Pascal Bedros testimonia la persecución que sufre la comunidad cristiana en Alepo
Está en Roma para pasar unos días con otros focolarinos (pertenecientes al movimiento eclesial dentro de la Iglesia católica) del mundo y descansar. Para dormir una noche entera sin sobresaltos, sin el sonido de las bombas interrumpiendo un sueño que, desde hace casi cinco años, no es ni mucho menos profundo. Pascal Bedros es libanés, pero vive desde 2009 en Alepo, una ciudad, dice, «en la que los civiles no saben muchas veces ni a quién pertenecen las bombas que caen del cielo».
Alepo es una ciudad dividida, una suerte de Barcelona o Madrid donde vivían más de dos millones de personas y donde ahora los diferentes frentes han trazado unas líneas rojas infranqueables para la mayoría de la población.
Quienes no han huido están a merced de diferentes facciones: desde efectivos gubernamentales hasta brigadas rebeldes, yihadistas e incluso del Estado Islámico.
«Los sirios, los alepinos, jamás hubieran pensado en abandonar sus casas. Alepo era el pulmón industrial de Siria. Se vivía bien», recuerda. «Era una ciudad preciosa, con una rica cultura, donde los musulmanes convivían con los cristianos en paz».
Se estima que es una de las poblaciones más devastadas por la guerra, con un nivel de destrucción solo por detrás de la ciudad de Homs. Las personas son irrecuperables, pero este consagrado de los focolares también habla del sentimiento de devastación deja consigo: «El pueblo de Alepo sufre porque siente que cada piedra que cae supone perder una parte de su historia».
«La de Siria no es una guerra de religiones. La prueba es que los musulmanes son las primeras víctimas del ISIS
Han llegado a vivir más de un mes sin agua y tienen, con suerte, unas horas de electricidad al día. La falta de trabajo ha llenado de padres de familia las filas de Cáritas en la que era la ciudad más rica de Siria, un país sin deuda externa.
Los que podían han sobrevivido estirando al extremo los ahorros de to da una vida. Los que no, han huido poniendo en riesgo sus vidas engrosando la abultada cifra de refugiados en el mundo. Se calcula que hoy en día una de cada 122 personas es refugiada.
Pascal ha visto marcharse a muchos: «Que se vayan tus familiares es como si les viera morir. Para los niños es mucho más traumático». Y aclara: «Ninguna persona se marcha feliz de Siria». Ha sabido de personas que han sido bien acogidas en diferentes países, pero también de otras que han sufrido maltrato y abuso o, tristemente, ni siquiera han conseguido llegar a un destino.
«Lo mejor que se puede hacer por un sirio es ayudarle a que se quede en Siria».
El ISIS busca erradicarlos
En opinión de este cristiano, las bombas de Rusia, Estados Unidos, Francia, Turquía o Jordania ayudan poco o nada a este fin. Pascal se toma unos segundos antes de responder sobre qué le parecen estas intervenciones y sentencia:
«¿Cómo se puede creer que lanzar bombas del cielo puede darnos la paz?». A ese mismo cielo del que cae la muerte, la comunidad cristiana mira buscando cómo volver a la vida que antes disfrutaban. Los cristianos de Alepo constituyen una de las comunidades más antiguas del mundo y, desde hace cinco años, una de las más mermadas: han pasado de 250.000 a 50.000 fieles. Siguen celebrando misa e intentan llevar una vida, en la medida de lo posible, normal. Aunque es evidente que, en medio de una guerra tan mortífera como la siria, la normalidad se concita en celebrar la Eucaristía sabiendo que puede ser la última vez.
«¡Cuántas veces yendo a misa han caído morteros junto a nosotros!», explica Pascal. «Al principio tienes miedo, luego te acostumbras pero siempre estás en alerta».
Las bombas no son la única amenaza para los cristianos en Siria. El Estado Islámico busca erradicarlos.
Pascal recuerda que «la guerra de Siria no es una guerra de religiones. El ISIS ha traído una ideología de fuera que ha encontrado algunos puntos débiles y que se alimenta de ayudas exteriores». La prueba, dice, es que ni los musulmanes pueden convivir con ellos y son las primeras víctimas de su violencia. «Los cristianos no están amenazados por los musulmanes sirios», apostilla.
Este libanés no tendría por qué regresar a Alepo pero vuelve. «Es necesario recordar el grito de Jesús en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»». Ese grito existe en Siria y en Alepo. El hecho de estar allí es ya una ayuda muy grande”.
Cuatro millones de personas han abandonado Siria obligadas por la guerra. Hay además unos ocho millones de desplazados internos. Personas como Pascal Bedros, el movimiento de los Focolares o Instituciones como Cáritas o Ayuda a la Iglesia Necesitada (AIN) están presentes en el terreno para paliar el sufrimiento de quienes viven bajo las bombas.
AIN ha puesto en marcha esta Navidad «Una Iglesia de campaña con los refugiados de origen», una iniciativa que pretende recaudar fondos para estos refugiados que sobreviven en sus países de origen.
Pero no solo solicitan ayuda material. Para los cristianos de Oriente Medio la oración es el arma más certera y el ejército más efectivo es el de los cristianos de todo el mundo poniéndola en práctica. Como dice Pascal Bedros, «rezar es lo que nos queda, Dios es lo que nos queda, porque ya no tenemos ninguna esperanza en los hombres».
Autor: Ángeles Conde