DIÁLOGO sobre la SOLIDARIDAD. Por Carlo Maria Martini

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La palabra SOLIDARIDAD en los escritos y en los discursos del Papa de 1979 a 1994 aparece 64000 veces.

Por CARLO MARIA MARTINI, Arzobispo de Milán

Díalogo-encuentro celebrado en Milán en 1997
En el marco de la Biblioteca Ambrosiana

Con objeto de prepararme para este encuentro, hace algún tiempo consulté un CD-rom que contiene todos los escritos y los discursos de Juan Pablo II. Le pregunté al disco cuántas veces aparecía la palabra «solidaridad» en los textos del Papa de 1979 a 1994. La respuesta del ordenador fue: «Espere». Tras varios minutos en los que el ordenador seguía diciendo «Espere», «Espere», yo empezaba a pensar que me había equivocado de tecla por mi falta de práctica. A los diez o doce minutos llegó la respuesta: más de 64000 apariciones de esta palabra en los escritos y en los discursos del Papa. Ciertamente es algo bastante relevante para una palabra, «solidaridad», que ha entrado hace poco en el vocabulario eclesiástico. Se puede encontrar, en los documentos del concilio Vaticano II, nueve veces en total y de estas nueve apariciones es significativa por ejemplo la del documento Apostolicam Actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, número 14, donde bajo el título «Orden nacional e internacional» se dice: «Entre los signos de nuestro tiempo es digno de especial mención el creciente e imparable sentido de la solidaridad de todos los pueblos, que es deber del apostolado y de los laicos promover con diligencia y transformar en sincero afecto fraterno». En este texto del Vaticano II se origina la fortuna y el uso de esta palabra en el vocabulario eclesiástico, a medida que crece su uso en el vocabulario civil durante los dos últimos siglos.

La palabra SOLIDARIDAD en los escritos y en los discursos del Papa de 1979 a 1994 aparece 64000 veces.

Es bien sabido que cuando una palabra se utiliza muchas veces en múltiples contextos se expone al riesgo de la generalización y la ambigüedad. Corre el riesgo de convertirse en una palabra vacía, meramente verbal. Esto no impide que este vocablo, a pesar de suscitar tantas discusiones y tanto escepticismo, sea todavía hoy portador de una gran capacidad alusiva, hasta el punto de que resulta difícil encontrar en nuestros días a alguien que se declare contrario a la solidaridad, si no es en el sentido de estar en contra de los abusos que se pueden hacer del término para ocultar formas de asistencialismo o incluso de dispendio. Pero el valor ideal de la solidaridad sigue estando de por sí entre los valores universalmente reconocidos; la palabra sirve de sigla y de punto de referencia sintético de una unidad e interdependencia que la humanidad está llamada a reconocer previamente a las diversificaciones en que se articula. Me parece que en este sentido la palabra «solidaridad» participa del destino de otras palabras y categorías de alcance universal, como los derechos humanos; son palabras pensadas expresamente con la intención de ser fácilmente compartibles en un contexto laico y de amplio pluralismo de ideas. Lo que sin embargo no resuelve el problema de su posible ambigüedad, tanto teórica como práctica..
Yo me limitaré aquí a llamar la atención sobre dos imágenes bíblicas particularmente significativas para este tema: la de la parábola del Buen Samaritano (Lucas, 10) y la del juicio Final (Mateo, 25). Es sabido que en la Biblia no aparece la palabra solidaridad como tal; y sin embargo el concepto y sus instancias cuentan con numerosas referencias.

Y me parece por ello que le sea mas propio al término «solidaridad» un primer desafío en el ámbito cultural y religioso que en el sentido ético y social. Me refiero a eso que nos anima a reflexionar sobre las razones de tal interdependencia, que no pueden ser encomendadas a partes individuales del cuerpo social, sino que exigen un contexto lo más profundo y prolijo posible. Pienso en el curso de la historia de nuestro país, en aquel momento de gran solidaridad que fue el nacimiento de la Constitución. Ello fue posible gracias a la intervención de fuerzas de inspiración social y política muy distantes entre sí, y que, con todo, convirgieron en el momento constituyente; puesto que la significación del proyecto constituyente no residía tan sólo en las garantías que ofrecía el dictado constitucional, sino quizá mucho más en aquel consenso común, profundo, enraizado en la conciencia de un pueblo que buscaba vías para su resurgimiento y su auténtico desarrollo civil. Por esto no es inútil la llamada a una singular cautela en el acercamiento a temas como estos, que tras la apelación genérica a la solidaridad pueden esconder no pocas veces ópticas extremadamente parciales.

