Capitalismo de la mente: un nuevo colonialismo

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Autor: Pablo Sanz Bayón, profesor de Derecho Mercantil en la Facultad de Derecho (ICADE), Universidad Pontificia Comillas

El capitalismo del siglo XXI no se contenta con dominar fábricas, recursos o mercados. Ahora busca gobernar algo mucho más intangible y valioso: la mente humana. Este sistema económico, en su evolución, ha pasado de fundamentarse en la producción industrial a cimentarse en un paradigma inmaterial donde las emociones, los deseos y las percepciones de los consumidores son el principal campo de batalla.

Las marcas han dejado de ser simples nombres asociados a productos para convertirse en símbolos cargados de significados culturales y aspiracionales. Con herramientas como el big data, la neurociencia y la psicología del consumo, las grandes corporaciones han perfeccionado una maquinaria de manipulación capaz de explotar las vulnerabilidades más profundas de las personas.

En su afán por maximizar beneficios, el capitalismo sacrifica la autonomía, privacidad y bienestar de los consumidores, consolidándose como un sistema profundamente intrusivo y explotador, también en la dimensión psicológica, un campo lleno de vulnerabilidades para las víctimas de esta nueva colonización.

La evolución del capitalismo: De lo tangible a lo inmaterial

Para entender cómo las marcas llegaron a ocupar un lugar tan central en la economía contemporánea, es necesario trazar la trayectoria histórica del capitalismo. Durante la era industrial, el sistema giraba en torno a la producción de bienes materiales. El éxito dependía de la capacidad de fabricar más cantidad y a menor coste. Sin embargo, con el auge de las economías de consumo en el siglo XX, el centro de gravedad comenzó a desplazarse hacia la venta de significados, experiencias y símbolos.

Este cambio quedó marcado en la década de 1920 con la consolidación de la publicidad moderna y las relaciones públicas, lideradas por figuras como Edward Bernays, quien aplicó principios freudianos para manipular los deseos inconscientes de los consumidores. En lugar de vender productos basados en su utilidad, Bernays mostró cómo conectar estos productos con emociones, aspiraciones y sueños.

El siglo XXI dio paso al capitalismo de la información, donde los datos personales son la materia prima y las marcas actúan como interfaces entre la economía tangible y la inmaterial. Este paradigma, según teóricos como Zygmunt Bauman, convierte las relaciones humanas y la identidad en objetos de consumo. Así, la lógica del mercado no solo penetra en la economía, sino en la experiencia misma de lo que significa ser humano.

La colonización psicológica por las marcas

El branding, inicialmente concebido como una herramienta para diferenciar productos en un mercado competitivo, se ha transformado en una técnica de colonización psicológica. Las marcas no solo buscan ser reconocidas. Aspiran a ser deseadas, necesarias, incluso veneradas. Este fenómeno se explica en parte por su capacidad para anclar sus mensajes en principios psicológicos y arquetipos profundamente enraizados.

El capitalismo actual utiliza la neurociencia y la psicología conductista para manipular el comportamiento de las masas. Por ejemplo, el uso de mensajes subliminales, colores que evocan emociones específicas o jingles pegadizos que permanecen en la memoria a largo plazo son solo la punta del iceberg. Estas estrategias están diseñadas para activar respuestas emocionales automáticas, muchas veces sin que los consumidores sean conscientes de ello.

Una de las técnicas más poderosas es la de asociar las marcas con valores culturales o identitarios. Coca-Cola no vende refrescos; vende «felicidad». Apple no vende tecnología; vende «creatividad». Estas asociaciones no surgen por accidente, sino como resultado de campañas cuidadosamente diseñadas para explotar las necesidades psicológicas de pertenencia, estatus y autorrealización.

Ingeniería social y el control del comportamiento

La evolución del marketing en la era digital ha llevado estas prácticas a un nivel de sofisticación sin precedentes. Ahora, las corporaciones tienen acceso a cantidades masivas de datos que les permiten mapear no solo los hábitos de compra de los consumidores, sino también sus miedos, deseos y puntos vulnerables. Este fenómeno, conocido como «capitalismo de vigilancia», ha sido analizado por Shoshana Zuboff, quien advierte que las empresas no solo predicen nuestro comportamiento, sino que lo moldean activamente para su beneficio.

Los algoritmos modernos no solo recomiendan productos; los imponen. Por ejemplo, plataformas como Netflix o Amazon analizan patrones de comportamiento para diseñar interfaces que dirijan la atención del usuario hacia opciones específicas, maximizando el tiempo de permanencia y el consumo. Esto no es neutral: está cuidadosamente diseñado para explotar mecanismos como el sesgo de confirmación y la aversión a la pérdida.

