Piense en la esclavitud extrema: pues es la que se produce en las minas de Birmania. Medio millón de hombres reciben sueldos míseros, o sólo heroína. En el mercado, un collar de esta piedra vale millones.
Por David Jiménez
El Mundo (01/08/04)
Adentrándose en la profundidad de las junglas del noroeste de Birmania, oculto entre las remotas montañas de Kachin, existe un lugar tan inverosímil que durante siglos ha permanecido confinado dentro de los límites de la leyenda. Para llegar hasta él hay que aterrizar en la capital birmana, Rangún, volar a la ciudad norteña de Myitkyina y continuar a través de caminos en los que los baches parecen cráteres lunares.
Recorrer 10 kilómetros puede llevar todo un día y los locales se ganan la vida ayudando a rescatar con sus elefantes a los vehículos que se quedan atrapados. Es un viaje hacia atrás en el tiempo por la conocida como «ruta verde», siguiendo el curso del río Uru y dejando atrás los puestos de control del más despótico de los Ejércitos del sudeste asiático. El destino final, a los pies del Himalaya, es un paisaje sacado de otra época.
Miles de peones, vestidos con el tradicional pareo birmano, la piel ennegrecida por el sol tropical y el rostro cubierto por el polvo tratan de abrirse paso hacia las entrañas de montañas que han sido abiertas en canal o reducidas a escombros. Desde la distancia, los mineros parecen simples hormigas. Unos pican piedras sin descanso en acantilados y laderas, otros cargan las rocas robadas a la selva en cestas de caña, siempre a las órdenes de capataces que dirigen las operaciones pistola al cinto. Los que desfallecen son reanimados; los débiles, reemplazados, y los más fuertes, pagados con heroína, la mejor forma de garantizar que estarán de vuelta en sus puestos al día siguiente. Todos buscan lo mismo: la piedra preciosa que le ha quitado el sueño a los exploradores europeos desde Marco Polo, la misma que embriagó en sueños de grandeza a los emperadores chinos y que hoy se ha convertido en la gema mejor pagada en los mercados internacionales de joyas.
Buscan jadeíta, la piedra celestial.
Los valles de Hapakant, en el Estado birmano de Kachin, esconden el único yacimiento de la variante más refinada del jade. Es un mineral fibroso, brillante, duro y resistente, formado por sombras que se muestran en diferentes to- nos verdes y compuesto en parte por silicato de sodio de aluminio. Los gemólogos han encontrado piedras similares en Guatemala y Rusia, pero nadie ha logrado dar todavía con otro depósito con la calidad de la jadeíta de la jungla birmana.
Montañas enteras son descuartizadas y revisadas, roca a roca, en un intento de hallar el ansiado oro verde. La actividad frenética de los jornaleros se puede distinguir desde la distancia gracias a las nubes de polvo que se erigen sobre claros del tamaño de campos de fútbol, ganados a la selva en una zona que ha permanecido prohibida para los extranjeros durante gran parte de los últimos 40 años. Apenas una decena de occidentales ha visto de cerca las minas en la última década. Jadeland, la tierra del jade, ha sido durante decenios uno de los grandes secretos de la Junta Militar de Birmania que dirige el país con mano de hierro desde 1962.
Los militares firmaron en 1994 un acuerdo de paz con la guerrilla Kachin de la etnia local y desde entonces han aprovechado la frágil paz existente en la región para aumentar la producción de las dos materias que más contribuyen a mantener su dictadura en pie: jadeíta y heroína. En las selvas de Kachin, ambas cabalgan juntas para crear un complejo sistema de explotación en la que los únicos que pierden son el medio millón de mineros llegados desde todos los rincones del país con la falsa esperanza de una vida mejor.
CAPOS DEL JADE
Los generales mantienen un entramado de concesiones por el que cobran un tanto por ciento de todos los beneficios de explotación de las minas a ex oficiales y hombres de negocios a los que ha cedido las minas, fijando el precio del arrendamiento en función del valor del yacimiento. Muchos de esos capos del jade son a la vez los grandes traficantes de opio de la región y, para ellos, nada podría tener mayor sentido empresarial que pagar a sus trabajadores con heroína. «Se les paga con lo que es más abundante en este lugar. Aquí siempre ha sido más fácil encontrar heroína que cerveza», asegura sonriente el capataz de una mina de Hapakant, un ex soldado del Ejército que dejó el uniforme por un trabajo tres veces mejor pagado.