Los casos más clamorosos se producen cuando la solidaridad se invoca sólo en beneficio propio, en tanto deber de los otros hacia sí mismos y el propio grupo, o cuando la solidaridad se concibe como vínculo corporativista entre unos pocos que se unen para tutelar mejor su propio interés frente a los otros, y así sucesivamente.

Yo me limitaré aquí a llamar la atención sobre dos imágenes bíblicas particularmente significativas para este tema: la de la parábola del Buen Samaritano (Lucas, 10) y la del juicio Final (Mateo, 25). Es sabido que en la Biblia no aparece la palabra solidaridad como tal; y sin embargo el concepto y sus instancias cuentan con numerosas referencias. El caso de Israel puede leerse por completo a la luz de la solidaridad de Dios haciendo causa común con los destinos de aquel que llama a ser su pueblo, y suscita en su seno la conciencia de una unidad del todo inédita, enraizada en la alianza.

Pero quisiera concentrar mi atención en el pasaje de Lucas, 10.25-37, que me parece apropiado para reflexionar sobre una figura específica de la solidaridad, la que se materializa en las formas de inmediatez de las relaciones breves, de la interacción cara a cara, del encuentro con el rostro del otro. Sobre este texto venimos reflexionando largamente en un bienio del camino dedicado al hacerse prójimo. Quisiera subrayar algún aspecto simbólico del icono bíblico; ante todo, los hechos narrados en la parábola tienen lugar en un camino, el que une Jerusalén, ciudad santa, con Jericó, símbolo de la ciudad seglar, y el camino entre ambas ciudades es el lugar de su distancia, pero también el espacio que las une. Por este camino pasan los hombres, símbolos de cada una de las dos ciudades: pasa aquel al que robaron unos ladrones, y pasa el samaritano, probablemente dos comerciantes que viajan por cuestión de negocios; pasan el sacerdote y el levita, hombres de religión. El camino es la realidad de la vida común donde todos se encuentran, pero es también el lugar de los desencuentros, de los egoísmos de grupo, que llegan hasta la violencia, como en el caso de los ladrones. Es el lugar de los egoísmos privados, o quizá motivados por pretextos culturales, como en el caso del sacerdote y el levita; el mismo camino es también el lugar de la proximidad vivida, como en el caso del samaritano.

Es por lo tanto en la vida cotidiana, en las relaciones de la vida de todos los días, mas allá de ideologías y de roles, donde ante todo se practica la solidaridad. Ésta exige que abandonemos los roles, que olvidemos las conveniencias, para darnos cuenta de que somos simplemente, hombres o mujeres, seres humanos. La parábola dice todavía más, haciendo notar que el samaritano se detiene junto al herido, no porque profese principios de solidaridad social o teorías sobre la igualdad de todos los hombres (sobre este punto calla el relato) sino porque dice la palabra evangélica: «Al pasar junto a él lo vio, y sintió compasión, le miró a los ojos y escuchó su corazón». En la conclusión de la parábola, a la pregunta de quién de estos tres fuera el prójimo de aquel que se había topado con los bandidos, se escucha la respuesta: «El que sintió
compasión de él», aunque la palabra «compasión» resulta hoy también sospechosa, y no se la relaciona de buen grado con la solidaridad.

La expresión bíblica indica que este hombre dejó hablar a su corazón, sintió que se agitaba dentro de sí ese sentido de comunión, de exigencia de preocupación por el otro, que habita en el fondo de cada uno de nosotros, cuando no queda sofocado por las infraestructuras que acumulan diversidades, pretextos, defensas. Y entiendo que aquí se nos dice que la solidaridad convoca las fuerzas más profundas y connaturales que hay dentro de nosotros, que superan todos los límites históricos, culturales, raciales y religiosos para llegar a todos en lo más íntimo.

Quiero hacer una alusión al segundo icono que he recordado, el del juicio Final. Y en particular, en este icono tan conocido de Mateo, 25, al estupor de ambas categorías, tanto la izquierda como la derecha, ante la palabra del rey que dice: «Lo que hagáis, o no hagáis, a uno sólo de mis hermanos más pequeños, me lo hacéis o no me lo hacéis a mí». Leo en este estupor no sólo una profunda doctrina teológica, sobre la que no insisto aquí, sino también un estímulo simbólico para reflexionar ulteriormente sobre un aspecto de la solidaridad que supera la parábola del samaritano; en aquella se ve el rostro del otro que sufre, aquí se va más allá del rostro inmediato para llegar hasta lo que esto significa. Y simbólicamente, nos remite a todas las situaciones en las que ya no se puede ver el rostro del otro -es el campo amplísimo de las relaciones sociales, de carácter mediatizado o institucional. En efecto, en el seno de una relación de carácter institucional, por ejemplo política, administrativa, económica, financiera o laboral, en cualquier caso mediatizada por grandes instituciones sociales, no es posible ver al otro con inmediatez, encontrarlo, establecer con él un diálogo, dejarse conmover por su rostro. No es posible ver el resultado de nuestra intervención.

