ANTE NUEVOS TIEMPOS

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Pio Moa se refiere a la situación de Euskadi con estas palabras: No existe democracia real allí donde los representantes de la oposición no nacionalista son amenazados sistemáticamente y asesinados a menudo por los nacionalistas violentos; donde tanta gente se ve obligada a llevar guardaespaldas para proteger sus vidas y muchos miles se han visto obligados a dejar aquellas provincias en una política subrepticia de limpieza étnica; donde la policía autonómica manejada por el PNV sólo ha perseguido de modo esporádico a los asesinos, o aun al terrorismo de baja intensidad; donde uno de los más sanguinarios jefes del terrorismo ha sido miembro de la comisión parlamentaria de derechos humanos, anécdota definitoria de la realidad; donde el poder nacionalista ha extendido una vasta red de clientelas y subvenciones que nutren incluso a los grupos afines a los pistoleros; donde los nacionalistas violentos y supuestamente moderados defienden todos a una a los asesinos presos, identificándolos no como delincuentes, sino como «presos vascos», detenido al parecer por serlo o por defender a «Euskadi»,


Por Pío Moa
La RAZON
6 DE AGOSTO de 2004

Durante la guerra civil, Azaña, desesperado ante lo que llamaba «palabrería y deslealtad» de los nacionalistas catalanes, advertía a Negrín: «Ya salen las combinaciones. Son como la yedra. Se le subirán a usted por las piernas, hasta envolverlo». Y poco más tarde: «Como yo me figuraba, Companys y sus amigos han pretendido aprovechar la ocasión para sacar ventajas políticas y han insinuado alguna combinación, encaminada a predominar en el Gobierno, o absorberlo (…) (Negrín) se ha negado a todo y les ha dicho que se mantendrá estrictamente en el Estatuto». También presionaba Aguirre: «ha tenido la ocurrencia de proponer a Negrín que celebremos una conferencia los cuatro presidentes (como si fuesen de países distintos). Tratarán de envolverlo de mil maneras, siendo una de las más peligrosas, e inaceptable, la de marchar de acuerdo». Me viene esto a la memoria ante los increíbles ejercicios de hipocresía y de perversión del lenguaje por parte de Maragall e Ibarreche, para abrir vía a sus planes secesionistas. El sabiniano declara nada menos que busca el acuerdo «entre las naciones y regiones» para formar «un Estado común». El estado común ya existe, y justamente él y otros quieren destruirlo. Como confesar abiertamente ese designio suscita resistencias excesivas, él y Maragall disfrazan de mil maneras la idea: la unidad del estado subsistiría (por un tiempo) pero como una cáscara vacía, sin contenido real.

Ya en la transición ambos nacionalismos, de siempre hostiles a la monarquía, sintieron un repentino apego por ella y por un Pacto con la Corona, como manera de integrarse, decían, en el «Estado». Naturalmente, ello implicaría un «pacto» entre entidades soberanas (las respectivas regiones) y una entidad desprovista de soberanía, como es la Corona en un estado democrático, mientras se birlaba subrepticiamente la soberanía al pueblo español. Afortunadamente la trampa falló, pero indica esa increíble capacidad de enredo: «como la yedra», sentenció Azaña.

Para llevar adelante sus fines, los nacionalistas proponen reformar la Constitución. ¿Por qué no iba a hacerse?, declaran inocentemente, ¿acaso no sería una muestra de vitalidad y adaptación a las circunstancias cambiantes, mientras que mantenerla intocable correría el peligro de esclerotizar la ley? Nada más lógico y normal. El problema reside, precisamente, en esas circunstancias a las que debiera adaptarse la Constitución. Y esas circunstancias consisten en la ruina de la democracia en Vascongadas y su fuerte erosión en Cataluña. Pues no existe democracia real allí donde los representantes de la oposición no nacionalista son amenazados sistemáticamente y asesinados a menudo por los nacionalistas violentos; donde tanta gente se ve obligada a llevar guardaespaldas para proteger sus vidas y muchos miles se han visto obligados a dejar aquellas provincias en una política subrepticia de limpieza étnica; donde la policía autonómica manejada por el PNV sólo ha perseguido de modo esporádico a los asesinos, o aun al terrorismo de baja intensidad; donde uno de los más sanguinarios jefes del terrorismo ha sido miembro de la comisión parlamentaria de derechos humanos, anécdota definitoria de la realidad; donde el poder nacionalista ha extendido una vasta red de clientelas y subvenciones que nutren incluso a los grupos afines a los pistoleros; donde los nacionalistas violentos y supuestamente moderados defienden todos a una a los asesinos presos, identificándolos no como delincuentes, sino como «presos vascos», detenido al parecer por serlo o por defender a «Euskadi», etc, etc. Han sido precisamente el Estado y sus fuerzas policiales los que han defendido a la sociedad vasca e impiden por ahora el completo hundimiento de la democracia.

