El SUEÑO de MARÍA

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En vísperas de la Navidad de 1723, Johann Sebastian Bach estrenó en Leipzig -donde ejerciera de maestro de capilla de la iglesia de Santo Tomás- su cantata inspirada en el Magnificat. En aquella ocasión, las voces de los ínterpretes resonaron en latín estrenando tan espléndida adaptación musical: «Deposuit potentes de sede,/ et exaltavit humiles» («Derrocó de su trono a los potentados,/ y enalteció a los humildes»). «Esurientes implevis bonis,/ et divites dimisit inanes» («Llenó de bienes a los hambrientos,/ y despidió vacíos a los ricos»). El texto se ajusta a San Lucas cuando relata el cántico de María ante su prima Isabel aludiendo a la preferencia del Sumo Hacedor por los humildes frente a los poderosos y a su opción en favor de los hambrientos.


por ENRIC SOPENA
Jueves, 30 de diciembre de 2004
ABC

En vísperas de la Navidad de 1723, Johann Sebastian Bach estrenó en Leipzig -donde ejerciera de maestro de capilla de la iglesia de Santo Tomás- su cantata inspirada en el Magnificat. En aquella ocasión, las voces de los ínterpretes resonaron en latín estrenando tan espléndida adaptación musical: «Deposuit potentes de sede,/ et exaltavit humiles» («Derrocó de su trono a los potentados,/ y enalteció a los humildes»). «Esurientes implevis bonis,/ et divites dimisit inanes» («Llenó de bienes a los hambrientos,/ y despidió vacíos a los ricos»). El texto se ajusta a San Lucas cuando relata el cántico de María ante su prima Isabel aludiendo a la preferencia del Sumo Hacedor por los humildes frente a los poderosos y a su opción en favor de los hambrientos.

Nadie debería asombrarse ante el significado de estas hermosas palabras. María no hace en su Magnificat otra cosa que adelantar el mensaje nuclear que luego difundiría su hijo -acompañado de un grupo de pescadores desarrapados- y que, por cierto, le condujo a la muerte en el Gólgota. Parece, pues, pertinente en estas fechas de acentuado relieve navideño -dentro del ciclo iniciado en la vigilia del 25 de diciembre y que termina el 6 de enero- subrayar hasta qué extremo se va alejando, hasta límites impensables, el nacimiento de Cristo de la manera con la que hemos convenido mayoritariamente en festejarlo. No es ninguna exageración recordar que el marco en el que nació no pudo ser más pobre. Lo contrario del ostentoso derroche que articula su conmemoración. Estamos ante una irritante paradoja en la que participan -al margen de la buena voluntad de cada cual- tanto creyentes como no creyentes.

El problema de fondo radica en el lamentable hecho, estremecedor si se examina con sensibilidad, de que dos mil años más tarde continúa habiendo una escandalosa situación de pauperismo. Hay estrellas, sol y luna, como evoca el villancico. Pero sobre todo persiste la hambruna en medio mundo. Es decir, que tanto esos fragmentos del Magnificat como las reiteradas exhortaciones de Cristo a los ricos de la época -para que compartieran sus pertenencias con los famélicos- siguen siendo de máxima actualidad. No nos encontramos ante historias caducas que reflejan momentos históricos superados. La admonición de Cristo en el Sermón de la Montaña, «!Ay de vosotros los que estáis hartos!», mantiene su vigencia.

A finales de septiembre, y a propósito de la parábola sobre Epulón y Lázaro, Juan Pablo II resaltó que éste fue «acogido en el paraíso», mientras que «el rico acabó sufriendo tormentos». «La enseñanza que se saca (…) -precisó el Papa- es clara: cada uno debe utilizar los propios bienes sin egoísmo y de manera solidaria». San Marcos pone en boca de Cristo: «Hijos, ¡cuán difícil es que los que tienen depositada su confianza en las riquezas entren en el reino de Dios! Más fácil es pasar un camello por el ojo de la aguja que entrar un rico en el reino de Dios».

Pues bien, no se compadece en absoluto la exhibición de opulencia de estos días con una realidad que -sólo imaginarla- provoca escalofríos y pavor. Porque, según el reciente informe de la Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO), más de cinco millones de niños -por lo general menores de cinco años- mueren anualmente de hambre. 852 millones de seres humanos sufren malnutrición. Más de la mitad de quienes apenas comen se hallan en la India y en África. La miseria afecta a nueve millones de personas en los países industrializados. Aunque se percibe una cierta reducción del hambre, es tan lento y tan escaso el avance que esta guerra pacífica -probablemente la única legítima- no parece que tenga final ni feliz ni próximo.

