Era el mes de febrero de 1988. Mi hijo acababa de ser hospitalizado. El diagnóstico era claro: ¡Leucemia! Las esperanzas de sobrevivencia eran mínimas. Yo tenía 38 años. Teníamos dos hijos: una hija de 12 años y este hijo de 10 años. ¡Él era el niño de mis ojos!
Paul O. Unha
Era el mes de febrero de 1988. Mi hijo acababa de ser hospitalizado. El diagnóstico era claro: ¡Leucemia! Las esperanzas de sobrevivencia eran mínimas. Yo tenía 38 años. Teníamos dos hijos: una hija de 12 años y este hijo de 10 años. ¡Él era el niño de mis ojos!
Yo no creía en nada y no tenía ningún interés en las cuestiones religiosas. Quería ganar dinero, mucho dinero, para poder disfrutar de la vida. Para ello, por el momento, hasta vivía alejado de mi esposa: ella se quedó en el campo y yo vivía en Seúl, pensionario donde una familia, para tener la libertad de actuar y hacer dinero.
¡Y he aquí la novedad de la enfermedad de mi hijo! Lo había hecho venir a Seúl y lo había hecho examinar en uno de los hospitales más célebres de la capital. Se me derrumbó el mundo. Tuve una crisis horrible de desesperación: mi hijo iba a morir y yo no podía hacer nada. Me sentía totalmente perdido, impotente…
Entonces algunas personas que me rodeaban me hablaron de Dios: era para consolarme. De lo que puedo recordar, me hablaban de la providencia, de la gracia, de la llamada de Dios, de medios que le son propios… ¿Por qué presté atención a estas palabras? Eso yo no lo sé. En otros tiempos yo no habría siquiera escuchado. Pero la verdad es que escuché y que se me vino la idea que mi hijo pertenecía tal vez más a Dios que a mí mismo. Era algo insensato. Y el 8 de marzo de 1988, por primera vez en mi vida, entré en una iglesia: era un domingo, en la catedral de Seúl. Miré una gran cruz y dije a Dios que mi hijo, mis bienes, todo lo que pensaba que era mío, no era mío sino de Él. Le dije que podía hacer lo que Él quería, y si Él tomaba a mi hijo, que era suyo, yo no protestaría.
Este mismo día me hice inscribir en una clase de catecismo y deseaba que todo fuera rápido. Mi tiempo de catecumenado fue un tiempo de gracia como nunca había vivido: yo pasaba mucho tiempo en el hospital. Me concentraba en mi familia y aprendía a orar. Me volvía otro hombre y llegué a tener experiencias sorprendentes. Fuí bautizado muy rápido y tomé el nombre de Pablo: fue el 15 de agosto del mismo año. Mi hijo, antes de que muriera fue bautizado y confirmado, el 3 de abril. Era el día de Pascua. Una religiosa venía a verlo regularmente para prepararlo. Y lo increible llegó. Mi hijo se curó. Hoy en día ha terminado su ciclo secundario.
Mi vida cristiana no es tan ferviente como lo quisiera. Pido perdón a Dios por ello. Pero soy de su família, soy feliz y esto durará –no lo dudo– hasta mi muerte..
(Tomado de la revista: Spiritus (Quito). Año 38/2. Nº 147. Junio 1997).