ISLAM POLÍTICO e IMPERIALISMO

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La asociación entre liberalismo económico y autocracia política conviene a la perfección a la clase dominante encargada de la gestión de las sociedades de la periferia capitalista. No será nada extraño que se aproveche de los servicios que le presta el islam político para su proyecto de hegemonía mundial: el islam político no está de ninguna forma en oposición al imperialismo, todo lo contrario, es su perfecto servidor.

El drama argelino muestra la naturaleza y las funciones que cumplen en el conjunto del mundo musulmán contemporáneo los movimientos políticos que se reclaman islamistas. Frente a su habitual calificación como «fundamentalistas», prefiero utilizar la que es de uso en el mundo árabe: «el islam político». Porque no se trata de movimientos de reflexión religiosa -los cuales, si bien numerosos son de hecho poco variados- sino más vulgarmente de organizaciones políticas cuyo objetivo fijo es la toma del poder de Estado, ni más ni menos, y que a estos efectos hacen un uso oportunista de la bandera del islam.

El islam político no se interesa por la religión a la que invoca, ni propone en este aspecto reflexión alguna, ni teológica ni de naturaleza social. En este sentido, no se trata de una «teología de la liberación», homóloga musulmana de la que existe en los países de Iberoamérica, por ejemplo. Lo que retiene del islam es tan sólo el conjunto de las costumbres -rituales, de los que exige un respeto absoluto- de los musulmanes de esta época. Simultáneamente, el islam político exige el retorno de la sociedad al conjunto de las reglas del derecho público y privado tal y como eran puestas en práctica hace dos siglos – en el Imperio Otomano, en Marruecos, en Irán y en Asia Central- por los poderes de la época. Que en su discurso el islam político crea (aparenta creerlo) que las reglas sean las del «islam verdadero» (el de la época del Profeta) no tiene demasiada importancia. Ciertamente el islam permite una interpretación semejante, como medio de legitimación del ejercicio del poder.

El islam político contemporáneo no se interesa por esto y no propone ningún análisis -a fortiori ninguna crítica- de estos sistemas. En este sentido el islam contemporáneo no es más que una ideología arcaizante que propone a los pueblos a los que se dirige una simple vuelta al pasado, y más precisamente al pasado reciente, a las épocas que precedieron inmediatamente a la sumisión del mundo musulmán frente a la expansión del capitalismo y del imperialismo occidental.

El retorno a este pasado no es poco deseable (y en realidad no es deseado por los pueblos en nombre de los cuales el islam político pretende hablar); simplemente es imposible. Y es por esto por lo que los movimientos que constituyen la nebulosa de este islam político se niegan a definir en programa alguno, como es usual en la vida política, las respuestas a las cuestiones concretas de la vida social o económica. Se contentan con repetir el eslogan vacío: «el islam es la solución». Y cuando, puesto entre la espada y la pared se ven constreñidos a optar por una respuesta, nunca fallan al decantarse a favor de la que mejor le convenga al funcionamiento de la economía capitalista liberal tal y como es. Por ejemplo, decantándose por la libertad absoluta del propietario frente al campesino granjero (Egipto). En su desafortunado intento de producir una «economía política islámica», los autores de manuales en cuestión (financiados por Arabia Saudí) no han hecho más que colgar los colores de la religión a las propuestas de la vulgata liberal más banal.

Si el islam político no es otra cosa que una versión del neoliberalismo económico, elogioso en extremo de las virtudes del «mercado» es, sobre el plano político la expresión de un rechazo absoluto de toda forma de democracia. En su interpretación del islam, la ley religiosa (charia) una vez encontradas las respuestas principales para todas las cuestiones que podrían ser formuladas, estima que la humanidad no tiene leyes nuevas para inventar; no le queda más que interpretar una ley ya formulada por el poder divino. Se entiende entonces que este discurso ideológico desconoce la realidad, es decir, que en la historia vivida por las sociedades musulmanas, ha habido que inventarlas. Pero se ha hecho sin decirlo; y esto venía a restringir este poder a la clase dirigente, atribuyéndose para sí sola la capacidad de «interpretar». Arabia Saudí da el ejemplo extremo de esta autocracia: sin Constitución (el Corán ocupa su lugar, dicen). De hecho, como todo el mundo sabe, el poder absoluto es de la monarquía y de los jefes de tribus. El Irán revolucionario mismo no ha concebido otro sistema político que el de la dictadura de partido único en el cual los hombres de religión han monopolizado la dirección directamente.

La comparación que a veces se hace entre los «partidos islamistas» y los partidos cristianos demócratas de Europa (si la Democracia Cristiana ha gobernado Italia durante medio siglo, ¿porqué un partido islamista no estaría autorizado a gobernar Egipto o Argelia?) no tiene base entonces. Un gobierno islamista abole inmediata y definitivamente toda forma de legalidad de la oposición.

