Familia y escuela

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La infancia y adolescencia del hombre se forjan entre esos tres ámbitos de realidad y de sentido: familia, calle y escuela. El rostro personal de la madre y el maestro otorgaban antes las fibras primarias del tejido de la vida, en el que se insertaban otras secundarias, hoy la situación se ha invertido. Es la calle la que arrastra orientación y determina convicción. A la situación de la familia y de la calle debemos mirar a la hora de comprender el logro o fracaso escolar. La escuela era antes factor configurador; hoy, en cambio, es factor derivado. ¿Tiene fuerza en el orden psicológico para ser creadora de actitudes personales y personalizadoras?…

Por OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL
ABC

Cada ser humano tiene su lugar de nacimiento personal, donde sus raíces arraigaron o donde quedaron al aire, sin humedad y sin jugo. Arraigo o desarraigo, confianza fundamental en la vida o distancia resentida frente a ella, ¿quién nos los da? ¿De qué somos al final hijos: de la calle, de la escuela, de la familia? ¿De la compañía que suscita y sostiene la libertad o del aislamiento y abandono que nos dejan desvalidos ante el futuro?

La infancia y adolescencia del hombre se forjan entre esos tres ámbitos de realidad y de sentido: familia, calle y escuela. El rostro personal de la madre y el maestro otorgaban antes las fibras primarias del tejido de la vida, en el que se insertaban otras secundarias, hoy la situación se ha invertido. Es la calle la que arrastra orientación y determina convicción. A la situación de la familia y de la calle debemos mirar a la hora de comprender el logro o fracaso escolar. La escuela era antes factor configurador; hoy, en cambio, es factor derivado. ¿Tiene fuerza en el orden psicológico para ser creadora de actitudes personales y personalizadoras?

Ya no es posible recluirse en los contextos naturales de origen, familia, religión, raza, despreciando lo que la historia, cultura y racionalidad han conquistado como saberes, derechos y responsabilidades. Ni el capitalismo ni el socialismo, ni el cristianismo ni el islam pueden pretender ser forjadores de identidades cerradas. La abertura a la alteridad, el ensanchamiento a la historia y el diálogo como búsqueda cooperativa de la verdad son los caminos de lo humano y de lo divino. Tenemos que conjugar identidad propia y universalidad ciudadana, verdad y libertad, afirmación del individuo y solidaridad humana.

Si la familia es la matriz primera de la identidad, la escuela es la puerta que abre hacia la verdad histórica del hombre y hacia la personalidad compleja. Sin arraigo primigenio no hay capacidad de vuelo hacia las alturas y distancias; pero sin vuelo hacia otros mundos, el mundo propio se convierte en una cárcel. Occidente inclina hoy a fiarlo todo a la escuela, como lugar de la razón pública y social, mientras que el islam parece inclinar a fiarlo a la familia.

La relación entre familia y escuela ha sido alterada y de su distonía derivan muchos problemas escolares. ¿Qué ha variado en la estructuración de la familia en los últimos años? Ha cambiado casi todo, comenzando por el contexto rural en el que se forjó. Hemos pasado de una situación local, estática, a una movilidad y dinamismo permanentes. Ha variado el orden de autoridad y las primacías de decisión, pasando a la igualdad jurídica y moral entre padre y madre. A la familia ancha y compleja, construida por abuelos, tíos, primos, que otorgaba a sus miembros conciencia de variedad, complejidad, apoyo y confianza ha sucedido otra, recortada y mínima, con sola madre o solo padre; en muchos casos dos hijos, en otros uno solo. Antes educaban los hermanos en compañía y choque, en reciprocidad y sostén. La variedad de hijos llevaba consigo el recorte y el soporte entre ellos, el despego psicológico, sin que los padres los miraran como espejo de autocontemplación narcisista (la llamada «religión de los hijos»). Han variado las condiciones de trabajo y de vivienda. De ahí resulta también otro hecho que comienza a alterar los tejidos interiores de los hijos sobre todo en los niveles profesionales medios y altos: muchos hijos sólo ven a sus padres de nueve de la noche a nueve de la mañana. El resto del día quedan entregados a cuidadoras procedentes de otras culturas e incluso de otra lengua, o trasferidos a esas zonas de espera impaciente, en que se convierten las guarderías, donde los educadores sustituyen a los brazos maternales, que con su ternura aportan la confianza fundamental, necesaria para existir sin difidencia en el mundo.

