Desde el infierno

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Una mujer acude a una clínica para abortar. El dictamen psiquiátrico, que justifica la intervención alegando riesgo para la salud psíquica de la madre, no parece emitido en conformidad con lo que establece la ley. Un médico de la clínica le practica el aborto.

Un éxito, pues, por usar el lenguaje del juez que se aparece en esta pesadilla, “un embrión” no “desembocó en el menor” que había de ser hijo de aquella mujer, es decir, que un embrión quedó debidamente abortado. Pero resulta que los embriones eran dos, y uno “desembocó en el menor que ahora es hijo” de la mujer que no quería ser madre. La mujer denuncia a médico y clínica por negligencia. La clínica le ofrece perfeccionar el trabajo con el embrión que se hizo el muerto. La justicia condena a médico y clínica, que habrán de indemnizar a la mujer con 420.000 €, que es lo que, a juicio del juez, cuesta aguantar a un hijo hasta los 25 años de edad.

Lo más atroz de esta situación es que todo en ella parece normal: la mujer, el médico, la clínica, el juez, el dictamen, el aborto, el hijo. Tal vez lo único anormal y simpático es que los embriones aprendan a esconderse.

Me pregunto qué queda de una madre en esta noticia, qué queda de un médico, qué de una clínica, qué de un aula de justicia, qué se ha hecho de la verdad, qué se ha hecho de la humanidad, qué va a ser de un hijo que viene a este mundo sin que nadie lo quiera, y que va a crecer con la evidencia de que no es querido.

Hemos desnaturalizado el seno materno, las manos del médico, el alma de la justicia, el nombre de un hijo. Nos hemos ausentado de la humanidad. Hemos creado el infierno.