Son las pobres entre los pobres. Las que no tienen nada, ni siquiera derechos. Son las parias de Etiopía, uno de los países más empobrecidos del mundo. Son mujeres jóvenes, casi niñas, hambrientas, que tratan de dar a luz hijos demasiado grandes para sus pequeños cuerpos. No tienen acceso a un médico y pierden a sus hijos durante partos que duran hasta diez días. La consecuencia es fatal: quedan lesionadas de por vida y, desde entonces, la orina correrá irremediablemente por sus piernas. El 70% de las etíopes sufre algún tipo de mutilación genital. Su olor las delata allá donde van y lo pierden todo. Sus maridos las echan de casa, las despiden de sus trabajos y sus familias prefieren que no vivan bajo su mismo techo. Están condenadas al ostracismo. Son cientos de miles en Etiopía y millones en toda Africa.
«Este problema afecta a todas las mujeres de los países en desarrollo en Africa, en Asia e Iberoamérica. Son casi niñas cuando dan a luz y están mal alimentadas. Hacen el trabajo duro (ir a por agua, a por la leña) y consumen las calorías que necesitan para crecer», explica Ruth Kennedy mientras inserta un muñeco en una pelvis de plástico. «El niño golpea y golpea contra la pelvis durante horas y días. Algunas pasan hasta 10 días en cuclillas intentando dar a luz. Al final el bebé muere por asfixia, su cráneo se encoge y sale al exterior. La mujer se ha quedado lesionada de por vida e incapaz de controlar su orina. No sólo les pasa a las primerizas, también a las que han tenido muchos hijos». Kennedy es una de las doctoras del Fistula Hospital en Etiopía, pionero en el tratamiento de este tipo de dolencias y lugar de peregrinación de médicos de todo el mundo.
Es un bonito edificio a las afueras de la capital, Addis Abeba, y allí aterrizan las más afortunadas. La mayoría de estas mujeres piensan que cumplen un castigo divino por algo que han hecho mal, otras entran en una gran depresión y la mayoría se entrega a la prostitución. Pero unas 1.300 consiguen llegar cada año al Fistula Hospital, donde son operadas y el 90% curadas para siempre.
OLER MAL
En Etiopía, el 75% de la población vive a dos días y medio andando de la carretera más cercana. Llegar hasta la capital es toda una odisea para las que no tienen nada, no saben leer y huelen mal. Pero alguien les ha contado que lo suyo no es incurable, y que en Addis Abeba hay unas doctoras que curan gratis. Recorren cientos de kilómetros por un país el doble de grande que España. A pie, en mulo, en los brazos de algún hermano. Al llegar a las ciudades, las echan a patadas de los autobuses y las invitan a salir de los taxis. En el hospital cuentan que una de las pacientes tardó siete años en llegar. Vivía en el norte del país. Mendigaba y avanzaba unos kilómetros de carretera. Parón y vuelta a mendigar. Otra mujer pasó nueve años en una cabaña, sola, a oscuras, antes de llegar a la clínica.
Cerca de 10.000 mujeres mueren cada año en Etiopía cuando intentan dar a luz. Otras miles sufren terribles heridas que las dejan lesionadas de por vida. Son casos que en cualquier país europeo se solucionarían con una cesárea y después de dos días la mujer estaría en casa jugando con su bebé. Pero en Etiopía es distinto. El 85% de la población vive en el campo, y allí los doctores no quieren trabajar. Apenas hay casas, ni escuelas y los hospitales carecen de medios. Sólo el 5% de los partos son atendidos en un hospital, y cada mujer tiene una media de seis hijos a lo largo de su vida.
La carencia de medios y los partos a muy temprana edad hacen que Etiopía tenga una de las tasas de mortalidad infantil más altas del mundo, con un 98 por 1.000. Las mutilaciones genitales, que se practican a la gran mayoría de las mujeres, incrementan aún más las complicaciones en el parto. Por eso, en el Fistula Hospital las doctoras repiten una y otra vez la consigna a las pacientes: «Cuando sientas que el bebé anda dentro de tu tripa, echa a andar hacia el hospital».
La doctora Catherine Hamlin es australiana y en enero cumplirá 80 años. A finales de los años cincuenta se trasladó a Etiopía y en 1975 logró abrir el Fístula Hospital. Hoy, como cada día, pasa revista a las pacientes. Apenas se distrae con la llegada de los visitantes.Alza la vista, saluda y sigue conversando con la paciente.
La sala es enorme. En ella descansan las 128 enfermas en decenas de camas en fila. A un lado están las operadas, al otro las que pasarán por el quirófano. Se las distingue por el rostro. Las que sufren y las que ya han pasado lo peor. Algunas moscas sobrevuelan la escena. El suelo está muy limpio. Las limpiadoras se esmeran, pero el fuerte olor a orín puede con todo. En el techo, vigas, y colgadas de ellas, pequeñas bolsas de plástico amarillo. Dentro, las pacientes guardan sus pertenencias, acumuladas durante toda una vida.