El diseño persuasivo ha convertido las interfaces digitales en trampas psicológicas. Desde suscripciones difíciles de cancelar hasta el uso de temporizadores que simulan urgencia, estas tácticas manipulan las decisiones de los consumidores. Empresas como Booking.com, al mostrar frases como «¡Solo queda una habitación disponible!», generan una ansiedad artificial que impulsa decisiones apresuradas.

Empresas como Starbucks o Nike emplean la gamificación para fidelizar clientes. Al ofrecer recompensas por el consumo repetitivo, estas marcas convierten el acto de comprar en un ciclo de retroalimentación positiva, donde la dopamina actúa como un anzuelo químico. La consecuencia es que los consumidores no compran porque lo necesitan, sino porque están atrapados en un sistema de recompensas artificial. La estrategia es generar un auto dopaje neurológico que estimule acciones en el consumidor, creándole dependencias y rutinas con determinadas marcas, productos y servicios.

Consolidación del paradigma neocolonial del capitalismo psíquico

Este fenómeno tiene sus raíces en el giro postindustrial de los años 1970 y 1980, cuando los sectores de servicios y creatividad comenzaron a superar en importancia a la producción manufacturera. Con la llegada de internet, este modelo se aceleró. Las marcas no solo representan productos, sino experiencias y significados culturales que operan en un plano simbólico.

Un ejemplo histórico significativo es el de Marlboro, que en los años 50 transformó un producto genérico como el cigarrillo en un símbolo de masculinidad y libertad. A través de narrativas visuales que evocaban al «hombre Marlboro«, la marca logró generar asociaciones tan fuertes que perduran incluso después de décadas de restricciones publicitarias.

Sin embargo, en el siglo XXI, este modelo se refinó aún más con la economía de plataformas. Empresas como Meta (Facebook, Instragram), Alphabet (Google), X (Twitter), Tik Tok y Amazon no venden productos en el sentido tradicional; venden datos y atención. Como resultado, la experiencia misma de navegar por internet se ha convertido en un espacio de explotación comercial.

El impacto de estas prácticas trasciende el ámbito económico. En términos éticos, el nivel de manipulación al que son sometidos los consumidores plantea preguntas fundamentales sobre la autonomía y el libre albedrío. ¿Qué significa tomar una decisión si esta ha sido condicionada por estímulos cuidadosamente diseñados para explotar vulnerabilidades psicológicas?

Como profesor de derecho mercantil, siempre he prestado especial atención a las cuestiones relativas a la publicidad comercial, la competencia y el mundo de los signos distintivos regulado por el derecho de marcas. Es precisamente en esta dimensión donde mejor se observan los patrones y tendencias que rigen la economía capitalista.

Además, el capitalismo de las marcas contribuye a perpetuar un ciclo de consumismo insaciable que tiene consecuencias devastadoras para el medio ambiente y el bienestar humano. Según Tim Kasser, en su obra The High Price of Materialism (2003), el énfasis en el consumo como fuente de felicidad genera insatisfacción crónica, estrés y una desconexión con valores intrínsecos como las relaciones personales.

La vigilancia masiva de datos, necesaria para personalizar las estrategias de marketing, representa una amenaza directa a la privacidad. Este modelo económico convierte a los consumidores en productos, minando los derechos fundamentales en nombre de la rentabilidad. El paradigma culmina haciendo una economía digital con muchos servicios gratuitos. No hay precio, claro que no lo hay, porque lo que se vende es el propio usuario, sin saberlo.

La clave antropológica

El capitalismo se funda en el liberalismo y este a su vez tiene una matriz individualista acérrima, que se plasma en su proyección racionalista, contractualista, voluntarista, pragmatista y utilitarista. El presupuesto del paradigma capitalista es el estándar de homo oeconomicus, que es un estereotipo, una reducción de la razón práctica e instrumental. Se refleja en las tarifas empresas y en general en cualquier sistema de precios en la contratación masiva o de adhesión mediante clausulado predispuestos y no negociado.

El «demandante» se convierte en un ser abstracto-aceptante de un conjunto de cláusulas que ignora y son ilegibles para conseguir un producto o servicio estándar empaquetado por el oferente tras enormes investigaciones de mercadotecnia para reducir al máximo la complejidad y contingencia de los gustos, preferencias y necesidades de la gente.

Cuanta más uniformización, modelización y estandarización, mayor es la tasa de ganancia por efecto de la economía de escala. Por eso triunfan las cadenas de «franquicias», porque son modelos estandarizados de negocios, así como la concentración del capital mediante oligopolios y finalmente monopolios, que se camuflan con marcas y signos distintivos para segmentar a los consumidores, pero con una dirección y coordinación común.

El rasgo más característico que posee este capitalismo global actual no es tanto la sofisticación de su mecanismo extractivo técnico-financiero como precisamente su ingeniería sociológica, que ante todo es psíquica: generar  consumidores adheridos sentimentalmente a las marcas, a las ideas que estas simbolizan y proyectan.