La asociación entre liberalismo económico y autocracia política conviene a la perfección a la clase dominante encargada de la gestión de las sociedades de la periferia capitalista contemporánea. Los partidos islamistas son todos instrumentos de esta clase. No se trata únicamente de organizaciones de las llamadas «moderadas» cuyos lazos estrechos con la clase burguesa son conocidas de todos. También se trata de las pequeñas organizaciones clandestinas que practican el «terrorismo». Estás están perfectamente instrumenta- lizadas por el islam político dirigente y el reparto de las tareas está claro entre los unos -encargados del uso de la violencia- y los otros -encargados de infiltrar las instituciones del Estado (en particular la educación, la justicia y los media, la policía y el ejército si es posible). El objetivo es único: tomar el poder. Ello no quita, que en la futura victoria la dirección «moderada» se encargue de poner término a los excesos de sus «radicales». Como se ha visto ya en Irán, donde el Estado islámico ha constituido sus milicias terroristas de «pasdaran» (reclutados en el lumpen) después de haber masacrado a los radicales (en este caso fedayines y muyaidines que habían creído poder asociar la movilización islámica y las transformaciones revolucionarias populistas sin los cuales el triunfo de la «revolución islámica» hubiera sido imposible.

Se trata, entonces, únicamente de un conflicto alrededor de la clase dirigente. Es una lucha para el poder y nada más, en la que se enfrentan distintos lideres y sus seguidores. Según las circunstancias, las formas de este conflicto pueden variar desde la extrema violencia (el caso de Argelia) hasta el «diálogo» (el caso del poder egipcio en sus relaciones con los Hermanos musulmanes). Los unos y los otros utilizan en muchos casos la misma demagogia «islamista», creyendo de esta manera captar para su beneficio el desarrollo de la población. Un desarrollo semejante al de numerosos pueblos en el mundo, después de que se desmoronaran las esperanzas depositadas en las potencias del populismo nacionalista de la época anterior (Nasser, Boumedian, el Baas), y después de que los sustitutos del mercado hubieran revelado la amplitud de las destrucciones sociales de las que son responsables. Un desarrollo que es con mucho el producto de la timidez extrema de la crítica de izquierda frente al populismo en cuestión, habiendo optado las organizaciones que se reclamaban socialistas, comunistas o marxistas, por su apoyo casi incondicional. La burguesía en el poder no es «laica» para nada. Ella pretende ser no sólo tan «islámica» como sus adversarios sino que también aplica las leyes islámicas (en especial en la esfera del derecho familiar). El conflicto puede tener, entonces, una solución de compromiso que podría acentuar todavía más las opciones neoliberales y antidemocráticas.

El poder mundial dominante, no ve ningún inconveniente en tener en el poder al islam político. Este hecho habla bastante de la hipocresía de sus discursos a favor de la «democracia» y de que «mercado» y «democracia» lejos de ser nociones convergentes, según lo proclama el pensamiento único, de hecho están en conflicto entre sí. El apoyo al «islam político» pudo tomar su forma más extrema en el entrenamiento de sus agentes, en el suministro de armas y de medios de financiación como en el caso de Afganistán. Evidentemente, el pretexto fue el de combatir al comunismo (de hecho un régimen de populismo radical) pero el comportamiento insoportable de los islamistas en cuestión (los que cerraban escuelas abiertas para chicas) no dejó lugar a dudas ni en las cancillerías de Oeste ni entre sus feministas. Y los dichos «afganos» -entrenados por la CIA, «voluntarios» musulmanes tienen hoy en día el papel decisivo en las operaciones militar-terroristas efectuadas acá y allá. Ese apoyo puede también tomar la forma de estatuto de «refugiados políticos» otorgado de una manera demasiado fácil por EEUU, Gran Bretaña y Alemania, lo que permite a dichos movimientos dirigir sus operaciones desde el exterior sin riesgo y con eficiencia.

El acompañamiento ideológico de esta auténtica alianza entre potencias occidentales y el islam político está legitimada por los media que se manejan por la distinción «moderados-radicales» (que no son nada más que una realidad ilusoria) o por los que alaban la «especificidad cultural» (tan estimada por los norteamericanos) que tiene que ser respetada. Esas formas de «respeto de las comunidades» son muy útiles para la gestión del capitalismo porque no implican ninguna confrontación respecto a problemas reales pues participan del juego del liberalismo económico.

Por tanto, el islam político no está de ninguna forma en oposición al imperialismo, todo lo contrario, es su perfecto servidor. No obstante, eso no impide a nadie hacer creer que es un enemigo, que participa en la «guerra de civilizaciones», como nos quieren hacer pensar Samuel Huntington y los servicios de la CIA para los que trabaja.

Una guerra ideológica que además proporciona un pretexto creíble para una intervención (de EEUU y de sus aliados) si es necesario. No será nada extraño que EEUU se aproveche de los servicios que les presta el islam político para su proyecto de hegemonía mundial. Ningún movimiento del islam político está clasificado por Washington como un enemigo. No hay más que dos excepciones -Hamás en Palestina y Hizbollah en Líbano- porque la geografía política hace de ellos los enemigos de Israel. Sólo esas dos organizaciones son calificadas como terroristas. Las demás -aunque utilicen la violencia extrema contra sus compatriotas- no están definidas como tales. Dos pesos, dos medidas, el doble lenguaje de la hipocresía, ¿se puede esperar otra cosa del imperialismo?