CONSUMO… LUEGO EXISTO. Por Adela Cortina

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El sistema sólo atiende aquellas necesidades de quienes tienen dinero suficiente para pagarlas; si no, el sistema no las considera como tales. De acuerdo con esto, los africanos no necesitan para nada las naranjas, porque no tienen absolutamente nada para poder pagarlas y en consecuencia quedan absolutamente excluidos. Consumimos comparándonos con otros. Cuando preguntamos: «¿Qué tal estás?», deberíamos responder «¿Comparado con quién?» Porque todo es comparativo. Si estamos en un lugar en el que todos son miserables, y nos cuestionamos sobre el consumismo, la respuesta será diferente de si estamos en otro país. La cuestión es que siempre comparamos, y cuando vemos que el otro tiene algo distinto, consciente o inconscientemente empezamos a desearlo… Queremos tener lo que tiene el vecino, queremos tener lo que aparece en TV como propio de una clase social ideal a la que quisiéramos pertenecer….

Por Adela Cortina

Adela Cortina es Catedrática de la Univerisdad de Valencia.

Intervención transcrita de Adela Cortina en una mesa redonda que sobre el tema del consumo organizó Cristianisme i Justícia en mayo de 2003.


QUIÉN, QUÉ, POR QUÉ CONSUMIR

Adela Cortina

La reflexión que hoy presento acerca de la ética y el consumo, que he desarrollado ampliamente en el libro «Por una ética del consumo, está ligada a otro libro que escribí en 1997 y que se titula: «Ciudadanos del mundo» (1). En este libro se trataba de plantear la necesidad de que las personas seamos ciudadanos de nuestra propia comunidad, ciudadanos de nuestra propia tierra.

Ciudadano es aquel que es su propio señor, junto a sus iguales. Ciudadano es el que no es súbdito, el que no es vasallo, el que es dueño de su vida. Ciudadano es el que hace su vida pero la hace con los que son iguales que él en el seno de la ciudad. La idea de ciudadanía significa siempre ser ciudadano con otros y con otros que son iguales. Se entiende que en la ciudad todos deben ser iguales. Así, el ciudadano es señor propio pero con otros.

El siglo XXI debiera ser el siglo de la ciudadanía, en el que tenemos que ser nuestros propios señores. Pero hay una dimensión de la ciudadanía que me parece que es fundamental; se trata de la ciudadanía económica. La verdad es que la economía no la hacemos sino que nos la hacen y, mientras ocurre esto, no somos nuestros propios ciudadanos, porque a fin de cuentas somos siervos y vasallos de esa economía que «se nos hace».

Dentro de la dimensión económica existe un ciclo formado por la producción, el intercambio y el consumo. Las cosas primero se producen, después se intercambian y finalmente se consumen. Dicen los economistas que normalmente las grandes preguntas de la economía son: ¿qué se produce?, ¿para quién se produce?, y ¿quién decide lo que se produce? Pero a mí me parece que hay otras cuestiones también muy importantes en el terreno de la economía que son: Es decir, que las famosas preguntas de la economía sobre la producción, se pueden trasladar, tal cual, al consumo.

Creo que, para que las personas podamos ser ciudadanos económicos, tenemos que ser también ciudadanos del consumo. Es decir, tenemos que ser nosotros los que decidamos lo que se consume y, desde ahí, ser nosotros mismos quienes decidamos lo que se produce, porque, al fin y al cabo, el empresario acaba produciendo lo que nosotros consumimos. Si se consumen masivamente una serie de cosas, se acaban produciendo. Si queremos ser protagonistas de nuestra vida tenemos que acabar siendo protagonistas de la producción. Desde el consumo de una serie de cosas se producirá lo que nosotros consumamos y, entonces, seremos verdaderamente nuestros propios dueños.

1.1. LA ERA DEL CONSUMO

Empecemos situándonos en el momento actual que, a mi juicio, puede ser llamado «era del consumo». ¿Por qué «era del consumo»? Porque en ella se ha aumentado el consumo rapidísimamente. En nuestras sociedades no se trata de consumir bienes básicos y necesarios, sino que lo característico es el consumo de bienes superfluos.

Se habla de la sociedad consumista. Todos hemos dicho cien veces: «estamos en una sociedad consumista». Pero hablar de una sociedad consumista no es lo mismo que hablar de una sociedad en la que todo el mundo consume, porque es lógico y evidente que todo el mundo tiene que consumir siempre algo para poder sobrevivir. Una sociedad consumista es aquella en la que las gentes consumen bienes fundamentalmente superfluos. Es decir, es una , y en la que además el consumo legitima la política y legitima la economía.

