o abusos de menores?), salta a la vista que la realidad que se oculta en discursos como el anterior es la que de verdad se desea. Y es que la economía sumergida constituye un submundo de esclavitud, el paraíso para nuestra patronal, en el que miles de seres humanos sin derechos han de aceptar las condiciones de explotación que se les impongan, por duras que sean, a cambio de, simplemente, sobrevivir. Cierto es que la economía sumergida es más, y que también en ella se ocultan caraduras que eluden el fisco y completan con beneficios extra sus ingresos declarados, todo lo cual redunda en perjuicio del conjunto de la sociedad. Ésta es la parte de perversión, no obstante, que al menos de manera oficial se repudia y se dice censurar (asunto bien distinto es lo que en la práctica se hace por atajarlo). Pero su efecto más devastador es el de presionar sobre la totalidad de la sociedad para suprimir derechos y atrapar a cada vez más sectores de la clase trabajadora en las redes de la servidumbre. Hay una trampa obscena en la afirmación de que un cierto grado de indulgencia en este terreno permitirá a quien se haya quedado sin siquiera la ayuda de 426 euros recibir unos ingresos con los que comer, porque es cabalmente el desempleo y la carencia de ayudas públicas de subsistencia la que empuja a buscar en la servidumbre los recursos con los que siquiera comer. Y se le entrega, y se sabe que se le entrega, a los esclavistas, que son casualmente quienes defraudan a Hacienda y quienes especulan con la riqueza de todos, un ejército de reserva subterráneo que, a su vez, se detrae de la capacidad de lucha y resistencia del conjunto de la clase trabajadora.
Hasta aquí, sin embargo, nada de cuanto se ha dicho es desconocido para cualquier ciudadano simplemente bien informado. Lo que para muchos quizá pueda constituir una sorpresa es hasta qué punto la economía sumergida forma parte de nuestra existencia cotidiana, cómo se mezcla con la economía «regulada» y con qué naturalidad se mueven en una y en otra simultáneamente las mismas empresas. Constatarlo reforzará la convicción de que el problema no radica en que los poderes públicos no hagan lo suficiente por acabar con esta lacra, sino en que deliberadamente la nutran y la protejan. La economía sumergida es un pilar imprescindible para acometer la gran transformación de nuestras sociedades en comunidades aherrojadas por poderes feudales, sofocando de paso el riesgo de revolución social.
Cuando un ciudadano común trata de representarse lo que la economía sumergida es, piensa por ejemplo en trabajadoras inmigrantes sometidas a condiciones salvajes de explotación en la recogida de la fresa, la ve en los grupos de jóvenes –en general, también inmigrantes- con los que puede encontrarse junto a estaciones de metro y cualesquiera esquinas de nuestras ciudades aguardando a que un hombre en una furgoneta los recoja para llevarlos al tajo, o se acuerda del fontanero y el albañil que le hicieron una chapuza en casa sin emitir factura.
Hay, no obstante, un sector de nueva economía sumergida del que no se habla tanto pero que se expande a tal velocidad que en pocos años podría terminar por convertirse en la forma de vida permanente de la mayoría de los trabajadores de nuestro país. Su particularidad reside en que se desarrolla a la vista de todos y en que a él van ingresando, sin que parezca que nos inquiete, nuestros hijos, los hijos de nuestros vecinos y, puede que no tardando mucho, nosotros mismos, si es que no hemos sucumbido ya. Caminamos a paso de gigante hacia una sociedad en la que lo residual será la parte de trabajadores con derechos, por pocos que éstos sean. Es el trabajo «libre», cada día en mayor medida, la excepción, y por ello mismo fácilmente calificable de «privilegiado» por la propaganda al uso en los grandes medios de comunicación. La esclavitud es la norma, o acabará siéndolo en menos tiempo del que nos imaginamos.
Los profesionales de la Agencia Tributaria, por ejemplo, e imagino que igual los de otras administraciones que desempeñan funciones públicas similares, recibimos cada día en nuestras oficinas, desde hace años, a los nuevos esclavos. No resalta su condición en la actualidad por su forma de vestir ni por su manera de conducirse entre nosotros; somos o seremos, en realidad, nosotros mismos; todos podemos pasar de un lado a otro de la frontera en cualquier momento.
Existe una figura muy conocida que refleja bien el supuesto de explotación al que me refiero. Se los encontrarán ustedes con frecuencia, seguramente han visitado más de una vez su casa. Hablo de esos jóvenes –y en ocasiones no tan jóvenes- que llaman a nuestra puerta y nos solicitan ver las facturas de gastos domésticos para asesorarnos acerca de las posibilidades prodigiosas de ahorro de que disponemos si cambiamos de compañía eléctrica o de gas. ¿Se han preguntado alguna vez cuáles son las condiciones laborales de estos tenaces representantes comerciales?
