Un CUENTO de NAVIDAD

1808

Con el sombrero caído sobre los ojos y el cuello del abrigo levantado, el viejo Staupp, inclinado hacia delante, avanzaba penosamente contra el viento y la nieve, que lo azotaban como queriendo derribarlo. Mientras tanto, con las manos en los bolsillos, contaba con dedos ágiles lo que le había rentado aquel día. Estaba contento.


K. Springenschmid

Con el sombrero caído sobre los ojos y el cuello del abrigo levantado, el viejo Staupp, inclinado hacia delante, avanzaba penosamente contra el viento y la nieve, que lo azotaban como queriendo derribarlo. Mientras tanto, con las manos en los bolsillos, contaba con dedos ágiles lo que le había rentado aquel día. Estaba contento. Entre las piezas metálicas había más de las grandes que los otros días. En esto de contar, Staupp era un genio. Hizo el total y calculó la proporción: ¡tres veces y media más que el producto de un día ordinario!

Aunque el viejo Staupp no daba demasiada importancia a la Nochebuena, se veía forzado a reconocer que en esta fecha las gentes daban más y con mejor cara que durante el resto del año. Pero también había más palabras que de ordinario: buenos deseos, consejos bondadosos, y a veces incluso alguna amable alusión a las señales demasiado claras de alegría «húmeda» que encontraban en la cara de Staupp. El viejo Staupp odiaba las palabras, especialmente las bien intencionadas: odiaba sobre todo el empaque ceremonioso: las mujeres laboriosas que, antes de sacar la calderilla, se limpiaban en el delantal la masa que se les había pegado a los dedos, los hombres que se daban aires de importancia y ponían cara beatífica de apóstoles.

Sólo le faltaba llamar a unas pocas casas; luego Staupp celebraría la Nochebuena como él sabía. Todo lo demás era ridículo.

El viejo Staupp entró en la primera casa y subió al piso alto. Allí vivían gentes humildes. ¡Mejor! Estas daban más que las ricas, y gastaban menos palabras, lo cual era más de agradecer. Puso cara lastimera, de pedir, y llamó a la puerta. No abrieron. A esto estaba ya acostumbrado.

Pensaba llamar por segunda vez, cuando llegó a sus oídos una voz tenue, delicada, que venía de dentro. ¿Era alguien que lloraba? Contuvo el aliento y escuchó. Sí, era un niño que lloraba; no con un berrido agudo e impertinente, sino en un hilito débil, como hacen los animales cuando se quejan. Aquel quejido removió el corazón del viejo Staupp.

-¿Estás solo?- preguntó a través de la estrecha rendija que quedaba entre la puerta y el marco.

No obtuvo respuesta. Sólo la dolorida voz del niño, rota por un débil lamento. Staupp sacó la ganzúa. Sonó un ruido en la cerradura. El viejo empujó la puerta con cuidado.

La vivienda constaba de una sola habitación. En ella, un fogón, una cama y, sentada en el suelo, una niña que aparentaba tener cuatro años.

-¿Por qué lloras?- le preguntó el viejo con voz delicada- ¿No sabes qué día es hoy? Hoy es…

La palabra Nochebuena no acudió a los labios de Staupp. La pálida pequeña miraba asustada a aquel hombre extraño. Tenía una carita delgada y tierna, con pecas en la frente y en la pequeña nariz respingona.

El viejo Staupp se arrodilló junto a la niña y le limpió las lágrimas.
-¿Te han dejado sola?- preguntó.

La pequeña asintió con la cabeza:

– La señora Blaschek se ha ido.
-¿Sí? ¿Se ha ido la señora Blaschek? ¿Es ella tu madre?

La niña fijó sus ojos, grandes y maravillados, en los del viejo mendigo, y negó con la cabeza.

– ¿No es tu madre? Ah, ya entiendo: la señora Blaschek te ha recogido para aprovechar tu pensión de huérfana. Y ahora se ha marchado. Se va al cine y te deja sola. No, al cine no, hoy los cines están cerrados. Y te ha dejado sola. ¡Oh, yo sé muy bien qué es estar solo!

Los dedos temblorosos del viejo acariciaron la suave cabellera rubia de la pequeña.

-¡Y precisamente hoy, que es Nochebuena!

¡Qué extraña había sonado aquella palabra en sus labios! La niña lo miró con ojos vacilantes.

– Sí, Nochebuena —siguió Staupp-. Hoy viene el niño Jesús.
– ¿El Niño Jesús?
– Eso dice la gente. Pero la gente dice muchas cosas.
– El viejo no sabía qué hacer y menos aún qué decir. Pero la impaciente espera que leyó en los ojos de la niña acabó por hacerle ver claro.
– Aunque a veces es verdad lo que dice la gente.
– El Niño Jesús ¿viene hoy de verdad?
– ¡De verdad! —el viejo Staupp afirmaba con la cabeza- ¡Completamente de verdad!

Cuando, una hora después, el viejo Staupp entró de nuevo en la habitación, la niña se había dormido en un rincón. En su sueño movía suavemente los labios. Sólo Dios lo sabe, pero quizá soñaba con el Niño Jesús y hablaba con él. Staupp dejó sobre la mesa todo lo que, a pesar de su prisa, había podido comprar: la pequeña muñeca de trapo con su vestido rojo – ¡una pieza que le había costado un dineral!-, varios pliegos de recortables, los polvorones y las nueces doradas.

Con mucho cuidado para no hacer ruido, salió de la habitación, cerró la puerta y bajó las escaleras. Cuando estuvo en la calle, sus dedos, según una vieja costumbre, sondearon el bolsillo del pantalón.

-¡Vacío, completamente vacío!… ¡Viejo estúpido! —gruñó- ¡Sí, viejo estúpido!

Pero allá dentro, muy dentro, el viejo Staupp sentía que ninguna Nochebuena había caminado con tanta alegría mientras el viento y la nieve le azotaban la cara.