¿Qué quiere decir que legitima la política? Pues sencillamente, que si hay un político que quiere no ganar unas elecciones en su vida, lo que puede hacer es decir es su campaña electoral lo siguiente: «si nosotros ganamos, vamos a bajar los niveles de consumo.» Si hay alguien a quien se le ocurre decir esto no logrará, ni por casualidad, un solo voto. Todo el mundo sabe que lo que hay que decir es lo contrario: «va a subir el nivel de consumo; va a subir la riqueza» y entonces, al oír esto la gente dirá: «a éste es al que hay que votar».

¿Qué es lo que les toca hacer a los economistas? Conseguir que haya crecimiento. El crecimiento es acogido por la gente con gran entusiasmo. Si hay crecimiento cunde el entusiasmo. Si no hay crecimiento todo es un desastre, una debacle. A la gente le aterra pensar en bajar el nivel, esto está comprobado empíricamente. En cambio, cuando se trata de subirlo todo el mundo se acostumbra. Cuando una persona se ha acostumbrado a vivir en un barrio maravilloso, lo de bajar el nivel se puede hacer por solidaridad o por un compromiso de fe, pero cuando se ha llegado a un determinado nivel, a todo el mundo le cuesta muchísimo cambiar hacia abajo. En este sentido puede decirse que se legitima la política. La política se legitima si los políticos son capaces de conseguir para las gentes un crecimiento económico.

Por otro lado, la economía se legitima si cada vez se fabrican unos productos más sofisticados. Cuando una persona va a comprar un coche se le ofrece elegir entre una inmensa gama de variedades, de modo que la per­sona puede hacer su coche a la carta: se le ofrece para elegir el modelo de coche, los últimos adelantos en sistema de navegación, ordenador de a bordo, y una multitud de prestaciones como ventanillas eléctricas, retrovisores, aire acondicionado y… ¡qué nadie más tenga un coche igual! Porque aunque la personalidad se manifiesta en otras cosas que no son el coche que llevamos, el caso es que la gente al final cree que su personalidad se muestra en el coche que lleva, en el atuendo que viste… y ocurre que, efectivamente, el truco funciona: la gente se compra un coche porque así demuestra cuál es su personalidad. La economía se legitima desde esta perspectiva y los ciudadanos están encantados.

Así, pues, una sociedad consumista es aquella cuya dinámica central está constituida por los bienes de consumo superfluos; y en la que, además, la gente cifra su éxito y su felicidad en ese consumo. Esto es lo que ocurre en nuestras sociedades, en las que las gentes están convencidas de que tener éxito es poder lucir coches, vestidos, etc. Y esto es además lo que les proporciona felicidad. No es que la gente piense esto demasiado reflexivamente, pero es lo que realmente tienen en la mente. Por eso podemos decir que estamos en una sociedad consumista. Estamos en la era del consumo porque el consumo está en la médula de nuestras sociedades. En ese consumo «vivimos, nos movemos y somos». Nos parece que es lo natural y que lo artificial es cambiar ese estilo. Lo natural es que uno sale y se toma un refresco y entonces uno se compra esto, y se compra lo otro… ¡es lo natural!

Fijémonos en el mecanismo de nuestras sociedades. Cuando llega Navidad la gente empieza a recibir, cada vez con más frecuencia, una serie de catálogos de tiendas en los que se explica todo lo que uno puede comprar. Ya no aparecen belenes, aunque sí Santa Klaus, porque es el que trae los regalos que ahora llegan también en Nochebuena… y después vienen los Reyes, el 6 de enero, con lo cual los regalos se multiplican infinitamente. Y resulta que, lo que a la gente le llega como anuncio de Navidad, no es el nacimiento del Niño sino catálogos para poder comprar. Y si a alguien se le ocurre, al llegar las Navidades, no entrar en esta dinámica y no regalar nada a la familia, al que te hizo un favor, al vecino… queda absolutamente mal y se convierte en un proscrito desde el punto de vista social. Se ha conseguido con esto que todos los rituales estén mediatizados por regalos y que la gente consuma.

