No se quedaría callado, desde luego

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Hace hoy 200 años que el más leído de los novelistas ingleses, Charles Dickens, nacía en Portsmouth para llevar una vida tan dickensiana como sus obras.

Plena de sinsabores y felicidades, con infancias robadas e inocencias incólumes y un cáustico escepticismo inseparable de una ilusión sonriente, como leemos en la más autobiográfica de sus obras: David Copperfield. Todo ello hilvanado por una virtud que me temo hace mucho que perdimos: una inmensa ternura por el desdichado. Por eso a su muerte, alguien pudo escribir anónimamente como epitafio sucinto: «Amó al pobre, miserable y oprimido».

Y su vida y obra no fueron en absoluto estériles: gracias a sus novelas por entregas que iba publicando semanalmente en periódicos como Household Words y All the Year Round con sus miles de lectores londinenses, Inglaterra fue tomando en sus diversos estamentos conciencia crítica de los graves excesos de la Primera Industrialización en el plano social, laboral y medioambiental. Y los mecanismos correctores que los dramas tragicómicos de Dickens solicitaban, hicieron que a la postre fallara la profecía de Marx sobre que Inglaterra sería la pionera y adalid de la revolución proletaria. Pocas veces una literatura tan llena de buenos sentimientos como conocedora del mal en todas sus formas y siempre ligada a la realidad, ha tenido tanta dimensión política y transformadora. Y ello a través de un periodismo que le daba eco y que se iba convirtiendo en un cuarto poder sin el cual no se puede comprender el gran secreto social y político de Inglaterra. Para Dickens, en cierta manera, la buena literatura era la política por otros medios, esta vez impresos.

Así las cosas, cabe preguntarnos en este bicentenario que cae en tiempos poco vivideros qué podría enseñarnos el autor de Grandes esperanzas, a sabiendas de que entre él y nosotros media una diferencia difícilmente salvable: la que hay entre un autor medularmente cristiano y un mundo nuestro tan secularizado. No obstante ello, creo que nuestro común amigo nos diría, ante nuestro Desastre del 12, algunas cosas muy necesarias sobre las nuevas formas de desdicha laboral y la podredumbre de nuestro sistema financiero, por ejemplo. Al fin y al cabo, como escribió en La pequeña Dorrit: «Cada fracaso le enseña al hombre algo que necesitaba aprender».

Sobre la desdicha en el mundo del trabajo, que aparece encarnada en su inocencia y desamparo en Stephen Blackpool y Rachael, la pareja de operarios en los telares de Coketown en Tiempos difíciles, o en Lizzie Hexam, la hija del pescador de cadáveres del Támesis en Nuestro común amigo, Dickens se quedaría estupefacto ante nuestra calamidad laboral. Y lo primero que nos plantearía a la vista de nuestra tasa de desempleo y ese fatídico horizonte de seis millones de desempleados, es si realmente nos percatamos de que el número de desempleados en la Alemania de Weimar de 1932 era de cinco millones de alemanes sobre una población estimada de 67 millones de habitantes. Sería uno de esos golpes de realidad implacables tan dickensianos que nuestro autor nos espetaría como aviso a los navegantes y uno de esos hechos («facts, facts») incontestables que quería el ideal empírico de la escuela de Mr. Gradgrind según el memorable comienzo de Tiempos difíciles. No fuera a ser que nos estuviéramos acostumbrando a no querer ver la verdadera dimensión -y amenazas larvadas- de la tragedia de nuestro mercado de trabajo (?), que coincide, además, con una grave crisis institucional.

También nos destacaría cómo el fenómeno de la desdicha -«siempre pagamos los mismos», exclamará resignado el viejo Stephen al ser despedido- se traslada ahora desde el puesto de trabajo a la ausencia del mismo, de la fábrica al domicilio del desempleado. En la desintegración y atomización del parado, desgajado de los arraigos sociales que confieren los grupos de trabajo y que hacían la vida mínimamente vivible incluso en los arrabales de Coketown, vería nuestro autor una cristalización del nuevo perfil del desdichado. El cual resulta invisible para nosotros -seres con trabajo- pues está donde no esta nadie, retraído de la esfera pública laboral. De ahí que nos resulte bien difícil tomar conciencia de la «desdicha desempleada» y poder seguir así el postulado de Simone Weil -tan dickensiana ella- cuando escribe: «Aquellos que son desgraciados no necesitan nada en este mundo salvo gente capaz de darles su atención». Y el trabajo es una forma específica y eminente de atención: justo lo que se le niega.

