Estados Unidos vive su inmigración con doble moral. Los inmigrantes están ahí, hacen un trabajo no reconocido sin el cual el país no funcionaría, pero pasan su vida en la ilegalidad.
Por Carlos Castresana, Fiscal del Tribunal Supremo
Decía Borges que los peruanos descendían de los incas, los mexicanos de los aztecas, y los argentinos de los barcos. Otro tanto puede decirse de los estadounidenses: los únicos norteamericanos que nunca necesitaron permiso de residencia son los indios. Todos los demás son inmigrantes. A pesar de ello, la inmigración ha llegado a ser uno de los grandes problemas nacionales de Estados Unidos, con 12 millones de residentes indocumentados, latinoamericanos en un 80%.
Eclipsado durante meses por asuntos más urgentes como la guerra de Irak o el huracán Katrina, el asunto de la inmigración había pasado a segundo plano hasta que a un grupo de congresistas republicanos se les ocurrió aprobar hace un par de meses una ley abiertamente represiva. Nada de regularización: criminalización, sin matices, y construcción de un muro en la frontera.
Estados Unidos vive su inmigración con doble moral. Los inmigrantes están ahí, hacen un trabajo no reconocido sin el cual el país no funcionaría, pero pasan su vida en la ilegalidad. Viven con documentación falsa. En cualquier esquina de los barrios populares se puede comprar de los miqueros un permiso de residencia o mica, un pasaporte o un número de seguridad social.
La mancha de complicidad se extiende, porque a millones de trabajadores ilegales corresponden centenares de miles de empleadores asimismo ilegales, y decenas de miles de funcionarios que hacen la vista gorda: los inmigrantes cotizan y pagan sus impuestos con identificación ficticia, y la institución los acepta, pero no devuelve a cambio pensiones, asistencia sanitaria u otras prestaciones. Los inmigrantes procrean hijos estadounidenses, pero ellos siguen siendo ilegales y pueden ser deportados en cualquier momento. Cuando necesitan volver a sus países de origen pueden salir, pero para volver a entrar tienen que ponerse en manos de los polleros que trafican con ellos. En el 2005, la Patrulla Fronteriza arrestó a 1.170.000 inmigrantes, pero el flujo no se detiene.
El efecto de la ley ha sido el contrario al deseado. La medida únicamente ha despertado al gigante dormido: los latinos de Estados Unidos, la minoría más numerosa (40 millones) y crecientemente, también la mas influyente. En Chicago, Los Ángeles o Washington, delante mismo del Capitolio, se celebran estos días las manifestaciones más impresionantes que se recuerdan desde la guerra de Vietnam: manifestantes latinoamericanos vestidos de blanco en señal de paz, con banderas de Estados Unidos para reclamar que son parte de esta sociedad.
En el Senado, un grupo de demócratas y republicanos negoció justo antes de Semana Santa una ley alternativa, con un plan realista fijando diferentes plazos y condiciones de regularización y concesión de la nacionalidad. No hubo manera. El acuerdo fue saboteado a última hora por algunos senadores recalcitrantes, sin que nadie se atribuya públicamente la responsabilidad. El presidente Bush, por su parte, asegura que «la deportación masiva no va a funcionar», pero no quiere asumir el protagonismo de la regularización por el coste electoral que tendría la medida en el sector más conservador de sus votantes.
Las espadas están en alto. El movimiento, que no tiene líderes, se ha organizado espontáneamente desde las bases y se autodenomina Comunidades Latinas, está obteniendo un eco inesperado, y ha convocado un paro nacional para el Primero de Mayo. Sus reivindicaciones son básicas: derecho al trabajo, educación para sus hijos, servicios médicos. Se opone al muro en la frontera y a la criminalizacion de los indocumentados. Propone que ningún latino trabaje ese día ni lleve a sus hijos al colegio, que no compre ni consuma, que no acuda al banco ni utilice los transportes públicos, y que sólo vea los canales latinos de televisión. Quiere demostrar como sería un día sin inmigrantes.
Estados Unidos, aunque no le guste a Samuel Huntington, tendrá que aceptar que es un país multiétnico, de inmigrantes de todos los continentes, en el que la minoría latina ya no lo es en Texas, Nuevo México o California, o en lugares como Chicago o Nueva York: los latinos tendrán que ser tenidos en cuenta y respetados. Y debe hacerlo enseguida. De lo contrario, esa marea humana que se desbordó por las calles de algunas capitales se hará mayor y más poderosa, y entonces los cambios tendrán que ser más profundos.
Porque, en el fondo, lo que todos sabemos es que el problema, en Estados Unidos o en la Unión Europea, no son los inmigrantes, sino la brecha brutal que se va ensanchando entre los países desarrollados y los subdesarrollados, los primeros con un producto interior bruto 25 veces superior al de los segundos en el 2005. Nadie emigra por placer. Mientras no encuentren oportunidades para una vida digna en su tierra natal, los emigrantes seguirán viniendo.