Al final, nos vamos dando cuenta de que todos somos la mar de consumistas. Otro ejemplo de ello pueden ser las bodas. Cuando se habla de bodas todo el mundo entiende que una boda es algo que se organiza pensando en el salón donde se va a celebrar el banquete. Todo el mundo sabe que hay una serie de salones y ocurre que la gente ya no espera, para fijar la fecha de la boda, a tener disponible una iglesia, sino a que esté libre un salón. Ante mi asombro me he encontrado con gente que dice: «nos casaremos dentro de dos años» y, al preguntarles por la causa de dicha espera, la sorprendente respuesta es: «el salón no tiene fecha libre hasta ese día». Y cuando entran en el salón, aunque todos los salones son iguales, y en todos se hace más o menos lo mismo, y en todos tocan la marcha nupcial en un momento determinado y hacen una serie de cosas pautadas y absolutamente marcadas, se creen que aquel salón es único. Y todo el mundo sigue el juego.

Podemos continuar, en la misma línea, con la muerte comercializada. La persona que mandamos al hospital se muere en el hospital y de aquí va enseguida al tanatorio. Ya no la llevamos a casa, porque en el tana­torio tenemos la capilla preparada, tenemos las flores preparadas y lo tenemos todo preparado. La gente ya no piensa en la parroquia ni en nada por el estilo, sino en un sitio donde todo esté bien organizado para que nadie se moleste, ni haya necesidad de ir a velar, ni cosas por el estilo.

Y en otras circunstancias ocurren procesos parecidos. Si tenemos que ir a buscar trabajo no podemos ir con una indumentaria cualquiera. Hay que ir un poco bien. Y es absolutamente imposible conseguir un buen negocio si no llevas un coche algo decente. Y de pronto nos damos cuenta de que toda nuestra vida está impregnada por el consumo de bienes que cuanto más costosos son, mayor éxito y mayores posibilidades ofrecen.

Pienso que, si los seres humanos nos caracterizamos como tales por ser conscientes, lo primero que tenemos que hacer es tomar conciencia de lo que estamos haciendo. Esto me parece que es ya dar un paso. Tenemos que darnos cuanta de que esa es la dinámica de nuestras sociedades. Para empezar pensémoslo y después, demos un paso más. Preguntémonos si nos gusta. ¿Nos parece que queremos seguir haciendo lo mismo, o no lo queremos? Se supone que somos seres libres y esto es lo que debe llevar a preguntarnos cada uno: ¿Qué se consume? ¿Quién lo consume? ¿Quién decide lo que se consume?

En esta reflexión vamos a centrarnos en tres posibles respuestas típicas que es importante que pensemos. Veremos después una cuarta respuesta que es la que yo ofrezco.
Anuncio ya cuáles son esas tres respuestas más habituales:
a) Hay quienes dicen que el consumidor es soberano. El consumidor consume lo que quiere libremente. Esta respuesta constituye la línea neoliberal.

b) Otros dicen que el consumidor es un vasallo, porque el productor es un tirano. Los productores, los empresarios, producen y consiguen que la gente consuma aquello que ellos quieren que sea consumido. Esta es la línea de Galbraith y de toda su escuela que está todavía muy viva.

c) La tercera posición es la de Daniel Miller, quien afirma que estamos en una nueva época. Antes se entendía que el proletariado era la vanguardia de la transformación social; pero ahora son los consumidores la vanguardia de la historia. La vanguardia ha pasado de la clase productora a la clase consumidora. Los consumidores somos aquellos que podemos transformar la sociedad y hacer la revolución. Si antes se decía que los que debían hacerla eran los proletarios; ahora son los consumidores.

d) La cuarta postura, que es la mía, es la de la «ciudadanía del consumidor», que comentaremos en su momento.

Se ha hablado mucho sobre el consumo desde diversos campos: economía, psicología, sociología y por supuesto desde el márketing. Existen gran cantidad de estudios sobre el consumo, pero me ha llamado la atención que ninguno está hecho desde la ética. Es llamativo que no se haya evaluado el consumo desde el punto de vista ético, cuando se supone que es la raíz de nuestro comportamiento.

Para poder evaluar el consumo desde el punto de vista ético escogí cuatro parámetros:

a) si nos parece liberador,
b) si nos parece justo,
c) si nos parece responsable, y
d) si nos parece «felicitante».

La palabra «felicitante» quiere significar si da felicidad. Por tanto, a la hora de evaluar el consumo debemos fijarnos si efectivamente es justo, si efectivamente es liberador, si es felicitante y si es un consumo responsable.

Vamos ahora a analizar estas diversas posturas sobre el fenómeno del consumo, viendo sus ventajas e inconvenientes.