La UNICEF ha destacado que unos mil millones de niños viven «sin niñez», castigados por la pobreza, el sida o la brutalidad de las guerras. Semejante tragedia alcanza a casi la mitad de los niños. Téngase en cuenta, por ejemplo, cuáles son las condiciones de los niños de la calle, abandonados, sin familia, que sobreviven sumergidos amargamente en la mendicidad, la prostitución o la delincuencia, sin escolarización ni atención sanitaria, entre otras carencias. Javier Pérez de la Vega, alto responsable de la FAO, diagnosticó en el Fórum de Barcelona que «el crecimiento económico y el mercado por sí solos no resuelven la pobreza». Y añadió: «Los alimentos son suficientes. No se trata por tanto de un problema técnico, sino político. No se distribuye adecuadamente la riqueza».

Resulta evidente que supondría un ejercicio con ribetes demagógicos cargar en la cuenta de los dispendios navideños el nivel infrahumano de millones y millones de niños, adultos y ancianos. La gravísima cuestión que nos ocupa va más allá, a pesar de que tamaño despilfarro pueda ser calificado de síntoma de una enfermedad profunda. Se trata, en efecto, de distribuir adecuadamente la riqueza. Dicho de otro modo: de garantizar que nadie quede excluido de los derechos más elementales sin olvidar que «no es posible lograr que los pobres tengan libertad siendo pobres», como afirma con razón Wangari Maathai, que ha conseguido en 2004 ser la primera mujer africana galardonada con el Nobel de la Paz. Tan monstruosa perversidad -la que se deriva de que junto al bienestar de muchos se mueran de hambre muchos otros- es un mal que parece endémico, aun siendo susceptible de ser erradicado.

El 7 de diciembre de 1965 Pablo VI hizo pública su encíclica Gaudium et spes. Sostenía el Papa Montini: «Mientras muchedumbres inmensas carecen de lo estrictamente necesario, algunos, aun en los países menos desarrollados, viven en la opulencia o malgastan sin consideración. El lujo pulula junto a la miseria. Y mientras unos pocos disponen de un poder amplísimo de decisión, muchos carecen de toda iniciativa (…), viviendo con frecuencia en condiciones de vida y de trabajo indignas». Las cosas no han cambiado sustancialmente. Entre las prioridades de cuantos «disponen de un poder amplísimo de decisión» no asciende al primer lugar -con carácter urgente e irrenunciable- el combate contra el hambre y contra el resto de lacras evitables. En cambio, se ha convertido en dogma que el principal enemigo de la humanidad es el terrorismo.

Por supuesto que el terrorismo es un enemigo abominable. Pero en términos de vidas humanas el terrorismo supone un peligro de muchísimo menor alcance. Por otro lado, la lucha para liquidar el hambre de la faz de la tierra no ha de contraponerse a los loables esfuerzos por eliminar el terrorismo. Esta otra irracionalidad – sustentada sobre la violencia- tiene su caldo de cultivo, no único, en la desesperación de multitud de apaleados por circunstancias especialmente adversas. No obstante, en la agenda de algunos de los más poderosos figura en primer lugar lo que se denomina la guerra contra el terrorismo. ¿Cuántos recursos económicos se invierten en este género de guerra? Infinitamente más que aquellos destinados a que todos los seres humanos sean alimentados, dispongan de asistencia sanitaria básica, reciban una educación general razonable y puedan acceder a puestos de trabajo no ominosos.

Hay quienes creen que el objetivo de conseguir un mundo donde la pobreza sea inexistente constituye una misión imposible. O una utopía inalcanzable, propia de ilusos tan bien intencionados como estúpidos. También la aventura de Cristo en la Tierra tiene numerosos componentes utópicos, que son respetados por quienes se consideran de verdad cristianos y por cuantos -desde el agnosticismo o el ateísmo- valoran positivamente el ejemplo de Cristo y muchas de sus enseñanzas. ¿Cuesta tanto compartir juntos la noble aspiración de que llegue un día en el que, por fin, los humildes sean enaltecidos y los hambrientos colmados de bienes, como soñaba María?