El valor de signo se hace determinante del valor de cambio y prevalece al valor de uso y por supuesto al trabajo productivo. El turbocapitalismo global de lo intangible acelera la tasa de ganancia y escinde aún más al capital de la fuente de creación de valor por vía del trabajo humano tangible, que queda totalmente opacada, invisibilizada. La deshumanización creciente no un efecto colateral o accidental del sistema, sino un elemento esencial, substancial.

La mercadotecnia es sobre todo un hackeo del psiquismo humano orientado a que sintamos fidelidad por las marcas, por estereotipos llenos de determinaciones conductuales y relacionales, es decir, el ajuste del sujeto a un determinado patrón o estándar que propulsa y retroalimenta toda la dinámica capitalista y sus representaciones.

Y esto se hace explotando las vulnerabilidades psicoafectivas, exacerbando los complejos de inferioridad del ego por vía de la comparación constante, creando sensación de escasez, exclusividad e insatisfacción en las personas. También, mediante la guerra por secuestrar la atención del consumidor-espectador con la omnipresencia de las pantallas, a través de la química del cerebro y de las hormonas (dopamina, adrenalina y cortisol con las pantallas omnipresentes).

No es de extrañar la proliferación de tantos desajustes afectivos, baja autoestima, egotismos, depresiones, soledad, ansiedad, impaciencia, impulsividad, baja tolerancia a la frustración, que están proliferando últimamente en nuestras sociedades, sobre todo en la infancia y adolescencia. El bombardeo mercadotécnico contra el psiquismo humano está siendo feroz, brutal, bestial, pero es intrínseco a la lógica explotadora y extractiva del capitalismo, en sus formas o procesos audiovisuales más sutiles.

El capitalismo global actual es sobre todo posible y se hace aparentemente «sostenible» gracias a esa clase media aspiracional, neoburguesa, urbanita, incluso “cosmopaleta”, preocupada y ávida por cumplir normativamente con cada una de las expectativas impuestas por las grandes corporaciones mediante las marcas y todo el imaginario colectivo que comportan. Es, sin duda, el estrato social en el que mejor se percibe el bombardeo psíquico al que se ven sometidos sus individuos y grupos.

El epítome de esto es el personal branding, los sujetos que desarrollan su marca personal, porque trascienden la fetichización del producto hacia la del productor. La persona humana se subsume en el capital como producto marcado. Se cosifican voluntariamente dentro de un «mercado laboral» en el que se normaliza e instituye el mercadeo y descarte de «recursos humanos», los profesionales de sectores más cualificados incluso ya como «marcas humanas» al margen de su cuestionable valor como fuerza de trabajo real o tangible.

La clave, en síntesis, es como toda esa dinámica antropológica y sociológica, básicamente individualista, pervierte los vínculos humanos y la comunidad. La solución tiene que ir hacia la recuperación de los vínculos personales y comunitarios sobre la base de eliminar la subsunción del trabajo en el capital, y limitando la reproducción descontrolada del mismo capital. Redimensionar la economía a la escala humana acabando con la psicología agresiva del capitalismo, pero también con la paliativa que autogenera el propio capitalismo como nicho de mercado ante la destrucción psíquica que promueve.

¿Es acaso un fenómeno casual que proliferen al mismo tiempo que se impone este capitalismo mental tantas narrativas de autoayuda, mindfulness, new age y tantas terapias solipsistas? ¿No esconde esto un plan para neutralizar la génesis de una acción colectiva real y material que desafíe verdaderamente al sistema y dote de conciencia revolucionaria al pueblo?

Conclusión

El capitalismo de la mente es la culminación de siglos de evolución económica, pero también su manifestación más intrusiva y explotadora. Al colonizar la psique humana, las marcas no solo moldean los mercados, sino también las identidades y las relaciones humanas.

Para contrarrestar esta tendencia, es crucial un marco regulatorio que limite la manipulación psicológica y proteja la privacidad de los datos. Más allá de la legislación, también es necesario fomentar una alfabetización digital crítica que permita a los ciudadanos resistir las tácticas de manipulación emocional y conductual que aplican los grandes imperios cibernéticos, devenidos ya de facto en inmensos latifundistas de datos, transferidos al mejor postor, tanto grandes corporaciones como también gobiernos.

El capitalismo, en su obsesión por monetizar cada aspecto de la experiencia humana, se enfrenta a un dilema existencial: o reconoce los límites éticos y sociales de su alcance, o se arriesga a destruir el tejido mismo de las sociedades que lo sostienen, comenzando por el ser humano en su dimensión integral, que es familiar y comunitaria. La pregunta no es si este neocolonialismo psíquico dominará el futuro, sino qué humanidad quedará bajo su dominio.