1.2. LA CORRIENTE NEOLIBERAL

La corriente neoliberal afirma que el consumidor es soberano. El consumidor es considerado como un agente social que toma sus decisiones de manera racional, aislada, perfectamente informado sobre las posibles alternativas y consecuencias, y así es dueño de las circunstancias de que puede depender su decisión. Es decir, cualquier consumidor es un agente racional que, ante las distintas posibilidades del consumo, perfectamente informado, con perfecta soberanía, elige: «quiero este producto, no quiero este otro.»

El consumidor «vota», no sólo del mismo modo que cuando hacemos las elecciones sino todavía más: porque en las elecciones se vota un partido y luego el partido hace lo que hace; en cambio en el proceso consumista votamos por un producto porque es el que nos gusta y lo volvemos a comprar si nos ha gustado, que es lo mismo que volverlo a votar. A pesar de esto, se dice que el consumidor expresa más su libertad en el consumo que en la política, porque en el consumo sí que vota por el producto que quiere. Según esto, las empresas que mejor funcionan son las más votadas por el público porque ahí se expresa la mayor libertad.

¿Qué quiere decir «mayor libertad» según esta visión? Tener más posibilidad de adquirir productos de consumo. Cuanto más amplia es la ga­ma de posibilidades, mayor es la libertad. Y todo el mundo –si hacen la prueba lo comprobarán– entiende por mayor libertad en una sociedad tener mayores posibilidades de consumo. Las sociedades con menor libertad son las que pueden consumir menos y que están constituidas por unos «desgraciados» que no tienen posibilidades.

La ventaja que, a mi juicio, tiene esta posición neoliberal, es que elimina oligopolios y proteccionismos, por lo menos en principio. Todo lo que sean proteccionismos y prebendas han sido verdaderamente perjudiciales para los consumidores. En este sentido, tiene ventajas desde el punto de vista económico.

Existe una segunda ventaja: no concede desde el comienzo que el consumidor no tenga más remedio que consumir lo que consume. Antes, cuando éramos pequeños, habitualmente el demonio tenía la culpa de todo lo malo que ocurría. Posteriormente, cuando yo estudiaba en la universidad, la culpa la tenía «el sistema». Y ahora la tiene la globalización. Y parece que la culpa siempre la tienen otros.

Según esta visión neoliberal del consumo, nosotros tenemos también alguna responsabilidad. No es que «el consumidor esté obligado y carezca de toda otra posibilidad», sino que se admite que, por lo menos, tenemos alguna otra posibilidad. Pero lo que ocurre, en realidad, es que el consumidor no es sobeaquí es donde se encuentran los inconvenientes de esta perspectiva neoliberal.

En primer lugar, se dice que el sistema económico, tal como funciona, está al servicio de las necesidades de la gente. Y uno dice: «¡Qué bien!… Con el hambre que tienen, vamos a vender naranjas a los africanos». Pero claro, resulta que hay un problema: los países africanos tienen necesidades pero no para el sistema, porque para éste la necesidad sólo existe cuando viene acompañada de la capacidad adquisitiva necesaria para poder comprar. La necesidad, para el sistema, es la demanda solvente. El sistema sólo atiende aquellas necesidades de quienes tienen dinero suficiente para pagarlas; si no, el sistema no las considera como tales. De acuerdo con esto, los africanos no necesitan para nada las naranjas, porque no tienen absolutamente nada para poder pagarlas y en consecuencia quedan absolutamente excluidos.

Decir que el consumidor es soberano es, por lo tanto, un poco exagerado. El que carece de capacidad adquisitiva no sólo no es soberano sino que queda excluido del sistema. Y es que hay que leer la letra menuda, porque es importante saber quién tiene una necesidad: ¿el que tiene demanda solvente, o el que, aunque tenga una necesidad, queda fuera del sistema porque no es solvente? ¡Porque esto no es soberanía ni nada que se le parezca!

En segundo lugar, el consumidor no es soberano porque tampoco los consumidores conocemos bien qué consecuencias tienen los productos que consumimos ni para el medio ambiente, ni para los seres humanos.

Pero hay otro capítulo que a mí me parece especialmente interesante: la falta de conocimiento sobre las propias motivaciones por las que consumimos. Este tema es fantástico y constituye todo un mundo.