A la uniformidad cultural de antaño, está sucediendo la diversidad cultural, racial y religiosa; con mutaciones que no provienen sólo de hechos externos sino de convicciones internas. ¿Cómo se vive la vida naciente y cómo se acoge tanto a las madres gestantes como a los hijos que traen a este mundo? El drama supremo de Europa es el rechazo de la vida en un sentido y su apropiación en otro. Este giro de conciencia es el que debemos analizar, preguntándonos si él es garantía de mayor fecundidad y valor moral o si no está amenazando en la propia raíz a nuestra dignidad y con ella nuestro futuro. Cuando se comprende la vida como don de Dios, se la acoge con agradecimiento, se la valora infinitamente y se favorece su perduración ulterior. Los venideros tienen derechos que no podemos cercenar. La vida humana surge y crece con unas condiciones objetivas materiales y esponsales, que no podemos alterar a nuestro gusto. Están en juego las futuras personas.

La escuela sola no tiene capacidad para superar esos retos. Hay que repensar la estructura interna de la familia, para integrar las nuevas y admirables conquistas de trabajo y profesión de ambos esposos en un marco, que no convierta a uno de ellos en víctima. Hay que rehacer la valoración de la madre y de la familia con protección legal, apoyo económico y defensa moral frente a la trivialización maligna que ahora está padeciendo. Hay que proveer a unas actitudes, instancias e instituciones de prevención y no sólo de curación. Es desproporcionada la relación entre presupuestos y medios otorgados a superar el sida, la droga o la violencia en la familia, y los otorgados a prevenir esas lacras. No se puede trivializar la educación sexual ni banalizar el amor hasta el límite de su degradación personal en las relaciones entre la juventud, dejándolo todo al remedio de utilización de preservativos o la píldora del día siguiente. ¿Es posible una educación mínimamente humana, digna y con capacidad de futuro, si en privado y en público no se orienta con ideales y criterios ni se robustecen las actitudes personales y las capacidades morales con una palabra tan relegada como necesaria: las virtudes?

Hay que reordenar la familia en clave personal y reorganizarla en clave social, jurídica y fiscal, de manera que pueda asumir su papel educativo. Hay que fijar la tarea de formación y de extensión propia de la escuela. La colaboración crítica entre ambas logrará hacer ciudadanos, hombres, hermanos. Nos alumbrará la capacidad para la diversidad y comprensión del que viene de lejos. La recepción de inmigrantes en Europa no debe ejercitarse desde el recelo. El que está y el que viene, ambos tienen una palabra que decir. «Oh alma mía, estate preparada para la venida del Forastero/ estate preparada para aquel que hace preguntas» (T.S. Eliot). La policía no es la primera llamada a superar los problemas de convivencia entre culturas y continentes sino la vigilancia del espíritu, la actitud fraterna, el conocimiento del prójimo en su historia, cultura y religión. De su casa a nuestra escuela debe ir un camino de acogimiento, no de rechazo y desprecio humilladores, que siembran la simiente del resentimiento y de la venganza.

Familia como hogar, escuela y taller; reconstruida desde dentro de ella misma y apoyada por las instancias sociales para que pueda cumplir su misión. La escuela no la puede suplir. Escuelas como familias; familias como escuelas. Escribo estas líneas cuando Juan Pablo II canoniza a José Manyanet, fundador de los Hijos de la Sagrada Familia y las Misioneras de Nazaret. Él fue quien estuvo en el origen de «La Sagrada Familia», ese milagro de genio, de santo y de pobre que levantó Gaudí, con sus torres como llamas de luz para los hombres y de alabanza para Dios.