El 20 de mayo fallecía serenamente mientras dormía en Châtenay Malabry (París), a los 92 años de edad, Paul Ricoeur, uno de los filósofos más grandes del siglo XX. ..
MADRID, miércoles, 15 junio 2005 (ZENIT.org).
Su muerte tuvo lugar como él la habría deseado, han confirmado a Zenit fuentes cercanas al pensador francés: en su casa y no en el hospital, sin sufrimientos traumantes, sin perder la conciencia. Los funerales fueron como los pidió, discretos, en su parroquia protestante.
Con Ricoeur se va una de las últimas voces cristianas de mayor influencia en la filosofía actual, explica a Zenit el profesor Carlos Díaz, fundador del Instituto Mounier, profesor de fenomenología de la religión en la Universidad Complutense de Madrid, quien conocía personalmente al filósofo.
Juan Pablo II entregó a Ricoeur en julio de 2003 el quinquenal Premio Internacional Pablo VI y reconoció que la investigación del filósofo «manifiesta cómo es fecunda la relación entre filosofía y teología, entre fe y cultura».
–¿Qué se ha perdido con Paul Ricoeur?
–Díaz: Con la muerte de Paul Ricoeur se va una de las últimas voces cristianas de más amplio alcance y de mayor autoridad en el pensamiento filosófico mundial de hoy.
Esta aceptación se debe fundamentalmente al carácter hermenéutico de su discurso, que se abre con todos los sistemas buscando lo mejor de ellos.
El envés o la contrapartida de esta actitud paga el precio de una cierta inasertividad, es decir, de una cierta voluntad de «no querer llevar razón». En el pensamiento contemporáneo tal forma de enfocar los problemas resulta más aceptable que la que se presenta abierta y tajantemente.
–¿En qué se notará su herencia, y quién la llevará adelante?
–Díaz: Su herencia -por lo antedicho- no se la disputará nadie en exclusiva, más bien su recuerdo será el de un pensador acogedor y amable.
No aparecerá con signos destacados en ninguna parte. Que Ricoeur sea uno de los grandes filósofos del momento no significa que –en mi opinión– vaya a pasar a las historias de la filosofía, aunque seguramente será conocido por los más especialistas. Y todo esto porque Ricoeur es más analítico que propositivo, en mi opinión.
–¿Personalmente qué aspecto del pensador le fascina más?
–Díaz: Primero la fidelidad de su amistad y el reconocimiento del magisterio que sobre él ha ejercido Emmanuel Mounier.
A un nivel meramente humano, cuando he tenido la suerte de encontrarme con él me ha llamado la atención su bonhomía, su trato delicado, aliñado por una cierta capacidad de humor, que no desemboca sin embargo en mordacidad. Junto a esto, su humildad –yo diría que hasta su ternura– para dialogar con cualquiera, incluso con los presuntuosos más ignorantes.
En lo que se refiere al terreno intelectual, lo que me anonada de Ricoeur es su capacidad de entender a cualquier autor en cualquier idioma, su inteligencia para diseccionar analíticamente los problemas me parece casi inigualable.
–¿Nos quedamos huérfanos de grandes intelectuales cristianos de la talla de Ricoeur?
–Díaz: No, de ninguna manera. Primero, porque ya he dicho que su contribución al cristianismo como tal no ha sido demasiado temática, y después porque ¿cómo cabría no esperar de entre tanto cristiano la emergencia de más teólogos, es decir, de aquéllos que piensan en el Señor reclinando su cabeza en el Señor?
LECCIONES DE PAUL RICOEUR
El autor de este texto, profesor en la Universidad de Navarra, y autor de una relevante tesis doctoral sobre el filósofo francés Paul Ricoeur, delinea algunas claves del pensamiento contemporáneo
Hace unos días, el 20 de mayo, a los 92 años, murió en su casa de París el filósofo Paul Ricœur. La prensa ha recordado su defensa del diálogo como una exigencia para vivir, su búsqueda de caminos para la reconciliación, su atención y su análisis de los fenómenos humanos, sus razones para justificar la esperanza, así como su condición de cristiano creyente. El titular de ABC decía que Ricœur era uno de los filósofos imprescindibles. Algún colega me ha preguntado estos días: ¿es realmente así?, ¿es verdad lo que dicen de él? Creo que sí, que los calificativos son correctos, y en estas líneas querría detenerme en algunos aspectos de su pensamiento que pueden ser lecciones para el presente.