1.3. LAS MOTIVACIONES DEL CONSUMO

Ante todo, hay que decir que la motivación nunca es una cuestión absoluta, sino que siempre se consume de una manera comparativa. Consumimos comparándonos con otros. Cuando preguntamos: «¿Qué tal estás?», deberíamos responder «¿Comparado con quién?» Porque todo es comparativo. Si estamos en un lugar en el que todos son miserables, y nos cuestionamos sobre el consumismo, la respuesta será diferente de si estamos en otro país. La cuestión es que siempre comparamos, y cuando vemos que el otro tiene algo distinto, consciente o inconscientemente empezamos a desearlo.

Surge entonces el tema del «consumo emulativo». La emulación es la principal fuente de consumo. Esta cuestión está perfectamente estudiada desde la teoría de Vebfen sobre «la clase ociosa». Queremos tener lo que tiene el vecino, queremos tener lo que aparece en TV como propio de una clase social ideal a la que quisiéramos pertenecer.

Esto en los jóvenes es terrible, porque, ¿cómo puede uno ir en grupo si no lleva lo que llevan los otros? Es un leproso, en el sentido bíblico de la palabra. Y los pobres padres están vendidos, porque aunque de por sí se resistirían, les importa que el hijo vaya igual que los amigos y esté a la misma altura que éstos. Me decía un taxista: «Estoy hecho polvo, porque el chaval quiere un videojuego que vale 150 euros. ¿Comprende usted lo que es eso para mí? Y mi señora dice que hay que comprárselo porque ¿cómo va a ir a la escuela si todos los amiguitos ya lo tienen?».

Entre los chicos jóvenes el afán de emulación en el tener es terrible. Y esto cualquiera que vende lo sabe. Recuerdo a una señora que en una charla sobre este tema me dijo: «Mire, nosotros estamos intentando remediar este asunto y consumir menos, pero ¿cómo lo hacemos con nuestros hijos? Porque esto los hace sufrir. El ver que el chiquillo va al colegio y resulta que los otros le miran mal, esto para un padre es terrorífico. Su padre está dispuesto, pero ¿cómo se lo vendemos al niño? Le intentamos decir que tenemos que ser más solidarios, que tenemos que compartir más, pero el niño es pequeño y no lo sabe comprender bien. Sólo entiende que los otros le rechazan».

En un colegio, los niños saben muy bien detectar con qué coche vienen los padres de los amigos y qué ropa llevan.

Otra motivación del consumo, aparte del afán de emulación, es el afán de compensación. Cuando alguien se ha llevado un disgusto dice: «Pues mira, voy a comprarme una joya». O esto que ahora se dice tanto: «Tienes que quererte más» y entonces viene la argumentación: «Es que me dicen que me tengo que querer más y me voy a ir a las Guayanas… y me pago un viaje porque me he de cuidar más, porque es que no me cuido…». La cuestión es que hay que compensar una desgracia.

Y luego viene la famosa idea de la persona que quiere demostrar éxito. Este punto se basa sobre todo en economistas de la línea de Amartya Sen, economista indio, premio Nóbel de Economía en 1998. Dice este autor que lo que nos ocurre en nuestra sociedad es que hemos cambiado. En una sociedad secularizada, como la nuestra, ya nadie piensa que la salvación está en la otra vida sino que la salvación tiene que estar en esta vida. No hay nada más; todo se acaba aquí y hay que salvarse ahora, porque si no nos salvamos ahora des­pués no hay nada. Pero ¿en qué consiste la salvación? Salvación quiere decir «éxito». Y ¿en qué se muestra el éxito? En mostrar bienes de consumo costosos. Cuando uno llega a acceder a los bienes de consumo costosos, está demostrando que ha tenido éxito. Para las personas que creen que la vida termina aquí y que luego no hay nada más, es evidente que la salvación hay que buscarla aquí. Y salvarse aquí quiere decir tener éxito; y tener éxito llevar y tener todas estas cosas. ¡Qué maravilla!: «Yo salí del pueblo. Era el hijo de fulana y nadie me apreciaba. Ahora vuelvo con un cochazo y todo el mundo dice: ¡Qué éxito ha tenido fulano!».

La gente se da cuenta entonces de que «son alguien» y empieza la autoestima y la heteroestima, porque nos estimamos sólo según nos estiman los demás.
Este mecanismo es tremendo, porque resulta que si los demás me estiman porque yo estoy luciendo una gran cantidad de maravillas, yo también me estimo a mí mismo o no me estimo según eso. Y si esto le ocurre a una persona adulta con capacidad de reflexión es malo pero puede tener remedio; pero si le ocurre a un chaval resulta que está vendido por lo que los demás dicen: «¡Fíjate, fulanito, cómo viene! ¡Fíjate, fulanito, lo que lleva!». Visto a nivel mundial: como resulta que todos somos vecinos gracias a los medios de comunicación, los países en vías de desarrollo quieren tener lo mismo que los países desarrollados. La consecuencia es que, en vez de ahorrar, gastan en lo superfluo. El afán de emulación no sólo se da en el ámbito de «mi localidad» con «mis vecinos», sino que ahora se da a un nivel global porque todos somos vecinos.