El opio hace que los mineros trabajen más y les mantiene, literalmente, enganchados a sus puestos. Los jefes de las minas controlan a los esclavos limitando su dosis diaria y fuerzan a los que desean más cantidad a pagarla de su bolsillo. Nada es gratis en el fin del mundo.
Kyine llegó a Hapakant hace un año atraído por la oportunidad de cambiar su vida para siempre. Fue enrolado en la mina de Mawsisa, en los alrededores de la ciudad, y tras un mes partiéndose la espalda se presentó ante su jefe para cobrar su sueldo. «Me aseguró que había un retraso y que el dinero no llegaría hasta más adelante porque la carretera había quedado inutilizada. Me dio heroína y me dijo que me ayudaría a seguir con fuerzas hasta que llegara mi paga», recuerda Kyine.
Pero el dinero tampoco llegó al mes siguiente. Ni al otro. Este ex monje de 32 años muestra los brazos y los tobillos agujereados por las jeringuillas. En los últimos tres meses ha perdido un tercio de su peso y teme que le envíen de regreso a su casa si no mantiene el ritmo de trabajo. «Quizá tenga lo mismo que mató a los otros, pero no quiero ir al médico», dice bajando la mirada.
«Lo mismo que mató a los otros»: sida. El virus VIH se está propagando sin freno por las minas de jadeíta entre trabajadores que para sobrevivir lo comparten todo, incluidas las jeringuillas y las mujeres, llegadas desde los pueblos más pobres de la región para vender breves encuentros de amor en prostíbulos de mala muerte. Nadie utiliza preservativos y no es extraño que un centenar de mineros se vayan pasando una misma jeringuilla tras una jornada de trabajo. La epidemia se encuentra fuera de control en una crisis sanitaria que se agrava por días lejos de la mirada del mundo y con la ayuda de un Gobierno más preocupado en ocultarla que en buscar soluciones. Es lo último que necesitaba una zona donde la pobreza, la ausencia de hospitales y la malaria, endémica en toda la región, se han unido a la explotación para convertir los montes de Kachin en uno de los lugares más desesperados del mundo.
Los esclavos de jadeíta saben que el tiempo no está de su lado.«Si no logras hacer fortuna en un año, es posible que mueras aquí sin lograrlo, lejos de los tuyos. Es difícil aguantar más de un año en un lugar como éste», se lamenta Kwan Kywa, un campesino de 50 años que tardó un mes en realizar el viaje a las minas desde el sur del país y ahora se niega a volver con las manos vacías. «¿Qué le diría a mi familia?».
UNA TRAMPA MORTAL
Los mineros más indefensos son reclutados en los pueblos de la región y, en algunos casos, obligados a trabajar por nada, ni siquiera la pequeña dosis diaria de heroína. Sólo los que logran un puesto en concesiones desvinculadas del tráfico de drogas y con todos los papeles en regla tiene un sueldo de entre 30 y 70 euros al mes, una pequeña fortuna en estas tierras. Pero ni siquiera los más afortunados logran un trabajo exento de riesgos.
Las minas interiores de la empresa PNO, un consorcio de empresarios locales y chinos, son a menudo una trampa mortal para los trabajadores. Al contrario que en los depósitos hallados al aire libre en los acantilados, en PNO no hay montañas que derrumbar. Los peones deben descender a 150 metros de profundidad a través de un minúsculo agujero y abrirse paso con un material rudimentario para ir ampliando la búsqueda. El sistema de oxígeno que mantiene a los trabajadores con vida funciona con un viejo generador que debe ser vigilado en todo momento ante el riesgo de que estalle, y no existe ningún sistema de emergencia en caso de que los peones, que trabajan en tres turnos de ocho horas, queden atrapados. «¿Volver a la superficie?», se pregunta uno de los jefes de operaciones. «Vuelven sanos casi siempre».
La mayoría de los mineros de Hapakant llegan atraídos por historias como la de U tin Ngwe, un taxista que empezó a buscar jade con las manos desnudas en los años 90 y hoy es dueño de varias concesiones. Los recién llegados no saben que los tiempos en los que se podía caer en Hapakant con lo puesto y hacerse rico se marcharon para siempre. Estos días, incluso la suerte está bajo el control del régimen militar birmano.
