Publicamos un extracto del artículo del Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, publicado en la sección de Tribuna Libre del revista diocesana de Pamplona.
Hace una reflexión sobre la Virgen María y la lucha contra el hambre:
El Concilio Vaticano II afirma que “después de Cristo, María ocupa en la santa Iglesia el lugar más alto y a la vez el más próximo a nosotros” (Lumen Gentium, n. 54). Ella “sobresale entre los humildes y los pobres del Señor, que esperan en Él con confianza la salvación y la acogen” (Lumen Gentium, n. 54). Por eso, puede iluminar nuestro compromiso con los más desfavorecidos, entre los que se encuentran aquellos hermanos nuestros que carecen del pan cotidiano.
Para exponer algunas claves brindadas por Nuestra Señora en la batalla contra el hambre, quiero centrarme en cuatro conocidas escenas que nos transmiten los evangelistas.
San Lucas recoge el cántico del Magníficat, en el que María “glorifica al Señor” (Lc 1, 47) y reconoce la intervención liberadora de Dios en la historia, mencionando concretamente que “colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió sin nada” (Lc 1, 53). Este himno mariano mira la realidad desde abajo, como Dios mismo, que “ha mirado la humillación de su esclava” (Lc 1, 48) y, de este modo, da la vuelta a nuestras percepciones y actuaciones habituales. María constata cómo Dios actúa con “la fuerza de su brazo” (Lc 1, 51) para revertir el statu quo que oprime a los necesitados: dispersa a los soberbios, derriba del trono a los poderosos, mientras que engrandece a los humildes, sacia a los hambrientos y se acuerda de su pueblo (Lc 1, 51-54). Este audaz canto de la Virgen recoge las promesas del Antiguo Testamento e invita a compartir con los menesterosos el mayor de los tesoros: el anuncio de “la Buena Noticia” (Lc 4, 18). ¿Miro yo el mundo desde la óptica de los pobres y actúo en consecuencia? ¿Me pongo, como Dios, de parte de los que no cuentan, de los débiles y los pequeños?
El evangelio de Juan indica explícitamente que “el primer signo realizado por Jesús” aconteció en Caná de Galilea (Jn 2, 11). Ocurrió en una boda a la que estaban invitados María, Jesús y sus discípulos. La historia es conocida, por lo que solo me detengo en dos detalles. Primero, la delicadeza de la Virgen María, que es la que se da cuenta de que falta el vino (Jn 2, 3). Ella, como mujer pobre, sabe lo que es la carestía; como mujer hacendosa, sabe lo que es estirar la comida y la bebida para que llegue a todos; como mujer generosa, sabe practicar la hospitalidad. Y por eso sufre con esta pareja de novios, desbordados en su pobreza. El segundo detalle tiene que ver con su insistencia ante la dificultad y su confianza en su hijo Jesús (“haced lo que él os diga”: Jn 2, 5). Si fuese algún beneficio para ella misma, posiblemente María no se hubiera preocupado; pero por el bien de otros, ella insiste, sobre todo si esos otros tienen un problema y están pasándolo mal. ¿Tengo sensibilidad para con los que sufren y me comprometo sin descanso “hasta que su liberación resplandezca como luz” (Is 62, 1)? ¿Hago propio el dolor ajeno?
El evangelio de Mateo nos ofrece uno de los “piropos marianos” más bonitos que existen, en un pasaje que no debe malinterpretarse. Jesús está predicando y le avisan de que su madre está fuera, esperando para hablar con él. Mirando al pueblo que le sigue, responde: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 49- 50). Implícitamente, lo que dice este pasaje es que María es Madre, más allá de lo biológico, precisamente porque “cumple la voluntad del Padre”. Como dice Jesús en otro momento, “bienaventurados los que tienen hambre y sed de hacer la voluntad de Dios” o, según otras traducciones, “dichosos los que tienen hambre y sed de justicia” (Mt 5, 6). En el mismo Sermón del Monte, Jesús advierte: “No todo el que me dice: ‘¡Señor, Señor!’ entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre” (Mt 7, 21). La cosa se aclara aún más en la visión del juicio final: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer” (cf. Mt 25, 34-35). María es, sin duda, la que cumple la voluntad del Padre y, por lo mismo, estimula nuestro compromiso solidario. Ella nos ayuda a salir de la indiferencia y optar incesantemente por la caridad para con los necesitados. ¿Cumplo yo la voluntad del Padre, “que no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeños” (Mt 18, 14)?
San Marcos se detiene en un detalle significativo. En su relato de la Pasión del Señor, dice que “algunas mujeres contemplaban la escena desde lejos” (Mc 15, 40). Menciona algunos de sus nombres y añade que “había, además, otras muchas mujeres que habían subido con él a Jerusalén” (Mc 15, 41). Pero es Juan quien explícitamente nos dice que “junto a la cruz de Jesús estaba su madre” (Jn 19, 25), incorporando también una preciosa estampa con el discípulo amado. María, mujer fiel, permanece firme hasta el final y sabe acompañar amorosamente el sufrimiento de su hijo. Por eso, el pueblo creyente la reconoce como “consoladora de los afligidos y auxilio de los cristianos”. A lo largo de los siglos, la Santísima Virgen ha demostrado que Ella no abandona a los pobres ni desatiende sus ruegos. ¿Soy yo firme en mi compromiso creyente a favor de la justicia social y en contra del hambre y la miseria?
El Concilio Vaticano II nos recuerda que la verdadera devoción a María “nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes” (Lumen Gentium, n. 67). ¿Sabremos imitar las virtudes de la Virgen en nuestra vida cristiana, en la que la solidaridad y el amor a los indigentes han de hacerse cotidianamente presentes? Así lo suplicamos a la que es Madre de Dios y de la Iglesia, con unas palabras del Papa Francisco, tomadas de la exhortación Evangelii Gaudium: “María, Estrella de la nueva evangelización, ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión, del servicio, de la fe ardiente y generosa, de la justicia y el amor a los pobres, para que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la tierra y ninguna periferia se prive de su luz. Madre del Evangelio viviente, manantial de alegría para los pequeños, ruega por nosotros. Amén. Aleluya”.