Por eso mismo, creo que si Dickens reviviera escribiría con toda su empatía y ternura la gran novela sobre el desempleo con su nueva forma sutil pero sumamente doliente de desdicha, en este nuevo «struggle for life» que él tanto temía por su vivencia en carne propia del darwinismo social londinense. Y desde luego que se rebelaría contra la reducción a meros números y estadísticas de los desempleados, tal y cómo hace nuestra burocracia y discurso político dominantes como si siguieran al pie de la letra la caracterización de Mr. Gradgring, símbolo del utilitarismo de Stuart Mills, que se nos muestra al comienzo del capitulo segundo de Tiempos difíciles: «Soy un hombre de realidades. Un hombre de hechos y cálculos (…) listo para pesar y medir cualquier parcela humana y de decirle exactamente hasta dónde llega (…) Es una simple cuestión de cifras, un caso de pura aritmética». Dickens sabía muy bien que la estadística era una forma refinada e indolora de borrar la desdicha.

Pero no menor sería -me temo- su arrebato contra nuestro establishment financiero. Nunca cejaría de recordarnos, frente a quienes dan la batalla del olvido con la dormidera de la Liga de Fútbol o de la Fórmula 1, que el origen de nuestra crisis y de tantos dolores se ha debido en parte sustancial a la catastrófica e inmoral gestión de nuestro sistema financiero, que se reputaba como sólido y admirable. Exactamente con la misma respetabilidad y reputación con que se nos presentaba el banquero Bounderby en la primera parte de Tiempos difíciles, hasta que el lector descubría capítulos después su verdadera calaña, impericia y sentido sensual del dinero.

Nuestro autor se documentaría al respecto de lo sucedido con nuestros bancos y cajas; esto es, de sus 800.000 millones de euros de deuda, los 120.000 millones recibidos (12% del PIB en diciembre último), los sueldos y planes de jubilación de sus directivos, el escándalo cotidiano de las participaciones preferentes, los Eres previstos, etcétera. Y por supuesto no se quedaría mudo. Y sospecho que diría exasperado que por aquí todo ha sido un inmenso Lehman Brothers, y que la actual jactancia y negarse a reconocer los hechos por parte de los Consejos de Administración no es sino la réplica exacta de su personaje financiero en Tiempos difíciles, Josiah Bounderby, que no se rendía ni ante la evidencia: y así le fue. Justo lo que acaba de recordarnos Willem Buiter -economista jefe de Citigroup- cuando resaltaba que la verdadera situación y toxicidad de los bancos y cajas han sido «un área de negación para las autoridades españolas durante años».

Tras lo cual, escribiría nuestro autor con mucha ironía sobre el espectáculo que han dado hace bien poco los presidentes de los dos grandes bancos españoles al presentar sus respectivos balances (que por supuesto ya nadie se cree) y decir ambos que están sin problemas, mientras el Pepito Grillo de sus cotizaciones bursátiles les dejaba en pura evidencia. No, desde luego que Dickens no se callaría.

En un rincón de la abadía de Westminster, en el Poets’ Corner, se encuentra una lápida con esta inscripción: «Charles Dickens: Born 7th february 1812. Died 9th june 1870». Uno añadiría como epitafio de nuestro gran hombre aquel bello final de Tiempos difíciles, donde, tras enumerar algunas esperanzas muy deseables, nos interpela cordialmente: «¡Querido lector! Será responsabilidad tuya y mía si, en nuestros respectivos campos de acción, ocurren o no cosas semejantes. ¡Hagamos que sucedan! Nos sentaremos ante la chimenea de nuestro hogar con el corazón más ligero, mientras de manera inevitable los rescoldos de nuestro fuego se convierten en cenizas grises y frías». Para eso me parece que escribía y sigue escribiendo Dickens: para que nos demos por aludidos.

* Profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares