… La suerte no está todavía echada y las posibilidades de una negociación de «paz por presos», como al parecer pretende el Gobierno, no están nada claras, pues la opinión pública es poco proclive a considerar el perdón a los terroristas…
ABC
Mikel Buesa
14-12-2005
POR MIKEL BUESA CATEDRÁTICO DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
AMNISTIAR, indultar o excarcelar a quienes corresponde la responsabilidad de haber hecho del crimen un instrumento de la política se ha convertido, en virtud del pragmatismo, en un ingrediente de las estrategias gubernamentales que buscan el final de las organizaciones terroristas. Recientemente, la mayoría laborista en la Cámara británica de los Comunes acaba de aprobar la Northern Ireland Offences Bill, en virtud de la cual, una vez que la norma sea ratificada por los Lores, unos 150 militantes del IRA, actualmente huidos, podrán retornar libremente al Ulster. Tony Blair ha defendido el proyecto, fruto de sus acuerdos con el Sinn Fein, señalando que con él se «pretende poner fin al terrorismo», y ha eludido así la crítica de los demás partidos de Irlanda del Norte en la que se enfatiza la idea de que su contenido es «un insulto, una grotesca tomadura de pelo a las víctimas del terrorismo».
El caso británico no es el único. En septiembre se aprobó en Argelia una Carta por la Paz y la Reconciliación Nacional, en la que se amnistiaba a los terroristas responsables de actos individuales de violencia -excluyéndose a los participantes en masacres colectivas- y se exoneraba de responsabilidad a las fuerzas de seguridad estatales. Esta norma, aprobada en referéndum, fue duramente contestada por diferentes organizaciones, entre las que destacan las que acogen a los familiares de las más de 150.000 víctimas del Frente Islámico de Salvación. Así, Sultan Brahimi, presidente de la Organización Nacional de Víctimas del Terrorismo, declaró que con esa ley «el Estado se ha despojado de todo derecho y toda humanidad»; y Cherifa Jedar, que dirige la asociación Yazairuna, en un acto celebrado en el cementerio de Blida, proclamó que «nadie tiene derecho a perdonar en nombre de las personas que están aquí enterradas», a la vez que reivindicó «nuestro derecho a la justicia, nuestro derecho a la memoria». Además, Amnistía Internacional señaló que esta ley puede «perpetuar un clima de impunidad y alentar nuevos abusos» en Argelia.
Que las amnistías se hacen contra las víctimas del terrorismo y no garantizan que éste detenga su continuidad, ya lo sabíamos en España. Cuando en octubre de 1977 se promulgó la ley que culminaba las medidas de gracia decretadas por los gobiernos de Adolfo Suárez desde un año antes, ETA había asesinado a 66 personas. Después de la amnistía caerían bajo su fuego otras 751. Por su parte, hasta ese momento el Grapo había cometido 14 asesinatos; ulteriormente se responsabilizaría de otros 70. Con el Frap, el Movimiento Ibérico de Liberación y los grupos anarquistas y de extrema derecha, ocurriría otro tanto; y si se hace referencia a todas las organizaciones armadas que han practicado el terrorismo en España, se establece un balance cuantitativo de muertes en el que, con anterioridad al perdón estatal, se anotan 97 nombres, y con posterioridad, 1.165 más.
La amnistía no acabó entonces con el terrorismo, pero sí dejó en el desamparo a sus víctimas. Javier Ybarra, cuyo padre fue secuestrado y asesinado por ETA, ha recordado no hace mucho que «aquella decisión -la del perdón y excarcelación de los asesinos- me supo a recompensa del mal», para añadir enseguida que «mientras los españoles vivían una auténtica fiesta de libertad y democracia, nosotros asumíamos nuestra tragedia en soledad y silencio». La de amnistía fue, por ello, una ley de injusticia; y si pudo resolver, zanjándolos definitivamente, los residuos de responsabilidad penal que habían dejado el enfrentamiento civil entre los españoles y la actividad política durante el posterior régimen autoritario, no logró atajar el problema del terrorismo.