Hay que tener éxito, un país debe tener éxito. ¿Cuál es el país de más éxito en el mundo? El que a la hora de hacer cuentas sobre el bienestar tiene más automóviles, más ordenadores. Esos son los países con más éxito, en los que la gente dice que hay más felicidad, más plenitud de vida, etc.

Realmente, las motivaciones del consumo podrían impulsar un cambio. Propongo que, desde ahora mismo, todos los que nos dedicamos a tareas educativas nos pongamos a la tarea de desactivar el mecanismo que entiende que la felicidad consiste en los bienes de consumo. Si no se desactiva ese mecanismo, que es como una bomba relojería, podemos hacer lo que queramos, pero no tendremos arreglo porque la gente seguirá pensando que eso es felicidad y en ello consiste el haber triunfado en la vida; lo demás son tonterías para «cristianetes» de poca monta que se entretienen con esas cosas.

Otro elemento en el campo del consumo comparativo son las creencias. Las creencias son fundamentales y por eso hay que desmontar todas esas creencias y hábitos sobre el consumismo. Resulta que cuando la gente cree que consume lo que necesita no es verdad, porque en realidad consume lo que la sociedad cree que hay que consumir.

Siempre me ha parecido interesantísimo eso de las reliquias. En la Edad Media la gente mató por ellas. Pensemos en el brazo de santa Teresa: ¿quién quiere tener un brazo en casa? Sin embargo, el valor comercial que llegaron a tener las reliquias es impresionante. Se ha llegado a matar por ellas. Ya podemos ver, pues, que el tema de las motivaciones del consumo es mucho más complejo de lo que parece.

1.4. LA DICTADURA DEL PRODUCTOR

Galbraith habla de una nueva teoría de la dependencia. Esta teoría afirma el efecto de dependencia que la producción crea en la gente a través de la publicidad. El productor crea la necesidad a través de la publicidad convenciendo a la gente de que lo anunciado es lo que verdaderamente necesita. Una señora amiga mía decía: «es que es necesario tener algo de pieles» (!). Se puede crear la necesidad y uno puede llegar a sentirla como tal.

La dependencia se produce, pues, al crear la necesidad. El productor la crea porque necesita vender masivamente, porque la producción masiva es la única que le genera un margen de ganancias. Para ello se necesita que la gente consuma masivamente, y es por lo tanto necesario crear el hábito para que la gente consuma.

La ética trata del carácter y de los hábitos. Cuando nos hemos acostumbrado a consumir, tenemos el hábito. Eso es lo que hay que conseguir: que la gente tenga hábito; que le parezca que tiene necesidad de estar tomando continuamente Coca Cola y Pepsi Cola…

A mí me llama la atención cuando en las películas dicen aquello de: «Necesito una copa». «Necesitar» es el hábito. Dice Galbraith que cuando se crea el hábito, se genera un ethos consumista, un carácter consumista. Y en las sociedades consumistas nunca hay bastante. En ellas existe la sensación de que hay que producir para satisfacer las necesidades de la gente, pero ocurre que como con la producción se crean nuevas necesidades, y más necesidades nuevas, las necesidades son infinitas y nunca hay bastante. Y la gente de nuestras sociedades está siempre insatisfecha porque nunca hay bastante.

La teoría de Galbraith tiene a mi juicio la ventaja de que señala muy claramente el mecanismo de creación de los deseos. La creación de deseos y de necesidades es lo que hace a la gente dependiente de una serie de cosas que cree que necesita, sin pensar en nada más. No se le ocurre pensar, por ejemplo, que en una quinta parte del planeta la gente consume mucho más de lo que necesita y que nunca está satisfecha; y que en otra quinta parte la gente no tiene ni lo más necesario; y que el resto está en la situación que está.