Hoy también hay buenas noticias en la clínica. Una mujer sonríe desde el lecho, Hace tres años fue operada de una fistula y ahora ha conseguido dar a luz un bonito bebé, extraído por cesárea. El personal del hospital cuenta su caso con orgullo.
En una sala contigua, las mujeres aprenden a leer con cuartillas de amárico, el idioma de Etiopía. Las doctoras creen que la educación es la mejor manera de prevenir la enfermedad y el 99% de las chicas que llegan son analfabetas. Un poco más allá, en la sala de rehabilitación, las mujeres aprenden de nuevo a andar. Muchas mujeres han perdido la movilidad. En sus pueblos les vendan las piernas durante años, creyendo que así se curarán. Otras pierden la sensibilidad en los miembros después de pasar horas y horas de parto en una postura inadecuada.
Mamitu Gashe ayuda en la escuela, en la rehabilitación y también en el quirófano. «Aunque no tengo el título de médico», dice. Ahora tiene 52 años, pero a los 16, dos años después de casarse, se quedó embarazada y el parto se complicó. Su hijo murió y ella quedó lesionada. «Pensé que nunca más volvería a estar bien, pensé que me iba a morir», asegura. Fue una de las primeras pacientes de la doctora Hamlin y desde entonces ha sido su aprendiz durante tres décadas y se ha convertido en una verdadera institución en el hospital. Como ella, muchas de las auxiliares de enfermería que trabajan aquí han pasado antes por el quirófano como pacientes.
En este hospital, 20.000 mujeres de Etiopía, Somalia y Sudán, entre otros países, han sido operadas. Cirujanas, jardineras, cocineras, administrativas y enfermeras tratan de acabar con el estigma de una enfermedad que aparta a millones de africanas de la sociedad. «Si esta dolencia afectara a los hombres ya se habrían creado grandes fundaciones y celebrado decenas de cumbres internacionales», apunta Kennedy. El mes pasado se celebró en Addis Abeba el segundo encuentro mundial de fístula de obstetricia, auspiciado por la ONU. Mientras la doctora habla, en la sala de espera, una decena de recién llegadas esperan sentadas en bancos de piedra, agotadas por el largo viaje desde sus aldeas, con los ojos tristes y el cuerpo doblado de dolor. A las más afortunadas les acompaña un familiar.
EL 70% DE LAS ETÍOPES SUFRE ALGÚN TIPO DE MUTILACIÓN GENITAL
La mutilación genital femenina está en regresión en Etiopía, pero, aun así, las cifras asustan. El 70% de las mujeres han sido víctimas de algún tipo de mutilación. Los precarísimos servicios sanitarios del país hacen además que estas operaciones constituyan una importante fuente de enfermedades para las mujeres.
«Aquí, a las mujeres les cortan todo. Los labios mayores, los menores y el clítoris. Luego les cosen la vagina y permanecen así hasta que tengan un hijo. Una vez que han dado a luz vuelven a coserlas, es lo que se conoce como infibulación, y que se remonta a los tiempos de los faraones», dice una doctora que trabaja con la etnia afar, al este del país. También cuenta que las infibulaciones se realizan sin anestesia y con objetos cortantes sin desinfectar, lo que da lugar a hemorragias, infecciones y hasta la muerte. Son muchos los motivos que llevan a las comadronas, madres y abuelas a cortar los órganos genitales de recién nacidas y de niñas entre cinco y ocho años. Algunas piensan que si no se mutilan obtendrían placer y estarían más predispuestas para cometer adulterio. Otras piensan que, si no están circuncidadas, se les caerán todos los objetos valiosos de las casas y los romperán. Y la mayoría cree que no mutilarse acarrea problemas de salud y dificulta los partos.
Los hombres lo consideran, en general, «cuestiones de mujer», pero en determinadas regiones como la somalí (al noreste del país) no aceptan a las que no hayan sido sometidas al bisturí. A pesar de la magnitud de estas brutales agresiones, el Comité Nacional de Prácticas Tradicionales y Dañinas de Etiopía (CNPTDE), la principal organización de lucha contra las mutilaciones en el país, se muestra optimista. «Antes ni se hablaba de estos temas. Era tabú. Ahora, la mutilación femenina ha pasado a ser una cuestión de debate nacional», asegura Abebe Kebede, director de proyectos de la organización. «Hombres y mujeres empiezan a darse cuenta de las consecuencias para la salud de estas operaciones y son conscientes de que es una vía importante de transmisión del sida», añade Kebede, quien explica que estas prácticas «no tienen ningún fundamento religioso. Tanto los líderes cristianos ortodoxos como musulmanes de Etiopía lo condenan».