Por supuesto, ninguno de ellos dispone de contrato de trabajo ni propiamente salario; trabajan a comisión. Son reclutados por grandes compañías, con frecuencia a través de empresas de servicios interpuestas. Se les obliga a darse de alta como profesionales por cuenta propia (en el epígrafe del Impuesto de Actividades Económicas 599 de la sección segunda, Otros profesionales relacionados con el comercio, que, a diferencia del epígrafe de Agentes Comerciales, no obliga ni siquiera a colegiación), pero en la inmensa mayoría de los casos no están dados de alta en el Régimen Especial de Autónomos de la Seguridad Social (dados sus emolumentos, es difícil que puedan correr con el pago mensual correspondiente, y además, de hecho, las propias empresas les aseguran indebidamente al contratarlos que no han de pagar cotización social alguna). Es decir, no cotizan a la Seguridad Social ni, consecuentemente, gozan de ningún tipo de protección, pero no contabilizan como economía sumergida puesto que están dados de alta en la Agencia Tributaria.
Es algo que se sabe. Si se cruzaran las bases de datos informatizadas de actividades económicas de la Tesorería de la Seguridad Social y de la Agencia Tributaria –lo que, por cierto, se aprobó como una de las medidas del último Plan Integral de Prevención del Fraude en Consejo de Ministros de 5 de marzo de 2010 pero no se ha llevado a la práctica- estarían todos los casos detectados al instante. Con comprobar los pagadores se podrían poner en marcha los procedimientos pertinentes de sanción a las empresas por vulneración masiva de derechos laborales. Y tal forma de intervenir, sobre la totalidad, sería la única posible; las denuncias individuales harían caer toda la responsabilidad legal sobre los trabajadores, puesto que no existe relación contractual laboral; se castigaría a las víctimas de la estafa.
No menos desolador resulta el mecanismo que las compañías utilizan para reclutar a estos comisionistas. Se les ofrece un periodo de prueba, en general de un mes, en el que deben conseguir cerrar un número mínimo de contratos –diez, por ejemplo-. Si pasado el mes, el candidato solamente cierra ocho o nueve contratos, la empresa no le paga nada (o, como mucho, le paga una cuantía exigua por las molestias), pero naturalmente se queda con los contratos conseguidos. O no del todo. Porque si el candidato fue captado por otro comisionista, las comisiones de los contratos de aquél se las reparten la empresa y el captador. Lo que conduce a un sistema de estafa piramidal clásico, en el que los «fracasados» trabajan gratis durante un mes (¿cuántos miles de contratos de quienes no alcanzaron el mínimo acumulan las empresas sin haber pagado ni un céntimo a cambio?) y los «triunfadores» entran en una dinámica de rivalidad delirante que les impulsará, no sólo a lograr el mayor número de contratos, sino a captar a otros comisionistas con el deseo de que fracasen para arrebatarles las comisiones de sus contratos.
En una administración media de la Agencia Tributaria en Madrid pueden estar dándose de alta del orden de diez a veinte «profesionales» de este tipo a la semana. Sumen todas las administraciones de la comunidad autónoma, todas las del Estado. Añadan otras muchas figuras nuevas: administrativos contratados también como profesionales autónomos, los llamados «coordinadores de transportes» (en realidad, trabajadores de empresas de logística que reciben y distribuyen encargos por teléfono pero que carecen de contrato laboral), incluso camareros autónomos (a los que, siguiendo una consulta de la Dirección General de Tributos publicada en la página web de la Agencia Tributaria, se obliga a darse de alta como Otros profesionales relacionados con la hostelería, epígrafe 799 de la sección segunda del IAE).
¿De cuántos hablamos? ¿De qué proporción? Se da la circunstancia paradójica de que, al esconderse en fórmulas legales de trabajo por cuenta propia lo que en realidad son relaciones de dependencia laboral aunque sin derechos reconocidos, no forman parte de la cuantía calculada en ningún estudio como economía sumergida pero que, justamente por ello, constan en registros públicos. Bastaría con tomar la decisión política y administrativa pertinente para hacer desaparecer estas formas de explotación y actuar contra los explotadores. Sobra aclarar que son ciudadanos sin derechos cívicos reales de protesta y reivindicación, por no hablar del derecho de huelga. Aparte de que su conciencia social se encuentra triturada por la urgencia de acabar con los rivales de la misma condición para sobrevivir, lo que estrangula todas las vías de solidaridad.
A nadie se le escapa que la organización social es abrumadoramente difícil en esta área de nuestra realidad más próxima. Pero ahí está. O la afrontamos, para lo cual es imprescindible comprender que debemos afrontarla, por lo menos, o nos aplastará a todos, más tarde o más temprano.