Y en Cataluña la política lingüística vulnera desde hace muchos años los derechos de la mitad de la población; la enseñanza sufragada con los impuestos de todos se utiliza para difundir las tesis nacionalistas; se fomenta un clima de animadversión o desprecio hacia el resto de España, y de boicot y aislamiento, sin excluir las agresiones físicas, a cuantos discrepen de los nacionalistas; la Prensa, muy intervenida por el poder, es probablemente la menos pluralista de España, etc. La violencia es mucho menor que en Vascongadas, pero la presión permanente del poder va en el mismo sentido, de reducir a ciudadanos de segunda a buena parte de los catalanes. Que sean los partidos responsables de tales hechos quienes pretendan reformar la Constitución de acuerdo con sus intereses (los cuales al parecer no existen. Son siempre los intereses «de Euskadi» o «de Cataluña», insisten con un estilo reminiscente del de la Falange cuando hablaba en nombre de España), revela la situación. Es muy posible que la Constitución necesite cambios, pero los mismos sólo pueden tener sentido –sentido democrático–, si parten de estas circunstancias y tratan de corregirlas, no si buscan legitimarlas y ampliarlas. De otro modo estaríamos claudicando ante el intento de los matones de imponer su ley a los demás. Y una claudicación tal no sólo estragaría la democracia en Vascongadas y Cataluña, sino en toda España. ¿Tienen probabilidades de salirse con la suya? A mi juicio las tienen casi todas. Zapatero ha comenzado su mandato abandonando a los iraquíes, en lo que de él depende, en manos de los mismos terroristas que atentaron en Madrid. Y ha demostrado su proclividad a ceder al terrorismo interno, aliado y disimulado con el nacionalismo de imagen moderada.
En su mentalidad, la idea de España carece de valor, pues él tiene, como recordaba Julián Marías del PSOE en general, una idea negativa de su historia. Lleno de vagas ideas abstractas y presuntamente humanitarias, la desintegración del país no le da frío ni calor. No recuerdo ninguna declaración taxativa suya en defensa de España y hasta la propia renuncia a la firma de la Constitución Europea en Madrid revela algo. Intelectualmente vacuo, pero hábil en los trucos de la demagogia, sabrá disfrazar de «generosidad», quizá también de «valentía», el proceso de claudicación ante quienes están amenazando la democracia y la unidad del país. Y negará con osadía, al propio tiempo, que exista tal amenaza.
Mi pesimismo nace de la simple memoria de los hechos. La victoria electoral de Zapatero, tan llena de «cosas extrañas», fue saludada con esperanza por personajes tan significativos como Fidel Castro, jefes del terrorismo islámico, nacionalistas catalanes compinchados con la ETA, representantes de la ETA misma, etc. Ojalá me equivoque y esto cambie, pero hasta ahora Zapatero no ha hecho nada por desilusionarlos. Al contrario. Este proceso de ruina democrática, por mucho que lo disfracen, no puede tener conclusión feliz, ni siquiera pacífica, probablemente. Significa una ruptura de las reglas del juego, esa tentación en la que tantas veces ha caído la izquierda en España durante el siglo XX, y siempre con las peores consecuencias. Tengo la impresión de que la época de problemas graves, pero llevaderos, a la que estábamos acostumbrados, va dando paso a nuevos tiempos de conflictos de arreglo mucho más difícil.

Pío Moa es escritor e historiador