Los generales han logrado el imposible de situar el país más desarrollado del sureste asiático en los años 60 por debajo de los niveles de subdesarrollo del Africa subsahariana gracias a cuatro décadas de implacable dictadura. El régimen mantiene bajo arresto domiciliario a la heroína local y premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi y ha creado un surrealista sistema de represión que lleva a sus ciudadanos a la cárcel por bromear sobre la corrupción del Gobierno o tener una máquina de fax en casa. Myanmar, como los militares han rebautizado el país, ha sido el primer estado del mundo expulsado de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) por el constante reclutamiento y explotación de cientos de miles de esclavos por parte de la Junta Militar en todo tipo de trabajos, desde la construcción de carreteras a la explotación de minas.
Uno de los países más bellos del mundo, tierra de pagodas y arrozales, vive rehén de la más sombría de las dictaduras.
El miedo es una parte importante del negocio de jadeíta. Las junglas de Hapakant escupen cada cierto tiempo el cadáver de algún minero ejecutado por la mafia que controla los terrenos donde se encuentra la gema verde. «Es la señal de lo que le puede ocurrir a los que quieren ir por su cuenta», dice el viejo Sein Lwin, uno de los pocos que logró dejar las minas para instalar un pequeño puesto de comida en Hapakant. El mismo destino, una muerte anónima en la selva, aguarda a los que mueren por agotamiento, de sobredosis o de sida. «Nadie viene a preguntar por ellos», dice Sein.
PRODUCIR MAS
El Gobierno birmano y sus socios en el negocio de jadeíta están decididos a aumentar la producción sin interrupciones ni competencia. Las dos ferias de jade organizadas por Rangún cada año en la capital reportan a la Junta cerca de 60 millones de euros, según fuentes del sector. El régimen gana mucho más con la venta indirecta a través de sus participaciones en los yacimientos. Los beneficios crecen imparables y cada vez más grúas logran hacer el viaje por la ruta verde para acelerar los trabajos de extracción.
La mano de obra barata de los mineros, que hace cinco años sumaba un millón de personas, ha sido reducida a la mitad en un proceso de selección por el que han sido expulsados los enfermos y los más débiles. «El objetivo», asegura un comandante local, «es reemplazar a gran parte de los trabajadores por maquinaria para modernizar todo el proceso».
Entre los desechados hay quienes deciden regresar a sus pueblos, llevándose con ellos el sida y el mono de la heroína e hiriendo de muerte a las comunidades que habían dejado atrás. Otros prefieren quedarse, correr el riesgo y tratar de buscar la suerte por su cuenta. Los alrededores de la aldea Shyaw Kha están llenos de buscadores de jadeíta que esperan todos los días su oportunidad a los pies de las montañas.
Los mineros, algunos ancianos, aguardan a que los camiones de las minas del entorno arrojen los desechos por el monte para lanzarse sobre las rocas, algunas de ellas del tamaño de una lavadora, y ser los primeros en comprobar si realmente no tienen ningún valor. Tchin, un joven veinteañero con la dentadura ennegrecida por el tabaco de mascar, pasa aquí 16 horas al día buscando su fortuna. «De vez en cuando alguna de las piedras más grandes golpea a alguien y no hay nada que hacer, bajan a mucha velocidad y es imposible sobrevivir al golpe», asegura. «Los viejos no deberían hacer este trabajo».
Al caer la noche, los mismos mineros que se parten la espalda buscando jadeíta se reúnen en las calles de Hapakant. Los locales llaman a la ciudad «la pequeña Hong Kong» porque, según dicen, no hay nada que el dinero no pueda comprar aquí. El lugar es quizá lo más parecido que se puede encontrar hoy a los salvajes pueblos improvisados en plena carrera por el oro en la California de mediados del siglo XIX. Los prostíbulos están llenos de jóvenes campesinas birmanas y en la avenida principal, en pequeñas y lúgubres habitaciones, se han improvisado salas de juego en las que los trabajadores se hacinan para apostar lo poco que han sacado de la venta del jade, en el caso de los que han logrado sacar algo.
Jugárselo todo en Hapakant es coherente con la vida del buscador de oro verde. A diferencia de las esmeraldas o los diamantes, la jadeíta se empeña en esconder sus secretos hasta el final, convirtiendo su hallazgo en un simple golpe de suerte. Los más veteranos aseguran poder distinguir si una roca es buena por el sonido que emite al golpearla con un metal, por su color y por el peso, pero sólo abriendo la piedra en dos y analizando de cerca su contenido se puede conocer con certeza si una pieza está destinada a adornar el escote de una dama de la alta sociedad o la mesa plegable en un mercadillo de bisutería.