Todo esto podría llevarnos a pensar que sólo en la inmediatez efectiva de una relación puede vivirse verdaderamente la solidaridad. Es concepto bastante común que la solidaridad sea cosa de voluntarios, de quienes actúan con buen corazón. La sociedad como tal es otra cosa. Opino que precisamente en una sociedad como la nuestra nace este desafío formidable, el de mostrar que también la labor fatigosa y a menudo frustrante de quien no recibe recompensa inmediata por su trabajo a favor de los otros tiene un sentido, que incluso es de absoluta necesidad.

Pienso en el hombre político honesto que corre el riesgo de no ver en qué sentido y en qué medida su servicio puede ser efectivamente una labor de solidaridad; y luego en el hombre que decide abandonar la propia esfera de responsabilidad pública por otros sectores de operatividad más inmediata y prometedora, donde le parece que sus propias convicciones pueden encontrar una forma de expresión casi más pura y sin compromisos. Pienso también en quien vive de manera ejemplar toda responsabilidad de carácter secundario en la sociedad: del investigador concienzudo que pone los frutos de sus conocimientos al servicio del bien de todos y no de sí mismo, a quien desempeña responsablemente un trabajo manual atomizado y despersonalizado, sin llegar a ver que también la calidad de su propio producto puede entenderse como servicio de solidaridad efectiva con el otro y con la sociedad.

Es preciso pues, en mi opinión, extender la consideración de formas de solidaridad posible también a éstas, quizá menos inmediatas y llamativas, pero no menos preciosas para el crecimiento de la sociedad entera, que necesita solidaridad en todas sus esferas, las mediatizadas y las inmediatas. Es más, debemos decir que las fuerzas de solidaridad concernientes a la segunda esfera, la mediatizada, han de ser consideradas como complemento imprescindible de la primera. Se trata de dos aspectos complementarios de una única solidaridad.

No es otra la lógica del hacerse prójimo también allí donde mi prójimo está distante, o incluso cuando la esperanza de encontrarlo físicamente es remota -hasta en el ámbito de las relaciones internacionales-, la lógica del hacerse presente en modo activo y efectivo. Es preciso reconocer el valor profético ejercido por las formas de solidaridad inmediata hacia los más necesitados, formas reconocibles en las múltiples actividades de voluntariado existentes. Sin embargo, creo que la lógica de profunda solidaridad, inscrita en esta expresión de gran gratuidad y de preocupación consciente por el otro, debe convertirse no en prerrogativa exclusiva de esta actividad sino en provocación efectiva, de manera que no le llegue a faltar a la sociedad entera en todas sus múltiples expresiones esta aportación, que nunca es superflua, sino esencial, y cada vez más urgente.

Encuentro una respuesta a estas cuestiones por parte de Juan Pablo II en su encíclica Sollicitudo reí socialis, quizá uno de los textos más significativos para la sociedad contemporánea. «Cuando esta interdependencia queda así reconocida, la correspondiente respuesta como actitud moral y social, como virtud, es la solidaridad. La solidaridad no es un sentimiento de vaga compasión o de superficial ternura hacia los males de tantas personas cercanas y lejanas; al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común, es decir, por el bien de todos cada uno, porque todos somos verdaderamente responsables de todos.» Obsérvese que según esta definición, la solidaridad tiende a asumir el papel tradicionalmente desempeñado por la justicia -la virtud orientada por excelencia hacia el bien común- elevando así la solidaridad casi al rol de virtud social fundamental.

Con esta perspectiva quisiera concluir: sólo cuando las complejas tramas articuladas de las estructuras económicas, jurídicas, sociales y políticas de un país se vean también reforzadas por el reconocimiento de las formas de solidaridad que son posibles, y por tanto rigurosamente practicables, sólo entonces la solidaridad, en cuanto actitud moral, en cuanto expresión común y compartida de la atención por el otro en toda ocasión, podrá desplegar en grado máximo todas sus potencialidades.