Papa León XIV: «Las comunidades cristianas pobres y perseguidas son primicias del Reino que viene»

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La Iglesia de Cristo «vive en sus miembros frágiles, rejuvenece gracias a su Magníficat». También hoy «las comunidades cristianas pobres y perseguidas, los testigos de la ternura y del perdón en los lugares de conflicto, los operadores de paz y los constructores de puentes en un mundo hecho pedazos son la alegría de la Iglesia, son su permanente fecundidad, las primicias del Reino que viene».

Así lo ha recordado el Papa León, en la homilía pronunciada con motivo de la solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María, durante la celebración litúrgica que ha presidido en la parroquia pontificia de Santo Tomás de Villanueva en Castel Gandolfo.

En María de Nazaret -ha subrayado el obispo de Roma en el día en que la Iglesia celebra la Asunción al cielo de la Madre de Dios- «está nuestra historia, la historia de la Iglesia inmersa en la humanidad común».

María, testigo de la resurrección de su Hijo, vio a Jesús pronunciar libremente en la cruz el «sí» que «que debía vaciar de poder a la muerte, esa muerte que aún se difunde cuando nuestras manos crucifican y nuestros corazones son prisioneros del miedo, de la desconfianza». María -ha recordado el Pontífice- estaba al pie de la cruz, «unida a su Hijo». «Hoy podemos intuir -ha proseguido el Papa Prevost- que María somos nosotros cuando no huimos, somos nosotros cuando respondemos con nuestro “sí” a su “sí”. En los mártires de nuestro tiempo, en los testigos de la fe y de la justicia, de la mansedumbre y de la paz, ese “sí” sigue viviendo y sigue enfrentando la muerte».

En la solemne liturgia del día, el Evangelio de Lucas vuelve a proponer el episodio de la Visitación de María a su prima Isabel. Un «momento crucial» de su vocación, que la liturgia repite precisamente en el día en que se celebra «la meta» de su existencia terrenal. «Toda historia, incluso la de la Madre de Dios -ha señalado el Papa León- en la tierra es breve y termina. Pero nada se pierde». El canto del Magnificat, que el Evangelio pone en boca de la joven María, «irradia ahora una luz que ilumina su historia. En este día, el del encuentro con su prima Isabel, se contiene el secreto de cualquier otro día, de cualquier otra época. Y las palabras no son suficientes; es necesario un canto, que la Iglesia sigue entonando cada día, al atardecer, “de generación en generación”». De este modo -ha proseguido el Pontífice- «la Resurrección entra también hoy en nuestro mundo, pero la vida de Dios trunca la desesperación por medio de experiencias concretas de fraternidad, por medio de nuevos gestos de solidaridad».

La Resurrección, antes de «ser nuestro destino último», ha subrayado el Obispo de Roma, «modifica -en alma y cuerpo- nuestro habitar en la tierra». Por la fuerza de la Resurrección de Cristo, precisamente «los humildes, los hambrientos, los siervos laboriosos de Dios» pueden ver ya en la tierra los prodigios que la Virgen María canta precisamente en el Magnificat: los poderosos derrocados de sus tronos, los ricos con las manos vacías, las promesas de Dios cumplidas.
«Se trata -ha subrayado el Sucesor de Pedro- de experiencias que todos, en cada comunidad cristiana, deberíamos poder decir que hemos vivido; que parecen imposibles, pero en ellas se sigue revelando la Palabra de Dios. Cuando nacen los vínculos con los que nos oponemos al mal con el bien, a la muerte con la vida, entonces vemos que con Dios no hay nada imposible».

En cambio, a veces, «donde predominan las seguridades humanas, un cierto bienestar material y esa relajación que adormece las conciencias, esta fe puede envejecer. Es entonces cuando nos invade la muerte, en formas de resignación y queja, de nostalgia e inseguridad. En lugar de ver que este viejo mundo se acaba, se sigue buscando auxilio en él; el auxilio de los ricos, de los poderosos, que generalmente se acompaña con el desprecio de los pobres y los humildes». En cambio, «la Iglesia vive en sus miembros frágiles, rejuvenece gracias a su Magníficat. También hoy las comunidades cristianas pobres y perseguidas, los testigos de la ternura y del perdón en los lugares de conflicto, los operadores de paz y los constructores de puentes en un mundo hecho pedazos son la alegría de la Iglesia, son su permanente fecundidad, las primicias del Reino que viene».

Por eso -ha sugerido el Papa León- en María, Asunta al cielo, «tenemos motivos para ver nuestro destino. Ella nos ha sido dada como el signo de que la resurrección de Jesús no fue un caso aislado, ni una excepción. Todos, en Cristo, podemos vencer a la muerte». La victoria sobre la muerte sigue siendo, sin duda, «obra de Dios, no nuestra. Con todo, María es ese entramado de gracia y libertad que nos impulsa a la confianza, a la valentía, al compromiso con la vida de un pueblo».

En la vida de cada uno hay ciertamente muchas voces que «están siempre ahí susurrándonos: “¿Quién te obliga a que lo hagas? ¡Déjalo! Piensa en tus propios intereses”. Estas son voces de muerte. Nosotros, en cambio – ha concluido el obispo de Roma-, somos discípulos de Cristo. Es su amor el que nos impulsa, alma y cuerpo, en nuestro tiempo. Como individuos y como Iglesia ya no vivimos para nosotros mismos. Es precisamente esto -y sólo esto- lo que hace que se difunda y prevalezca la vida. Nuestra victoria sobre la muerte comienza desde ahora».

Agencia Fides