La señora Ana es conocida por todo el barrio porque se la pasa caminando de un lado para otro pidiendo comida o medicinas y de este modo lleva siempre algo a su casa donde pasan muchas necesidades. Le ha tocado duro en esta vida. Es una persona mayor. Tiene varias hijas y hace casi catorce años murió una de ellas en el parto.
Desde ese momento, tuvo que criar a sus nietos. El menor de ellos estudia en nuestro colegio. Es un niño que siempre tiene una sonrisa en la cara, aunque en muchas ocasiones no haya probado bocado en más de un día. Tiene el rostro pálido y demacrado. Su abuelita tiene la mirada perdida y se le nota la tristeza si la observas con detenimiento, pero basta que dialogues con ella y fije su mirada en ti, para que te regale una dulce sonrisa. Siempre tiene a Dios en la boca, como solemos decir. Dice con mucha frecuencia que Dios la ayuda y que sale todos los días en su nombre. Es de religión protestante pero eso no la limita a dialogar amablemente con todas las personas.
El que la ve y desconoce su situación no se imagina nunca el sufrimiento que lleva. Su hija menor está en cama desde hace varios años, al parecer tiene lupus y otras enfermedades. Camina muy poco y con dificultad. Ana debe criar también a los hijos de ella porque el papá de los niños no los ayuda económicamente. Ha tenido que perder la pena y pedir alimentos y medicinas en la parroquia y a todo el que se consigue por el camino.
Hace poco se apareció en la dirección del colegio como a la 1:00 pm. con una de sus nietas estudiante también del colegio. Me preguntó si tenía algún remedio para bajar la fiebre porque su nieta tenía tres días enferma. Creí que se trataba de la alumna y se lo pregunté. Me hizo señas que era para la otra. No entendía a qué se refería porque no veía a nadie más, tuve que preguntarle y lo que vi me impresionó.
La niña, de 9 años, tenía cargada y envuelta en un pañal a un bebé de un mes de nacida. Yo creía que era una muñeca por la manera en que la tenía cargada; lo peor no fue eso, sino que era tan pequeña y estaba tan desnutrida que pensé que se iba a morir en ese preciso momento. Su rostro era cadavérico y tenía el cuerpo lleno de sarpullido y enrojecido. Solicité que me la diera para cargarla, temía que se le cayera.
El dolor que sentí me envolvió porque no pesaba nada. De repente, empezó a hacer como si estaba convulsionado, me llené de miedo porque se estiraba y abría la boca. Nunca salió llanto, no tenía fuerzas ni para eso. Al dialogar con su abuelita del paradero de la mamá y el papá de la niña me dijo: «mi hija se tuvo que ir a las minas hace una semana porque no había comida. La niña no ha tomado teta y no tengo para darle leche, se ha alimentado con agua de zanahoria. El papá no sé dónde está».
La realidad es que la madre de esta niña se prostituye en las minas del Estado Bolívar y por eso no saben quién es el padre.
Conozco muchachas que tienen que vender su cuerpo por pocas gramas de oro; las que salen embarazadas se debaten en el dilema de tener o no a su hijo porque deben estar siempre disponibles para ganarse el sustento propio y el de sus familiares.
Los venezolanos sentimos que hemos sido lanzados bruscamente al precipicio, sentimos que vamos en caída libre, al fondo, al igual que el resto de los empobrecidos del mundo. Sin embargo, seguimos teniendo esperanza y mucha fe en Dios y en la Virgen que pronto se hará justicia. Juntos luchamos para cambiar esta realidad que masacra a nuestro pueblo con la hambruna y la violencia. No podemos ser indiferentes ni buscar soluciones individuales a nuestros problemas. El grito de los pobres es la asociación y la solidaridad.
La sangre de los inocentes clama al cielo como la sangre del justo Abel. Dios nos sigue preguntando: ¿Qué has hecho de tu hermano?
Elimar Portuguez