¿En qué suelo vital arraigan las raíces de un hombre que ha cambiado la historia de Europa, que ha determinado el rumbo de la Iglesia católica durante más de veinticinco años y se ha convertido en una referencia moral para millones de hombres de toda cultura, religión y geografía? ¿De qué fuentes originales ha bebido y en qué manantiales se ha seguido abrevando hasta estos últimos días en los que el dolor y el resuello le agotan hasta el borde del abismo?
De KAROL WOJTYLA aJUAN PABLO II
EL PAÍS
Por OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL
5 de marzo de 2005
¿En qué suelo vital arraigan las raíces de un hombre que ha cambiado la historia de Europa, que ha determinado el rumbo de la Iglesia católica durante más de veinticinco años y se ha convertido en una referencia moral para millones de hombres de toda cultura, religión y geografía? ¿De qué fuentes originales ha bebido y en qué manantiales se ha seguido abrevando hasta estos últimos días en los que el dolor y el resuello le agotan hasta el borde del abismo?
Karol Wojtyla, obispo de la ciudad en la que vertieron su sangre los apóstoles Pedro y Pablo, por ello padre de la comunidad católica, es ante todo un niño polaco, que lleva sobre sus espaldas la entrañable historia de una familia herida por la desgracia, y de una patria durante siglos repartida entre los imperios circundantes y finalmente subyugada hasta la destrucción por el nazismo y el comunismo.
Su vida tiene tres etapas claramente diferenciables, con contenidos diversos pero entrelazados entre sí. 1920-1946, como tiempo de infancia, guerra, clandestinidad, trabajo en fábrica y ordenación sacerdotal. 1946-1978, como tiempo de responsabilidad de la fe y de la Iglesia ante unos poderes que le niegan dignidad y sobre todo la libertad personal para creer, celebrar y existir públicamente como creyentes delante de Dios. 1978-2005, como tiempo de máxima responsabilidad más allá de orígenes y patria, para toda la Iglesia católica y desde ella para la humanidad.
¿Cuál es el legado de su infancia y juventud? Ante todo, unos padres profundamente religiosos, donde la oración fiel y la piedad serena pero intensa sostenían dificultades, enfermedades y penurias económicas, desde la muerte de la madre a la de su hermano, joven doctor en medicina, contagiado por sus enfermos. Luego el instituto con todos sus amigos y amigas, protestantes, ortodoxos, judíos, increyentes; la universidad con su pasión por la filología y el teatro. Sobre mi mesa tengo una foto de esos años dirigiendo la escena en las aulas universitarias y trayendo a la conciencia de los polacos perseguidos los grandes nombres de sus héroes, de sus escritores y de sus santos, como cimas de libertad y modelos de dignidad. Siguió el arresto de sus profesores universitarios, el propio trabajo en la fábrica y su experiencia en un laboratorio químico.
De esos años le queda para siempre la convicción de que el arraigo es esencial a la vida humana y el desarraigo es el origen de la inseguridad y desamor, desaliento y desesperanza. Aquel fundamento y agraciamiento de madre y familia le han quedado como raíces de gratitud y de responsabilidad, de fidelidad y de respuesta. Arraigo primero en el amor, cuidado y entrega de rostros amigos, a través de los cuales relumbró para él otro amor originante y absoluto, fiel e inolvidable: Dios. ¿Cómo ser sin fundamento y crecer libre sin amor personal? ¿Cómo existir sin esa referencia de la creatura al Creador? Ése es el cimiento de su confianza, esperanza y atrevimiento frente a tantos miedos.
De su origen y ejercicio ministerial primeros le ha quedado lo que podríamos llamar su «polonidad». Voluntad de ser sí mismo y afirmarse frente a las potencias ideológicas y políticas que imponen una identidad. Voluntad de patria y de Iglesia, de fe y de esperanza. Todo eso en un cruce sorprendente entre el racionalismo y la metafísica alemana por un lado y, por otro, un mesianismo y misticismo eslavos, reconociendo a ambos, y sin querer ceder a la presión de ninguno de ellos. De ahí sus tintes proféticos y mesiánicos que nos traen el eco de grandes rapsodas polacos como Norwid o Miekievicz. ¿Ha habido alguien en estos decenios que haya sumado con más confianza el amor a su patria y la pasión de fraternidad universal?
En aquellos años polacos de profesor universitario y testigo público de la fe se acercó a los grandes autores. Si yo tuviese que elegir tres nombres decisivos de su forma mental, enumeraría a San Juan de la Cruz, del que se nutrió como texto de vida y de oración en su casa, sobre el que hace la tesis doctoral luego en Roma y le acompañará siempre, como testigo vivo del Dios viviente (elemento místico). El segundo nombre es Max Scheler, con la fenomenología y el personalismo, que supone el paso de la preocupación lógica por el funcionamiento de los conceptos a la ejercitación metafísica y encuentro con lo real, dejando a la realidad ser, decirse, revelarse y a las formas de existencia ejercitarse: el amor, la fidelidad, el matrimonio, la virginidad, el entusiasmo, la paternidad, el lenguaje del cuerpo, los valores (elemento metafísico y ético). El tercer nombre será doble, dos teólogos: H. de Lubac y H. Urs von Balthasar. De ellos recibe el sentido de la catolicidad, de la misión, de la verdad humilde pero sobrehumana, de una vida de iglesia arraigada en sus fundamentos cristológicos y pneumatológicos. Y sobre todo el sentido de la Belleza, la que está en el meollo de la realidad, la que hace del teatro de la existencia el esplendor de la libertad, la que refleja la gratuidad absoluta de Dios, que se da entero y personal, que nada exige y todo lo hace posible (elemento estético).