Pero también en esta teoría se dan inconvenientes. Insiste demasiado en que estamos determinados por la publicidad. Sin embargo, en el plano de la libertad hay que distinguir entre determinación y condicionamiento. La libertad humana está siempre muy condicionada, nadie es absolutamente libre. Tenemos motivaciones; hay interferencias, es cierto, pero una cosa es estar condicionado y otra muy distinta es afirmar que no tenemos más remedio que hacer algo. Porque si no tengo «más remedio que» consumir, ¡qué le vamos a hacer! Igual que no tenemos más remedio que morirnos. Si «no tenemos más remedio que» entonces sobra todo lo demás.

Pero esto no es verdad, porque sí tenemos libertad. Podemos hacerlo o no hacerlo. No se trata de que nadie consuma nada, porque los bienes de consumo son útiles para muchísimas cosas, pero la prudencia sigue siendo fundamental. Es importante saber hasta dónde a uno le interesa, hasta dónde a uno le libera, hasta dón­de a uno le hace feliz y hasta dónde empieza a meterse en una escalada que de verdad ni le interesa ni le importa. Somos más libres de lo que se dice en esta teoría, y por eso es importante averiguar cuáles son los mecanismos que crean la dependencia, y desactivarlos.

1.5. EL PODER DEL CONSUMIDOR

Relacionado con esto podemos fijarnos en la teoría de Daniel Miller, que es interesantísima. Como la producción masiva ha hecho que la gente consuma masivamente, en este momento el consumidor tiene en sus manos un poder enorme. Si los consumidores se pusieran de acuerdo y todos decidieran consumir de otra manera, podrían cambiar la producción. Este es el mecanismo de la revolución. Si los consumidores nos ponemos de acuerdo, como tenemos el poder en nuestras manos, también tenemos en nuestras manos al productor y podríamos cambiar el mecanismo de la producción. Si antes la clase trabajadora era la vanguardia de la historia, ahora lo son los consumidores.

Miller trata de ver cómo se pasa de la producción al consumo, de las clases a los estilos de vida, de las clases trabajadoras a las clases medias que son la clave del consumo. Demuestra que los consumidores y las clases medias tienen un poder que habría que habilitar.
Pero esto tiene bastantes inconvenientes. El más grueso es que la clase trabajadora era una «clase» que tenía un «interés de clase»; querían defenderse todos como clase, lo cual generaba entre ellos una gran solidaridad. La clase obrera no tenía que perder más que sus cadenas. Pero me temo que los consumidores no somos una clase, sino que existen entre nosotros intereses divergentes y que tenemos mucho más que perder que «las cadenas».

La gente no tiene la menor voluntad de cambiar su estilo de vida de consumo y, no sé si me equivoco, pero me parece que la voluntad es fundamental. La clase obrera logró ponerse de acuerdo, pero los consumidores, que no somos una clase, sino que tenemos estilos de vida diferentes, con intereses competidores, me temo que no seremos capaces de ponernos de acuerdo en cambiar el consumo para cambiar la historia. Con lo cual, más que proponer que seamos la vanguardia, propongo que seamos ciudadanos.

1.6. POR UNA ÉTICA CIUDADANA DEL CONSUMO

He dicho al principio que ciudadano es aquel que es su propio señor con sus iguales. Hoy día la ciudadanía no es de cada comunidad política sino que es cosmopolita. Estamos en una polis en la que, gracias a la globalización, todos tenemos que ser ciudadanos y además como iguales. Y la ciudadanía obliga. Si queremos ser protagonistas con otros, tenemos que serlo también en el consumo.

Yo propongo un consumo liberador. Tenemos que ir tomando conciencia de por qué consumimos; tenemos que concienciarnos de cuáles son las motivaciones del consumo. Si no hacemos esto, no sabemos por qué consumimos y somos esclavos. Al final tiene razón Galbraith: hacemos lo que otros dicen que hagamos. ¿Se da usted cuenta de que en realidad lo que quiere es estar como el de al lado? Por lo menos sépalo. ¿Consume para que se le pase el disgusto porque le ha dejado el novio o la novia? Pues, por lo menos, sépalo. ¿Quiere que no se le note que tiene una parálisis locomotriz? Pues entérese de ello.

Es bueno que vayamos sabiendo, porque es bueno saber acerca de nosotros mismos. En primer lugar es bueno saberlo y después saber si efectivamente queremos o no queremos.
En segundo lugar, aunque no en importancia, el consumo tiene que ser justo. Hoy día no se puede plantear el consumo, ni ninguna otra cosa, si no es en un marco de justicia.

