Es muy fácil recordar el libro de Cacho sobre los orígenes de PRISA, en pleno franquismo y valiéndose de información privilegiada originada en centros oficiales de aquel régimen. O la trayectoria de Juan Luis Cebrián en cargos de la mayor responsabilidad ligados a la comunicación y propaganda de la dictadura. O los comienzos de varios de sus colaboradores destacados en el diario falangista Arriba. Y tantas otras curiosidades por el estilo…
Pío Moa
LibertadDigital
3 de enero de 2005
Es muy fácil recordar el libro de Cacho sobre los orígenes de PRISA, en pleno franquismo y valiéndose de información privilegiada originada en centros oficiales de aquel régimen. O la trayectoria de Juan Luis Cebrián en cargos de la mayor responsabilidad ligados a la comunicación y propaganda de la dictadura. O los comienzos de varios de sus colaboradores destacados en el diario falangista Arriba. Y tantas otras curiosidades por el estilo.
Pero esto, en principio, no tiene excesiva significación. Mucha gente ha cambiado y lo ha hecho de modo sorprendentemente radical. En España apenas hubo oposición real al franquismo, mientras que ahora, cuando ya no hace falta, casi todo el mundo parece haberse vuelto «antifranquista» y resuelto a derrotar a Franco. Poco habría que objetar a tales actitudes, al margen de su evidente majadería, si no fuera porque el cambio se ha producido con sospechosa rapidez y sin la oportuna aclaración. En tales circunstancias resulta poco aplicable el refrán «rectificar es de sabios». Un caso bien notorio: a principios de los años 80 el PSOE renunció al marxismo, cambio crucial, pues esa doctrina totalitaria había orientado todos sus pasos hasta entonces. Cambio para bien de la democracia, ciertamente, pero realizado sin el menor examen autocrítico, sin la menor reflexión sobre lo que habían significado para la España del siglo XX los intentos de aplicar las teorías genocidas de Marx. Falto del indispensable análisis, el partido sólo se transformó superficialmente, y lo estamos comprobando a diario: sostiene las mismas ideas con que los terroristas justifican su acción, y por tanto no cesa de dar victorias al terrorismo, aunque condene retóricamente sus métodos
Como se ha dicho a menudo, entre fascistas y marxistas hay más semejanzas que diferencias, al menos en cuanto a su objetivo inmediato: la destrucción de la democracia. Drieu la Rochelle, francés colaboracionista de la ocupación alemana (como tantos, empezando por Mitterrand) lo explicó en una frase ingeniosa: «Los nazis son los cínicos, porque admiten abiertamente su tiranía, su violencia; y los comunistas son los hipócritas, porque niegan descaradamente las suyas». La hipocresía da mejor resultado: ¡permitió a Stalin salir de la guerra mundial como defensor de la libertad frente al fascismo! Los dos movimientos son además ateos o ateoides, y no encuentran ninguna razón de orden moral común que les impida imponer sus aspiraciones con la brutalidad precisa. Mussolini explicó alguna vez que el fascismo era menos cuestión de doctrina que de estilo: el estilo de la violencia, de la imposición chulesca, del heroísmo prefabricado (aunque debe reconocerse que su régimen fue poco cruento y resultó casi un balneario, comparado con el nazi o el soviético).
Esta digresión viene al caso de la actitud crecientemente antiliberal del grupo PRISA. Aunque las técnicas de la hipocresía aludidas por Drieu la Rochelle han sido vastamente practicadas por El País y la SER, cualquier observador medianamente sagaz ha podido comprobar con frecuencia la censura, la manipulación y la vulneración de las normas democráticas en las empresas prisaicas. El reciente caso del crítico Echevarría ha tenido gran repercusión, pero dista muchísimo de ser único o especialmente grave. El carácter de El País quedó bien visible ya hacia el final de la Transición, cuando apoyó incondicionalmente a los nacionalistas e izquierdistas catalanes que vulneraban la ley aplicando coacciones, amenazas y violencias a quienes defendían la Constitución y los derechos democráticos de los castellanohablantes. El País ocultó o desvirtuó ante sus lectores la información pertinente, silenció a los demócratas y contribuyó a su linchamiento mediático.
Jiménez Losantos, principal víctima, ha relatado en Lo que queda de España, de muy recomendable lectura, aquella infamia, la cual debiera ser recordada a menudo, pues constituyó algo así como una fechoría fundacional. Después de ella vinieron el «antenicidio», las denegaciones del derecho de réplica y mil formas de manipulación o campañas de silenciamiento o linchamiento. Cuando salió a la luz la marea negra de la corrupción socialista, PRISA contribuyó a ella motejando de «sindicato del crimen» a los periodistas que defendían la libertad de todos al impedir la institucionalización del robo desde el poder tipo PRI mejicano. Por no hablar de la prolongada insistencia prosaica en la negociación con la ETA a expensas del estado de derecho, de sus simpatías iniciales y no tan iniciales por regímenes como el de Jomeini o por diversos movimientos terroristas internacionales, o sus manipulaciones en relación a los movimientos desestabilizadores contra el gobierno Aznar con motivo del Prestige o de la guerra contra el genocida Sadam… Un estudio a fondo de la trayectoria periodística –no digo empresarial– de El País o la SER traería muchas sorpresas a los ingenuos que siguen teniendo a ese negocio por paradigma de la democracia.
Ahora, PRISA está metida de hoz y coz en una campaña típicamente jacobina contra la Iglesia. Que la Iglesia sea criticada no es ningún delito, sino lo más normal en democracia. Pero la «crítica» se convierte aquí en una mezcla de calumnia y burla soez, en un estilo muy característico. En vísperas de Navidad, un programa televisivo de la empresa explicaba «cómo cocinar un crucifijo»: se le trocea, se lo unta con mantequilla y «al tercer día» sale del horno «en su punto»; las burlas contra el papa son tan frecuentes y zafias como puede esperarse de una mentalidad fascistoide; han llegado a grabar ocultamente confesiones en una iglesia de Madrid para reproducirlas entre risotadas en un programa radiofónico …
Todo ello vulnera el código penal que en su artículo 525 condena las ofensas a «los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa» y a quienes «hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican». Desde luego, PRISA y el PSOE cumplen escrupulosamente la ley, incluso con oficiosidad, cuando se trata de otras religiones, en especial la islámica, a la que estos audaces e ingeniosos bufones nunca osarían tratar como lo hacen con la católica. No hace falta decir por qué.
El «estilo fascista» es así.