Cuando en estos días algunos especulan con la posibilidad de aplicar medidas de gracia a terroristas en el marco de un hipotético «proceso de paz» negociado entre el Gobierno y ETA, extienden a la vez un telón de olvido sobre el sufrimiento de unas víctimas que no han visto compensada su amargura con la realización de la justicia. Porque hay que decir con rotundidad que, en España, la aplicación del derecho a los delitos terroristas ha supuesto, para sus ejecutores, unas penas notoriamente insuficientes. Y ello ha afligido a las víctimas. Recuérdense, por ejemplo, las palabras de María Luisa Ordóñez -viuda de un asesinado por los Grapo- cuando señalaba que «después de pulverizarnos la vida a mi hija y a mí, tuvimos que soportar ver a Sánchez Casas saliendo de la cárcel con el puño en alto y gritando que no se arrepentía de nada; ¡qué justicia permite este escarnio!». O las de Juan José García, ex guardia civil, el día de la excarcelación de Eugenio Etxebeste, quien atentó contra él: «Antxon ha pasado seis años y medio en la cárcel y yo llevo en mi cuerpo diecisiete… cicatrices». Por cierto que ese mismo Etxebeste fue quien ordenó el asesinato de su tío Ramón Baglietto. La hermana de éste -Nieves Baglietto, tía también del etarra, que tuvo que exiliarse del País Vasco al poco tiempo del atentado, pues la amenaza se cernía también sobre ella- ha escrito recientemente, evocando aquellos acontecimientos y observando los actuales intentos de negociación con ETA, que «corrió mucha sangre, sangre que a la vista del camino que se ha emprendido… habrá sido estéril, …[pues] podemos pasar por el desprecio, la humillación y el trago amargo de [un] intento de pacificación [basado en] el mercadeo de la sangre de las víctimas del terror».
Sin embargo, la suerte no está todavía echada y las posibilidades de una negociación de «paz por presos», como al parecer pretende el Gobierno, no están nada claras, pues la opinión pública es poco proclive a considerar el perdón a los terroristas. Una investigación realizada este mismo año por el equipo del Euskobarómetro, señala que casi la mitad de los españoles aceptan esa negociación cuando ETA haya dejado las armas, a la vez que otro 12 por ciento no ponen condiciones y un 36 por ciento las rechazan. Por otra parte, casi dos tercios excluyen que, en la componenda con los terroristas, se contemplen medidas de gracia y reinserción para ellos. En todo caso, el perdón, condicionado al arrepentimiento y a que los posibles beneficiarios expresen su decisión de abandono de las armas, se acepta sólo por el 53 por ciento de los ciudadanos -la mayoría con el requisito de que, por medio, no haya delitos de sangre-, a la vez que se objeta por otro 44 por ciento que, al tiempo, reclaman el cumplimiento íntegro de las penas a las que aquellos han sido condenados. Y, a todo ello, se añade que el 48 por ciento de los entrevistados creen que el Gobierno debe ser más inflexible respecto a ETA en lo que atañe a la política penitenciaria, alcanzando la opinión contraria un nivel de sólo el 14 por ciento.
Pero más allá de las encuestas, cualquier gobierno debería atender en este asunto a la razón moral de las víctimas en su reclamación de justicia. Es a esa razón a la que, tres meses antes de su asesinato, cuando también se especulaba con una posible negociación, apeló mi hermano Fernando Buesa al declarar que «quien ha cometido un delito no tiene bula por el hecho de que se diga que ese delito tiene motivaciones políticas; porque pensar que la Justicia debe regirse por criterios políticos es negar la propia Justicia». Y es a esa misma razón a la que debemos acogernos los ciudadanos para reclamar del Gobierno un comportamiento democrático que haga de la protección de los más débiles y de la igualdad ante la ley su guía.