Nuestras sociedades se han cansado de decir que creen en la Declaración de Derechos Humanos de 1948 y como lo hemos repetido tantas veces pienso que alguna vez tendremos que tomárnoslo en serio. En esta declaración se dice que todos tienen derecho a la vida y derecho a un montón de cosas. Pero lo que es evidente es que en este momento hay una inmensa mayoría de personas que no ve satisfecho su derecho a la vida. Y el consumo tiene mucho que ver con esto. Por eso, lo que propongo es propiciar un consumo justo, y esto quiere decir universalizable; es decir, un modo de consumo tal que todo el mundo pueda consumir de esa manera.

Si decimos que no hay que consumir nada, pues nos morimos. Los bienes de consumo son necesarios y tienen muchas ventajas, pero estas ventajas tienen que ser universalizables. Vamos a ver si lo distribuimos todo de tal manera que todos podamos hacer uso de todas las cosas, y no digamos que otros no pueden usar coches porque contaminan, mientras nosotros seguimos haciendo el mismo uso de los coches… otorgándonos el derecho de usar todos los bienes que queramos y de decidir quienes no deben usarlos. Creo que tenemos que crear estilos de vida universalizables, que necesitan rebajar el nivel de consumo; es decir, crear clases medias universalizables. Ni la clase alta que somos los países desarrollados, ni las clases miserables, sino unos estilos de vida en los que la gente pueda hacer uso de los bienes de consumo más elementales y más felicitantes.

Un tercer rasgo del estilo de consumo que yo propongo es la co-responsabilidad. Consumo co-responsable porque una persona sola no puede cambiar las cosas. Consumo co-responsable quiere decir que tenemos que echar mano de asociaciones, instituciones y grupos. Las asociaciones de consumidores pueden no solamente reivindicar los derechos del consumidor, sino que pueden abogar por un consumo que sea justo y liberador. Hay que echar mano de las asociaciones e instituciones en el nivel civil y en el nivel político para luchar por ese consumo justo y liberado.

Y, finalmente, propongo que el consumo sea felicitante. Todos los seres humanos queremos ser felices; ya lo decía Aristóteles hace 25 ó 26 siglos, y tenía razón. Todos los seres humanos tendemos a la felicidad. Eso es lo que al fin cuentas queremos, y la verdad es que cuando hablamos de consumo me pregunto si éste está siendo felicitante; es decir, si las sociedades más consumidoras son más felices; si al subir los niveles de consumo se crea más felicidad.
Aristóteles decía que hay acciones que son felicitantes por sí mismas, y son aquellas que tienen el fin en sí mismas.
El comercio se ha inventado acciones que son felicitantes por si mismas, como por ejemplo «ir de compras». No es lo mismo «ir a comprar» que » ir de compras». Lo primero es un sacrificio; hay que ir a comprar la comida, la ropa, etc. una y otra vez… y nos gustaría que nos lo dieran todo hecho. En cambio decir «vamos de compras» resulta simpático. Se va a un centro comercial, se pasa la tarde, se deja al niño en la guardería, se hacen no sé cuántas cosas, se pasea, se entra en un cine… Es algo que se hace por sí mismo; ir de compras por ir de compras.

Sin embargo, en algunos de los estudios que yo recojo, parece que las actividades más felicitantes no son las que están mediadas por los bienes de consumo más caros. Es bueno que pensemos cuáles son las actividades felicitantes, porque resulta que tienen mucho que ver con las relaciones humanas, con la gente que uno quiere y aprecia, con estar con aquellos con los que se está a gusto y con los que vale la pena estar. También se trata de algunas actividades de ocio (leer libros, ver películas, ir a conciertos) y que necesitan muy poco gasto.

Hay actividades que merecen la pena y que tienen que ver con trabajar con otros codo a codo; con darse cuenta de que las flores brotan y que resulta que, donde había una situación de miseria, ahora los chicos han crecido y las cosas han cambiado. Son actividades de solidaridad que tienen mucho que ver con la plenificación de la vida y que necesitan muy pocos bienes de consumo costosos.

Creo que es importante recapacitar y ver si no hay que poner otra vez sobre el tapete ese tipo de actividades que son felicitantes, porque creo que con las actividades de otro tipo nos estamos empeñando en la tarea de conseguir dinero para obtener una serie de productos que ni siquiera vamos a poder consumir. Esto me parece poco ético y, sobre todo, muy estúpido.

(1)COR TINA, A. Por una ética del consumo. Taurus, Madrid 2003 y CORTINA, A. Ciudadanos del mundo: hacia una teoría de la ciudadanía. Alianza, Madrid 1997.