En las reuniones de los bilderbergers, envueltas en el más absoluto de los secretismos, se abordan asuntos de defensa y estrategia militar, funcionamiento de los mercados internacionales, ingeniería financiera y otras delicatessen imperiales que sólo los amos del mundo pueden permitirse…
A través de un reportaje de Julián Díez me entero de la existencia del llamado Club Bilderberg, una especie de sanedrín ultraesotérico que reúne a los hombres más poderosos del planeta. El Club Bilderberg (que toma su nombre del hotel que acogió su constitución en Oostelbeckl, Holanda) fue fundado en 1954 por el Príncipe Bernhard, padre de la Reina Beatriz, con la pretensión –nótese el eufemismo– de «aumentar el entendimiento entre Europa y Norteamérica»; desde entonces, un misterioso «comité dirigente» selecciona una lista de hasta cien invitados, recolectados entre las elites financieras y políticas de ambos continentes, y los convoca a una cita anual en un hotel de lujo que previamente ha sido alquilado en exclusiva. En las reuniones de los bilderbergers, envueltas en el más absoluto de los secretismos, se abordan asuntos de defensa y estrategia militar, funcionamiento de los mercados internacionales, ingeniería financiera y otras delicatessen imperiales que sólo los amos del mundo pueden permitirse. Naturalmente, los hoteles que acogen dichas convenciones, amén de desalojar a los huéspedes que ocupan sus habitaciones, deben asegurar al Club una absoluta discreción. A los empleados se les advierte que cualquier filtración será castigada con el despido fulminante; también se les prohíbe –según cuenta la leyenda– mirar a los ojos a los bilderbergers, así como dirigirse a ellos, salvo que previamente hayan sido interpelados. Para completar la escenificación, se rodea el hotel con un cordón de policías armados que lo convierten en una fortaleza inexpugnable. La parafernalia que rige los encuentros no se le hubiese ocurrido ni a un Dan Brown paranoico y empapuzado de sustancias lisérgicas.
A las reuniones del Club Bilderberg jamás son invitados latinoamericanos, asiáticos o africanos. Entre los más asiduos se cuentan multimillonarios como David Rockefeller o George Soros, jefes de Estado y de Gobierno, políticos tentaculares como Henry Kissinger o Donald Rumsfeld, magnates de la prensa como Rupert Murdoch o el autóctono Juan Luis Cebrián. Entre los mecenas más insistentes del Club se destaca la familia Wallenberg, principal fortuna sueca, cuya heredera está casada con Kofi Annan, el testaferro de la ONU. Junto con los bilderbergers de pata negra figuran otros más adventicios u ocasionales, convocados únicamente cuando los amos del mundo consideran que su concurso coyuntural puede resultar beneficioso; a esta categoría de bilderbergers de quita y pon, mamporrerillos del capitalismo rampante, pertenecen varios españoles conspicuos. El periodista Daniel Estulin, que ha investigado los entresijos de esta nueva masonería de las altas finanzas, menciona a Jordi Pujol entre los bilderbergers más efímeros: tras asistir a una reunión, nunca más volvió a ser invitado. Nos queda la duda de si Jordi Pujol se iría de la lengua o si, simplemente, animado por esa suerte de impunidad que debe de transmitir codearse con los masters del universo, se dedicó a saquear el minibar de su habitación.
El Club Bilderberg reúne todos los requisitos de aquellas sociedades tenebrosas que poblaban de escalofríos los folletines por entregas y los seriales cinematográficos, un aire a mitad de camino entre la cofradía satánica de Fu-Manchú y los Illuminati. Aunque en los últimos años, en un esfuerzo por sacudirse el sambenito conspiratorio, el Club Bilderberg hace pública una lista con casi todos los participantes en sus reuniones (algunos exigen que sus nombres permanezcan en el anonimato) y emite notas de prensa en las que se enuncian los asuntos presuntamente tratados en cada encuentro, las vicisitudes de los conciliábulos siguen engrosando el libro de páginas en blanco de la historia contemporánea.
Este texto está tomado de un artículo de Juan Manuel de la Prada