La vida de Ricœur fue larga, pero no fácil. Huérfano desde su primera infancia, le tocó participar en la segunda guerra mundial que acabó en un campo de concentración. Con ironía decía que aquello le sirvió para aprender alemán. Profesor en la Universidad de Nanterre en el 68, se unió primero a las protestas de los estudiantes, aunque después fue el Decano que llamó a la policía para dispersarlos. Tras este episodio, comenzó un exilio intelectual que le llevó a dar clases por todo el mundo. En los últimos años acumuló premios y honores, aunque tuvo que convivir también con la inesperada y desdichada muerte de su hijo mayor.
Estos episodios que trazan someramente su vida sirven como marco para entender una característica de su pensamiento: la voluntad de sentido. «O el sentido, o la violencia», decía muchas veces. De ahí su rechazo a las actitudes superficiales y cierta desilusión ante algunos recorridos de la cultura contemporánea. Un texto ya viejo lo describe bien: «Comprender nuestro tiempo –decía– es poner juntos, en relación directa, dos fenómenos: el progreso de la racionalidad y lo que yo llamaría de buena gana el retroceso del sentido… La insignificancia del trabajo, la insignificancia del ocio, la insignificancia de la sexualidad, ésos son los problemas en los que acabamos desembocando».
Filosofía de la voluntad
La voluntad de sentido está unida a la comprensión de sí mismo. En su Autobiografía intelectual, afirmaba que veía su obra como discontinua y fragmentaria, ya que cada escrito había nacido de cuestiones no resueltas en la precedente. Pero sus primeros estudios sobre la filosofía de la voluntad y las obras posteriores, en las que convoca elementos aparentemente heterogéneos –la metáfora, la narración, la Historia, la memoria y el olvido–, coinciden en un objetivo: la comprensión de sí mismo. Tal comprensión no se alcanza a través de la intropatía, sino por rodeos: marcando la identidad del yo ante los demás, identificando las propias acciones, etc. Quizás el lugar más privilegiado para comprendernos es la narración. Para entendernos hacemos como una narración autobiográfica, donde lo que somos se descubre al compararlo con lo que podíamos haber sido.
Un jardinero de la bibliografía
A estas cuestiones Ricœur les dedicó muchas páginas, porque lo que es relevante nunca es algo sencillo. Se necesita el trabajo, y el trabajo de muchos. En Ricœur llama la atención la ingente bibliografía que maneja y su habilidad para ensamblar las tesis de unos autores con otros. Se ha dicho que su actitud es la del jardinero, la de quien hace injertos. Pero eso necesita una disposición a la escucha, una escucha que no sea ni asentimiento ni combate. El interés de Ricœur se dirige hacia lo que se dice, y a descubrir desde dónde se dice. Así es como se enriquece el pensamiento. Incluso de aquellos a quienes denominó maestros de las sospecha –Marx, Nietzsche y Freud– sacaba beneficios. Quizás el juicio que le defina mejor sea el de Gadamer, cuando afirmaba que Ricœur nunca adoptaba «una postura de oposición sin ofrecer, al mismo tiempo, cierta forma de reconciliación».
Una actitud así tiene algo de irenismo. Pero el irenismo no es disolución del pensamiento si tienen convicciones. Ricœur recordaba dos que le sostuvieron siempre: una actitud realista ante el mundo y la compatibilidad entre la fe y la razón. Ambas le conducían a una conclusión: la autonomía del pensamiento filosófico no niega el lugar de la Revelación, ni como verdad ni como estímulo para pensar. Estos presupuestos son características de la razón creyente católica, aunque Ricœur no era católico sino calvinista. Con todo, confesaba encontrarse muy a gusto en diálogo con los profesores del Instituto Católico de París, o con cualquiera que no necesitara prescindir de la fe para pensar. La Revelación, como el símbolo, da que pensar. Y la razón que quiera obviarla será una razón cercenada, una razón que no se atreve a pensar hasta el final.
El lugar necesario del sentido, la disposición a la escucha y la razón estimulada por la fe. Son, pienso, tres de las muchas razones por las que Ricœur es un filósofo imprescindible.
Vicente Balaguer
Alfa y Omega
9-06-2005