(…) Se trata por lo tanto de realizar una especie de «conversión» de los bienes económicos: en lugar de usarlos sólo por interés propio, hay que pensar también en la necesidad de los pobres, imitando a Cristo mismo.
Palabras con motivo del Ángelus.
Castelgandolfo, domingo, 23 septiembre 2007 (ZENIT.org).-
¡Queridos hermanos y hermanas!
Esta mañana he visitado la diócesis de Velletri, de la que fui Cardenal titular durante varios años. Ha sido un encuentro familiar que me ha permitido revivir momentos del pasado ricos de experiencias espirituales y pastorales. En el curso de la solemne celebración eucarística, comentando los textos litúrgicos, me he detenido a reflexionar sobre el recto uso de los bienes terrenos, un tema que este domingo el evangelista Lucas, de varios modos, vuelve a proponer a nuestra atención. Contando la parábola de un administrador deshonesto, pero más bien astuto, Cristo enseña a sus discípulos cuál es la mejor manera de utilizar el dinero y las riquezas materiales, esto es, compartirlas con los pobres procurándose así su amistad, en vista del Reino de los cielos. «Haceos amigos con el dinero injusto –dice Jesús–, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16,9). El dinero no es «deshonesto» en sí mismo, pero más que cualquier otra cosa puede cerrar al hombre en un ciego egoísmo. Se trata por lo tanto de realizar una especie de «conversión» de los bienes económicos: en lugar de usarlos sólo por interés propio, hay que pensar también en la necesidad de los pobres, imitando a Cristo mismo, el cual –escribe Pablo– «siendo rico se hizo pobre para enriquecernos a nosotros con su pobreza» (2 Co 8,9). Parece una paradoja: Cristo no nos ha enriquecido con su riqueza, sino con su pobreza, esto es, con su amor que le empujó a darse totalmente a nosotros.
Aquí podría abrirse un vasto y complejo campo de reflexión sobre el tema de la riqueza y de la pobreza, también a nivel mundial, donde se confrontan dos lógicas económicas: la lógica del beneficio y la de la equitativa distribución de los bienes, que no están en contradicción una con otra, con tal de que su relación esté bien ordenada. La doctrina social católica siempre ha sostenido que la distribución equitativa de los bienes es prioritaria. El beneficio es naturalmente legítimo y, en la justa medida, necesario para el desarrollo económico. Juan Pablo II escribió en la Encíclica Centesimus annus: «La moderna economía de empresa comporta aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el campo económico y en otros campos» (n. 32). Sin embargo, añade, el capitalismo no hay que considerarlo como el único modelo válido de organización económica (n. 35). La emergencia del hambre y la ecológica denuncian, con creciente evidencia, que la lógica del beneficio, si es predominante, incrementa la desproporción entre ricos y pobres y una ruinosa explotación del planeta. Cuando, en cambio, prevalece la lógica de compartir y de la solidaridad, es posible enderezar la ruta y orientarla hacia un desarrollo equitativo y sostenible.
Que María Santísima, que en el Magnificat proclama: el Señor «a los hambrientos colma de bienes, a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,53), ayude a los cristianos a usar con sabiduría evangélica, esto es, con generosa solidaridad, los bienes terrenos, e inspire a los gobiernos y a los economistas estrategias de miras amplias que favorezcan el auténtico progreso de los pueblos.