Mientras señala a sus hijos con un giro de cabeza y pica piedra en una cantera del campo de refugiados de Palabek, en el norte de Uganda, Helen Imoo, una mujer de 32 años, dice: “Tienen que venir y trabajar conmigo. Hay muchas cosas que pagar y la vida en el asentamiento a menudo no es nada fácil”. Su hijo mayor, de 16 años, asiente sin decir nada.
La pequeña, de 13 años y algo más risueña que su hermano, sentencia: “Me gusta venir a ayudar a mi madre. Ella se hace cargo del colegio, de la comida… Es necesario que estemos aquí”. En el aire flota el polvo de piedra que surge de las rocas que los miembros de esta familia golpean. Y en el suelo lucen amontonadas las pirámides de guijarros que los canteros colocan en la vereda de una carretera de tierra para que las vean los camiones que circulan por allí, potenciales compradores. “Es una labor dura. Duelen las manos, la espalda, a veces cuesta respirar… Pero no podemos hacer otra cosa”, añade la madre.
Imoo procede del estado oriental de Ecuatoria, la región más meridional de Sudán del Sur, una nación fundada en 2011 y, por ende, la más joven del mundo. Pero una cruenta guerra civil que comenzó en 2013 y los continuos choques entre Gobierno y grupos rebeldes y también entre diferentes etnias han provocado que casi la mitad de su población, unos 11 millones de personas, esté desplazada dentro de Sudán del Sur o refugiada en países colindantes. Los acuerdos de paz firmados en 2018 se respetan mayoritariamente solo en Juba, la capital, y el miedo a regresar a los hogares abandonados sigue latente. “Huimos en 2017. Quemaban casas, disparaban a gente inocente… Decidimos escapar”, cuenta Imoo.
Migraron y Uganda, al sur de Sudán del Sur, fue su país de acogida. Y el campo de refugiados de Palabek, cerca de la frontera y abierto ese mismo año, su nuevo hogar. Su caso no es una excepción. A principios de este año, alrededor de 900.000 sursudaneses vivían todavía en Uganda, el Estado que más personas de esta nacionalidad acoge. De ellas, según los últimos datos de ACNUR, recabados en junio del año pasado, casi 70.000 viven en Palabek, el 60% menores de edad.
Excepto los nuevos refugiados, cuyas necesidades reconocidas son mayores, o los que regentan negocios lo suficientemente prósperos para no percibir nada, que son los menos, la inmensa mayoría de las personas que viven en el campo de Palabek recibe de ACNUR seis kilos de maíz, medio de judías y un puñado de sal y de aceite para cocinar al mes. Por insuficiente, ello los empuja a buscar algún empleo, una tarea ardua. Explica Ubaldino Andrade, director en el lugar de Misiones Salesianas: “Vienen a un sitio completamente deshabitado, aislado de las poblaciones grandes de Uganda, donde puedes vivir, construir una casa, pero no encontrar un trabajo. Muchos están como en una espera, sin hacer nada, incapaces de ponerse con alguna actividad comercial o económica, porque aquí es muy poco lo que se puede hacer”. Dice el misionero que el campo es como una experiencia constante de supervivencia, que se explota todo lo que pueda dar una entrada de dinero a una familia, y que algunos son oficios muy duros: picar piedra, producir carbón, talar árboles.
En Uganda, el 58% de niños de entre 5 y 11 años desempeña algún oficio pese a que la ley establece en 16 la edad mínima para trabajar
La hija pequeña de Imoo afirma que en la cantera pueden sacar hasta 180.000 chelines al mes (unos 45 euros). Y que a ella le gustan las matemáticas y el inglés. Y que, en el futuro, le gustaría convertirse en enfermera. A un par de kilómetros de allí, otra niña de 13 años, M. K., espera sentada compradores para el carbón que ella, sus hermanos y su madre producen. Llegaron a Palabek en 2021 procedentes de la misma región sursudanesa que Joyce y su familia. “Mi hermano mayor y yo vamos al bosque por la mañana a cortar árboles. Cuando tenemos suficiente madera, volvemos a casa, donde espera mi madre, quien prepara el carbón con el fuego. Después lo vendemos”. Su beneficio: 12.000 chelines (alrededor de tres euros) por jornada.
La pobreza en Uganda hace difícil la lucha contra el trabajo infantil. Aquí, el 42% de la población, unos 18 millones de personas, debe vivir con menos de dos euros al día, según las cifras del Banco Mundial. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) recoge en un informe publicado en febrero de este año que, a principios de 2022, casi el 40% de menores del país (más de seis millones) trabajaba, con algunas de las regiones norteñas, donde se encuentra Palabek, liderando la estadística. La cota más alta se alcanza entre los de edades de 5 a 11 años, con el 58% de ellos ejerciendo algún empleo. Todo ello pese a que la edad mínima para hacerlo, según la Ley del Niño de 2016, es de 16 años, 18 en caso de oficios pesados. “Realizan una labor que es mental, física o socialmente peligrosa e interfiere en su escolarización, socava su potencial y merma el desarrollo de la sociedad”, explica la OIT en su escrito.
Sin escuelas
Entre todos los oficios, la OIT afirma que el sector agrícola es el que más niños emplea, a menudo en agricultura de subsistencia. Un ejemplo es O. B., un sursudanés de 12 años en un camino de tierra junto a su primo M. A. y a su amigo O. D., de 11 y 12 años. Los tres portan azadas que no superan sus estaturas por pocos centímetros. El primero cuenta que llegó al asentamiento en 2017 procedente de la provincia sursudanesa de Ecuatoria Oriental y que no se recuerda sin trabajar en el campo. “Ahora vamos a limpiar los arbustos para cultivar maíz y sorgo. Si nos damos prisa, podremos empezar a plantar en dos días”, explica. Y añade: “Yo prefiero trabajar que ir al colegio. Esto nos da comida, algo de dinero para comprar ropa…”. Su primo interrumpe: “Yo no, yo prefiero estudiar. Quiero ser doctor”.
Sudán del Sur es uno de los países con estadísticas educativas más bajas del mundo. Según el último informe Estado Mundial de la Infancia de Unicef, el 52% de los chicos de entre 15 y 24 años y el 53% de las chicas son analfabetas. Pero si la situación es complicada en su lugar de origen, miles de niños sursudaneses encuentran en Palabek una barrera casi insalvable para cumplir sus sueños: la alarmante falta de colegios, sobre todo a edades más avanzadas. Ubaldino Andrade explica: “Aquí hay entre 15 y 19 escuelas preescolares, 14 de primaria y únicamente una de secundaria. Algunos jóvenes acceden a ella después de caminar muchísimo, hasta 20 kilómetros de ida y otros 20 de vuelta”. Esta es una de las razones para dejar de estudiar y comenzar a ejercer algún oficio, por duro que sea. Una estampa que se repite a lo largo de todo el continente: Unicef calcula que, en las regiones subsaharianas, al menos uno de cada cuatro niños trabaja.