El verdadero valor sólo se conoce cuando las piedras llegan a Hong Kong, la capital internacional del comercio de jadeíta. Las rocas que ofrecen las mejores pistas han salido antes de Birmania de forma legal a través de las ferias organizadas por el régimen o en partidas clandestinas a través de la frontera con Tailandia. Expertos chinos las pulen y les dan el toque final en talleres situados en el barrio hongkonés de Kowloon. El gemólogo estadounidense Richard W. Hughes, uno de los pocos que han visto de cerca las minas de Hapakant, asegura que «sólo algunos diamantes extremadamente raros alcanzan el precio de la mejor jadeíta».
Los clientes son casi siempre magnates orientales. La jadeíta es una gran desconocida para Occidente, donde a menudo es confundida con el jade común y tomada por una piedra de escaso valor. En la supersticiosa cultura china, en cambio, la gema birmana simboliza el vínculo entre el cielo y la tierra, la llave de la inmortalidad.«En su interior verde, los chinos ven todo lo bueno que hay en la humanidad: virtud, pureza, justicia», dice Hughes. Y, lo que es incluso más importante: fortuna, salud y longevidad.
Los emperadores chinos trituraban el mineral y hacían con él pócimas con supuestos poderes mágicos. Uno de ellos, Qianlong, llegó a escribir 800 poemas describiendo la belleza de su piedra favorita y no dudó en utilizarla para conquistar a sus concubinas. En Asia, la jadeíta ha servido para apagar guerras, entablar alianzas y comprar voluntades.
SUBASTAS EN HONG KONG
Hoy, con el despegue económico chino tras 25 años de apertura capitalista, la jadeíta ha dejado de ser el sueño exclusivo de los monarcas chinos. Una nueva generación de millonarios y algunos coleccionistas occidentales acuden todos los años a las pujas que la casa de subastas Christie´s organiza en los mejores hoteles de Hong Kong. El récord lo sigue teniendo el lote 1843 expuesto en noviembre de 1997, un collar de 27 piedras vendido por 9,3 millones de dólares. Las piezas más antiguas, vendidas en Londres, Nueva York o París, casi siempre alcanzan cifras millonarias y han hecho que la mitad de las joyas que mayor precio han marcado en los últimos años en las subastas de Christie´s sean piezas de jadeíta. Sus compradores, convencidos de que cada «pedazo de cielo» transmite la esencia de su anterior dueño al nuevo propietario, no están pagando sólo por llevarse una piedra preciosa. También compran su leyenda.
Nada de eso importa a los mineros y esclavos de los montes de Kachin, que trabajan de sol a sol ajenos al valor final que las piedras logran en la lejana Hong Kong. Tener bajo sus pies semejante riqueza no ha mejorado la vida de las gentes de la región. Los pueblos de la ruta verde carecen de sistema sanitario, apenas hay colegios y las familias suelen tratar de tener el mayor número de hijos ante la previsión, casi siempre convertida en certeza, de que alguno o varios de ellos mueran antes de cumplir los cinco años. Pero a pesar de toda esa miseria, o quizá debido a ella, el sueño de la jadeíta sigue vivo en la mente de los birmanos.
Al emprender el viaje de regreso por la carretera que lleva a Myitkyina, ese cementerio de coches y cráteres lunares donde los elefantes esperan pacientemente a que los viajeros queden atrapados, es inevitable cruzarse con cientos de mineros que, hacinados en camiones destartalados, se dirigen hacia Hapakant en pos de la piedra celestial que haga su vida terrenal algo más fácil.
VIDA CON 100 DOLARES AL AÑO
Myanmar, antigua Birmania, es uno de los países más aislados y con menos influencia occidental del mundo. Cuatro décadas de dictadura militar han estancando su desarrollo, situando su renta per capita entre las cinco más bajas del mundo (100 dólares al año). En todo el país apenas hay 400.000 líneas de teléfono y los teléfonos móviles e Internet sólo están permitidos para los militares, sus familias y empresarios de la elite. Los 43 millones de habitantes del país asiático, de mayoría budista, tienen una esperanza de vida de 56 años y están divididos en hasta 10 etnias diferentes, cada una con su propia guerrilla independentista. En la región de Kachin, donde se encuentran las minas de jadeíta, el Gobierno logró firmar un acuerdo de paz en 1994. La estabilidad se ha visto, sin embargo, mermada por el sida, el subdesarrollo, la pobreza y la explotación.