El testimonio de personas y comunidades nos hace caer en la cuenta de que la Iglesia se ha encontrado y se encuentra perseguida. Es parte de su ser. “Como a mí me han perseguido os perseguirán también a vosotros” (Jn 15, 20). Estas palabras de Jesús a sus discípulos se han cumplido en la historia y hoy se están cumpliendo.
Una vista rápida por el mundo nos hace caer en la cuenta de cómo existen aun muchos países en donde los cristianos son perseguidos y no se respeta el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”.
De este modo la Iglesia puede presentar lo mejor que tiene: a los mártires. “Martirio” significa originariamente testimonio; el mártir es, por tanto, un testigo. El sentido preciso que a partir del siglo II adquirirán estas palabras debe entenderse a la luz del testimonio del mismo Jesús y de los cristianos sobre El. El mártir es testigo del Evangelio, de Jesucristo, de la Palabra hecha carne (Jn 1,14). El martirio es un signo elocuente de la verdad del cristianismo; es, podemos decir, como un control de calidad.
Los mártires acreditan con su vida la Realidad y Verdad de lo que creen y esperan, desenmascarando la tentación de convertir las realidades creídas en palabras, interpretaciones, ideas, símbolos o proyecciones. El amor se prueba en la capacidad de padecer por la persona amada, ya que el amor verdadero se verifica con el sufrimiento real. Con palabras del Evangelio: «Nadie tiene amor mayor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
El creyente muestra su autenticidad en la medida en que está dispuesto a cargar con la persecución y la cruz, ya que la fe es la aceptación de Dios no sólo por el asentimiento de la mente o los sentimientos del corazón, sino sobre todo con la fidelidad en el espesor de la vida (cf IPe 1,6-9). El cristiano aguarda la vida eterna; pues bien, el mártir apuesta radicalmente su existencia por lo que espera, apoyándose en la promesa de Dios.
El mártir certifica con su sangre la verdad y el valor de los mandamientos divinos que señalan el norte de su vida, sin caer en la indiferencia, los subterfugios, los intereses o el cinismo. La misma Iglesia atestigua el misterio que la sustenta a través del martirio de sus hijos. El martirio es así prueba y crisol de la autenticidad de los cristianos y de la consistencia del acontecimiento de Jesucristo. El martirio purifica, perfecciona y lleva a la suprema maduración a los discípulos de Jesús.
Existe una relación íntima entre verdad sobre Dios y el hombre, valor para seguirla, libertad auténtica de la persona y plenitud de sus aspiraciones más hondas. Las razones para vivir y para morir, para trabajar y amar, en realidad son las mismas. En cambio, si se apodera del hombre lo que Benedicto XVI ha llamado «dictadura del relativismo», nada le merecería realmente el esfuerzo, la esperanza, la dedicación de la vida. Todo quedaría devaluado en sí mismo y en la estimación de los hombres; el relativismo corroe la verdad, los valores, la dignidad humana.
En este contexto se comprende por qué el martirio es como una prueba de contraste para apreciar la autenticidad de las cosas y de las orientaciones vitales. Porque hay Alguien, a saber, Dios, y algo, a saber, la Vida eterna, podemos vivir sacrificadamente, generosamente, entregando la vida temporal por los demás; el cristiano puesto ante la alternativa de “salvar la piel” o “salvar el alma”, elige dar la vida por Jesús y el Evangelio.
* «Corresponsable del curso fe y cultura del Aula Malagón-Rovirosa sobre Iglesia Perseguida»