En la tercera fase, que va de 1978 a 2005, es la cabeza de una comunidad de más de mil millones de fieles, y a la vez símbolo de un ideal moral y de una responsabilidad histórica. Si a veces se critica a la Iglesia y al Papa es porque se reconoce que ella está llamada a ser la máxima palabra en el orden de la exigencia humana y de la promesa divina. Y el mayor odio deriva de quienes, por compartir actitudes, posturas morales o ideas políticas contrarias, no creen recibir legitimidad y dignidad de aquella persona e institución que más podían conferírsela; ese Papa e Iglesia que mantienen en alto los ideales evangélicos, las bienaventuranzas y los derechos humanos, aun siendo conscientes de que ellos mismos no siempre están a la altura debida.
De su magisterio en Roma yo señalaría cuatro campos distintos con tres encíclicas en cada uno. Las primeras y más originales han sido las que ha dedicado a lo específico cristiano, el misterio trinitario: Cristo (Redemptor hominis, 1979), el Padre (Dives in misericordia, 1980) y la acción del Espíritu Santo en las almas (Dominum et vivificantem, 1986). Un segundo campo significativo es el del mundo obrero, del trabajo y de la economía (Laborem exercens, 1981; Solicitudo rei socialis, 1988; Centessimus annus, 1991). Con esta trilogía el Papa ha querido elevar la voz para reconocer lo que una ciencia económica está aportando a la vida humana, más allá de violencias propias del nazismo y el comunismo, y más acá de un materialismo positivista que deja a los pobres en los márgenes de la historia.
El tercer grupo de encíclicas se refiere a una de las máximas tareas de la Iglesia: el ecumenismo, el intracristiano primero y luego el diálogo con otras religiones. Para que el papado no sea un obstáculo a la unión ha publicado la encíclica Ut unum sint (1995); para mostrar su aprecio y abertura a las iglesias orientales, la carta apostólica Orientale lumen, y para iniciar una nueva presencia de la fe en el mundo nuevo, equivalente a la Evangelium nuntiandi de Pablo VI, ha publicado en vísperas del jubileo su programa Tertio millenio adveniente (2000). El cuarto grupo es el más abierto a los problemas de la fe comunes con los de la humanidad: el sentido moral, la diferencia entre el bien y el mal, las exigencias objetivas del ser humano. Ésa es la amenaza mayor para la humanidad: la pérdida del sentido moral. A ella dedica la encíclica Veritatis splendor (1993). Junto a ella está la preocupación por la sacralidad de la vida y defensa de la persona, su excendencia respecto de todo poder humano y la simultánea responsabilidad de cuidar de la salud de los enfermos, a la vez que de los nacientes, decrecientes y murientes (Evangelium vitae, 1995). En este marco último se sitúan otros dos textos capitales: la propuesta del evangelio como oferta de verdad a todos los hombres, que no se contrapone a sus culturas o historia, ya que es de otra naturaleza por ser don de Dios (encíclica Redemptoris missio, 1991), y el diálogo entre la fe y la razón, la pasión por la verdad que el hombre puede y debe buscar para su incremento y plenitud suprema -sólo donde se busca y afirma la verdad puede el hombre defenderse ante el poder- (encíclica Fides et ratio, 1998).
Tres palabras suyas caracterizan su persona y misión: «No tengáis miedo», que pronunció el día de la elección, recogiéndolas de labios de Cristo dirigidas a los apóstoles; «Mar adentro», expresión de una responsabilidad cristiana, confiadamente asumida: hay que adentrarse en la historia, en la razón y en la gracia, confiados en quien nos llama, guía y sostiene. Finalmente, la palabra más sagrada de todo apóstol: «Abrid las puertas a Cristo». Para ellas ha vivido y hasta el final las ha acreditado en un ejercicio personal que funde vida personal, misión eclesial y misterio divino. Lo ha cumplido como persona y no como personaje, en la enfermedad y en la vejez, dignificando así, en un tiempo en que la juventud se afirma como edad absoluta y normativa a la vez que aumentan los viejos, a la enfermedad y la vejez, la fidelidad y la confianza en la Iglesia para vivir del Espíritu, que es quien la sostiene más que el régimen eclesiástico.
Un Papa es decisivo, pero no lo es todo en la Iglesia. Ninguna psicología ni personalidad confiere a la misión apostólica toda su fecundidad. Concentrándose en aquellos aspectos que son más conniventes con su historia y formación, cada Papa atiende unas urgencias y desatiende otras, perdiendo reales posibilidades; favorece unas instituciones y relega otras. La Iglesia es católica; su plenitud es plena en raíz y sucesiva en los frutos; va llegando a ella, por acciones y reacciones. No todos podemos hacer todo. Pero lo que hemos hecho, ¿lo hemos hecho bien? Un héroe, un testigo, un padre ha sido Juan Pablo II. A su luz uno siente el gozo de ser cristiano, a la altura del tiempo, y la alegría de ser miembro de la Iglesia católica, sin sospecha alguna ni reticencia disidente, sino en lúcida y gozosa confianza.
Junto a la foto del joven universitario dirigiendo teatro en su universidad tengo en mi mesa otra de Juan Pablo II que, en unos días de verano en Cadore, se desvía del camino y de pronto se encuentra en medio de unos labriegos que recogen el heno en un prado. Y allí está con un matrimonio y su hija que, con los sombreros de paja propios del tiempo, los rastros al hombro y los cestos con la ricia, le saludan como si fuera el vecino del prado de al lado. Con aquella normalidad del amigo o del familiar que vuelve a verlos. Un hombre así devuelve la fe en la humanidad y acrecienta la fe en Dios. Bendito sea su nombre.