Ya hace algunos años que se ha puesto de manifiesto la falsedad de la alarma, creada tiempo atrás, sobre la incapacidad del planeta para alimentar a una población mundial que crecía con la vigilancia y el temor de los “amos del mundo”. Con la reciente crisis demográfica de China, que ha decidido fomentar su natalidad, y la perspectiva de la India, el país más poblado de la Tierra, como potencia emergente del siglo XXI, se derrumba definitivamente la tan manida afirmación que aseguraba que el desarrollo de un país, de un pueblo, de una familia, dependería del control cuantitativo de sus miembros.
Se hace necesario un nuevo paso en la cadena histórica de agresiones que el capitalismo viene haciendo a la dignidad humana, para asegurar la continua concentración de la riqueza y el poder.
Se hace necesario un nuevo paso en la cadena histórica de agresiones que el capitalismo viene haciendo a la dignidad humana, para asegurar la continua concentración de la riqueza y el poder. Ese nuevo paso consiste en consolidar el control cuantitativo de la población a través del control cualitativo de la misma, asumiendo una Cultura de Muerte, que consiste en el gusto por la muerte como vía de solución a los problemas humanos. En efecto, la aceptación cultural de una antropología que desvincula y aísla al ser humano, pasando de su condición de persona a la de individuo de la especie, empoderado mientras pueda, le hace tan impotente ante su inevitable debilidad que erigirá a la muerte en panacea liberadora.
Tras la Segunda Guerra Mundial, con EEUU como claro vencedor de la misma, en el escenario de la Guerra Fría, con un alto número de nuevos países africanos y asiáticos procedentes de la descolonización, un nuevo panorama mundial alarma a los vencedores. El ímpetu de esos nuevos países, con una población muy joven en rápido crecimiento, algunos de ellos aproximándose a la URSS, podría generar una fuerza revolucionaria que pusiera en juego la hegemonía de occidente.
Es en 1974, en la III Conferencia Mundial de Población de la ONU, cuando se pone en marcha un plan mundial para el control de población, especialmente de los países del denominado Tercer Mundo, promoviéndose la anticoncepción y el aborto como métodos más eficaces. El resultado resulta evidente. Las estimaciones demográficas de la ONU en plena transición demográfica, ignorando deliberadamente los mecanismos naturales de autorregulación de la población, predecían que en este momento estaríamos con una población de más de 11 mil millones de personas y que seguiría creciendo exponencialmente, lo que no era más que una amenaza, estrategia de guerra, para el control.
Sin embargo, la ralentización impuesta ha traído consigo enormes desequilibrios en la estructura de la población, con graves consecuencias sociales y lenta posibilidad de recuperación. La desclasificación en 1989 del Informe Kissinger (1974) confirmaba la estrategia de control poblacional de los países del Tercer Mundo seguida por los Estados Unidos para impedir que la inestabilidad política de estos afectase a su hegemonía.
Un nuevo paso fue la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo, celebrada en el Cairo en 1994. Cabalgando sobre lo que inicialmente fue entendido como perspectiva de género, y acogido por todos los movimientos feministas, aparece la “ideología de género” que rompe, acientíficamente, todo vínculo entre sexo y género. Con base en el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos, toma fuerza una nueva antropología que, ignorando toda información procedente de la naturaleza humana, convierte la voluntad de poder en eje sobre el que se desenvuelven las relaciones humanas, incluso las más básicas del hijo con sus padres, o del sexo con el cuerpo en el que está inscrito.
Ahora el problema demográfico ha pasado a un primer plano en nuestras sociedades de “estado de bienestar”. No se trata ya del problema del descarte de los países del Tercer Mundo, ni de la suerte de los inmigrantes, que con tanta indiferencia tratamos. Ahora se trata de nuestra Sanidad Pública, nuestro Sistema Educativo, nuestros Servicios Sociales y, en especial, nuestras Pensiones. En España ya son más los mayores de sesenta y cinco años que los menores de quince. Esto haría, por sí solo, inviable sostener el sistema mediante cotizaciones; más aún con las cifras de desempleo que soportamos.
La insostenibilidad del colapso demográfico quiere resolverse ahora con nuevas leyes que, con la aceptación de esta bestial antropología, hacen “razonable” la muerte de los no nacidos, de los viejos enfermos e ineficaces o, en general, de los que “no merecen” la dignidad de ser llamados personas humanas. Los problemas derivados de la miseria y el hambre, el desempleo y la precariedad, la enfermedad o la ancianidad se resuelven provocando la muerte. Esta aceptación social de la muerte por hambre, guerras, explotación laboral y esclavitud, aborto, suicidio, eutanasia… es a lo que denominamos Cultura de Muerte. Con ella, el control cualitativo de la población garantiza la falta de oposición al poder del neocapitalismo. Si hemos aceptado nuestro suicidio como especie, ya no es necesario que nos maten. ¿Lo hemos aceptado?
Editorial de la revista Autogestión nº 149