El autor defiende que es una responsabilidad de todos nosotros impulsar la mejora de las tecnologías y de la ciencia, pero orientada siempre hacia el bien común y al respeto de la dignidad humana
Hace menos de un siglo, Ramón y Cajal reprendía en sus memorias a los «ingenuos que no podían soportar tanta lentitud» y que estaban sometiendo la historia a una velocidad delirante, inventando artefactos como la locomotora, el «aeroplano homicida» o el automóvil, capaces de alcanzar velocidades de hasta 30 o 40 km/h «claramente perjudiciales para la salud». Tan sólo unas décadas más tarde, otro científico, Stephen Hawking, declaraba: «El planeta Tierra se nos ha quedado pequeño y sus recursos no son suficientes. Es necesario convencerse de la necesidad de empezar a poblar otros planetas». Qué pocos años, vistos en el horizonte temporal de la humanidad, transcurren entre unas y otras reflexiones y, sin embargo, cuántos vertiginosos avances se han producido en las últimas décadas en el campo de las ciencias o de la tecnología.
Avances que abren irremediablemente un profundo debate ético y jurídico. Como el de la criogenización, la práctica de congelación de seres humanos. Una técnica que ha trasvasado los límites de la ciencia ficción para convertirse en realidad en algunos casos. Muy conocido fue el de una niña inglesa de 14 años, enferma terminal de cáncer, que ganó ante un Tribunal de Familia de Londres el derecho a ser criogenizada, con la esperanza de ser despertada en un futuro en el que la enfermedad tuviera cura. «Mi enfermedad hoy no tiene tratamiento por lo que en lugar de morir quiero tener la oportunidad de ser despertada, incluso dentro de cientos de años, cuando en el futuro pueden encontrar una cura para mi cáncer y entonces despertarme. Ésta es mi oportunidad. Éste es mi deseo», declaró la niña durante el proceso judicial. Fue su abuela materna la que se encargó de costear el proceso, en contra de la voluntad del padre de la menor. Actualmente la niña se encuentra en un tanque de nitrógeno líquido en EEUU, a -196 grados de temperatura.
La recurrente clonación, el denominado fenómeno del transhumanismo o la hibridación del ser humano con la máquina y otros muchos avances más cotidianos de índole tecnológico, que hemos incorporado a nuestras vidas con absoluta normalidad (Internet, móviles, tabletas, redes sociales; procesos como big data, la nube o la digitalización, los smart contraéis y las smart cities, el dinero electrónico, la robótica, la nanotecnología o las interfaces cerebro-ordenador), son un reto para el Derecho y la Ética. Porque ¿están nuestros ordenamientos jurídicos o nuestras administraciones públicas preparadas para protegernos de los riesgos derivados de estos avances o del eventual inapropiado uso que nosotros mismos podamos hacer de ellos?
En otros términos, podríamos preguntarnos si están tales avances desarrollándose de forma independiente y de espaldas a nuestra cultura y a los derechos humanos universalmente consagrados —la vieja tesis del determinismo tecnológico defendida ya desde los años sesenta por McLuhan—, o si, por el contrario, este progreso debería ser conducido u orientado por criterios ético-jurídicos, culturales, donde las estructuras administrativas, las instituciones o el Derecho, pudieran dar cauce al vendaval tecnológico y científico en el que estamos inmersos, sin pretender con ello adoptar una posición que, en modo alguno, desincentive la investigación y la innovación.
A este extremo se une el elemento de la dimensión natural del Derecho adscrito tradicionalmente al ámbito territorial del Estado que choca con los planteamientos que la ciencia y la tecnología formula con un carácter universal.
Se hace necesario, en este punto, recordar lecturas como «La nueva razón del mundo», un ensayo de Christian Laval y Pierre Dardot sobre la sociedad neoliberal, que da buena cuenta de esta transformación y de la instauración de un nuevo poder mundial, que implica formas múltiples de concesión de autoridad al ciudadano y a las empresas privadas. Es lo que denominan «co-gobernanza público-privada» de la política y del Derecho.
Una tecnología al servicio del bien común y de la dignidad humana
El Derecho debe ayudar a orientar este alocado proceso, estableciendo los marcos que equilibren, por un lado, el respeto de los derechos fundamentales y libertades y, por otro, el necesario desarrollo del progreso.
Es una responsabilidad de todos nosotros impulsar la mejora de las tecnologías y de la ciencia, pero orientada siempre hacia el bien común y al respeto de la dignidad humana. Tenemos el privilegio de ser testigos, de estar viviendo un progreso científico y tecnológico inimaginable y a la vez vertiginoso, como diría, Alvin Toffler en su obra «El shock del futuro». Pero, al mismo tiempo, tenemos la responsabilidad, cada uno desde su particular atalaya o desde las instituciones, de velar porque ese ritmo enormemente acelerado en la tecnología (y en la ciencia) no vaya esquilmando los valores culturales y éticos de nuestra sociedad, acción sobre la cual el Derecho (y los órganos decisorios) ha sido y debe continuar siendo piedra angular.
Autores como Rehbinder y Ferrari, plantean que el Derecho cumple una función social de orientación de comportamientos, en cuanto que dirige y regula la conducta de los miembros de una sociedad determinada.
De modo que más allá de un sistema normativo, el Derecho debe actuar como faro en las manifestaciones que dentro de la sociedad se van materializando y, en concreto, en los avances tecnológicos y científicos que vivimos. Por eso, cuando Arnold Tonynbee sostiene que una civilización nace de una respuesta victoriosa a un desafío, el reto del Derecho es dar una respuesta victoriosa a la civilización tecnológica en la que ya nos encontramos inmersos.
Jesús Avezuela Cárcel
Ecclesia 30- marzo 2019