Según un estudio del Plan Nacional sobre Drogas (PND), la media de edad en el inicio del consumo de pastillas es de 15,6 años. Y más del 3% de los adolescentes ha tomado alguna en el último mes. LOS LOCALES para menores no son tan «lights». Una reportera de CRONICA, con aspecto de jovencita, compró en varios de ellos pastillas y observó cómo el consumo de todo tipo de drogas es habitual entre las seis de la tarde y las diez de la noche ante la indiferencia de los dueños del negocio. Los padres ignoran que sus hijos se divierten como adultos
Por Isabel García
En la fotografía un joven muestra el surtido de pastillas que tiene para consumir, o vender, en una sola tarde dentro de los baños de una discoteca «light» de Madrid.
«¿Cuál prefieres? Mitsubishi, Smile, Piolín, la del Corazón…».El que formula la pregunta gasta pantalón vaquero, camiseta azul bien ajustada, kilos de gomina en el pelo y no más de 15 años. Vacilo un instante, enarco las cejas y le suelto: «No sé, la Mitsubishi está bien». «Vale, genial», resume rápidamente sin dejar de dar saltos histéricos y con una pésima dicción. Su mano comienza a revolver en el bolsillo. A continuación, me muestra una bolsa transparente con unas diminutas pastillas. Podrían pasar perfectamente por aspirinas, pero se trata de éxtasis.
La conversación con el joven camello se desarrolla en mitad de la pista de baile de una discoteca madrileña. La escena no sorprendería si fuesen a las cuatro de la mañana y el camello tuviera 30 años. Pero son las seis de la tarde y tiene 15. Nos rodean decenas de adolescentes que, al ritmo de una machacona y elevadísima música tecno, no paran de dar botes. Estamos en una de tantas sesiones light de cualquier discoteca española para chavales de entre 14 y 17 años. Se trata de pases de tarde -de 17.30 a 22.00 horas- en las que la venta de alcohol y tabaco supuestamente está prohibida.
COLADERO
Otra cosa son las primaveras reales de los clientes. La táctica de «yo, que tengo 11, paso con el carné de una amiga, que ya tiene 14» es muy socorrida entre los habituales. Una alicantina de 13 años lo corrobora: «Me pidieron el carné y les conté que no lo llevaba. El portero dijo: ´Pues va a pasar por tener esas berzas´». En mi caso, bastó con mi aspecto aniñado e ir acompañada de dos chicas de 16 años.
Continuamos con la historia del chaval de azul. El acercamiento se había iniciado unos instantes antes. Mirada extraviada, ojos saltones y enrojecidos y baile frenético son las señas que le identifican como posible propietario de éxtasis. También una intensa transpiración, comprensible teniendo en cuenta que no ha parado de bailar y que en la disco apenas hay espacio para moverse. Sus únicas pausas han sido para acercarse al baño en busca de algo de agua que le alivie la sensación de deshidratación y los golpes de calor propios del consumo de pastis. Le pregunto: «¿Sabes quién pasa por aquí?». Me responde sonriendo: «Yo mismo».
Después, el precio: cinco euros la pastilla. Si compras varias, te hacen ofertas. Ejemplo: cinco piolines o fantasmitas por 20 euros. Baratas en comparación con el precio de la entrada: ocho euros sin flyer (´pase´ en el argot juvenil) por dos refrescos, y seis con él.
Ningún empleado de Seguridad hace acto de presencia. «Muchos pasan de meterse en líos porque si se ponen a echar, largan a más de la mitad», comenta una incondicional de la fiesta. [Jurídicamente, los responsables de las discotecas son responsables de la seguridad de los menores en su interior, incluida la sanitaria. Los expertos consultados por CRONICA reconocen que no hay ningún control sobre lo que pasa dentro de estos locales].
Nadie nos mira extrañados. En realidad, creo que muchos ni siquiera son capaces de vernos. Ninguno se escandaliza. Hay demasiada gente. Además, es un ritual al que el resto de juerguistas está acostumbrado. Guardo la rula en el bolso. Es una Mitsubishi ocho y medio, «muy buena, ¿eh?», me avisa el crío, que sigue bailando. Lo confirma una de mis acompañantes: «Sí, es muy buena, una de las mejores».
También me da la lista de las que están más en boga: Fido Dido, Snoopy, Love, el fantasmita, el conejito de Play Boy, el Picapiedra, las Roll-Royce… El apodo varía en función del logotipo. Los dibujos animados y las marcas de coches son las que más les atraen. «Va por modas. A los chicos les da más por los coches, pero las de los muñecos son muy chulas. Lo que está claro es que el que quiere comérselas no hace ascos. Muchas veces ni las ve del pedo que lleva…», cuenta un adolescente de 16 años. [Según la UNAD -el mayor colectivo que trabaja atendiendo toxicomános- el número de menores consumidores de esta droga se duplica cada año].
Mi mirada se dirige ahora hacia sus dos amigas. Es inevitable. Las chicas representan una minoría en la pista, pero su sugerente y escasa vestimenta hace que se les preste atención. Minifalda blanca, diminuto top y visible sujetador con estampado de leopardo es el modelo que luce una. Los calentadores en las piernas no pueden faltar. La otra: pantalón vaquero ajustado y top rojo. Imposible adivinar la cantidad de maquillaje que llevan. Vamos, ninguna diferencia con las go-gós que se contonean medio desnudas en las tarimas.
RAPADOS
Junto a la pareja bota un grupo de chavales, igual o más exaltados que mi camello. A uno de ellos se acerca un joven de unos 18 años con la cabeza rapada y cazadora negra. Me fijo porque llevarla debe resultar insoportable dada la elevada temperatura. Pero no es el único con este atuendo.
El saludado es moreno, unos 15 años, camiseta negra y un peinado que recuerda al último de Fernando Torres, el jugador del Atleti. El resto de sus colegas también le imitan. El otro, el de la cazadora, alardea de ser ultra del Madrid. Muestra lleno de orgullo la bufanda de su equipo. Después, se la coloca de forma que sólo se le ven los ojos. Asusta, sobre todo, cuando él y toda la pista botan frenéticamente mientras levantan el brazo derecho al ritmo de las canciones. ¿Recuerdan, por ejemplo, un desfile hitleriano?…
Nuestro protagonista le dice al doble de Torres: «Hola, camarada, porque tú eres camarada, ¿no?». «Sí, claro» es la respuesta de su interlocutor. El rapado se agacha, rebusca en su calcetín y saca el trofeo. Sin grandes disimulos, se lo pasa. «Gracias, tío», le espeta el camarada de forma escueta.
Alba, una chica de 17 años de Alcorcón (Madrid), me habla de los traficantes: «Hay chicos que consumen pastillas y también compran para sacarse pelas aparte de la paga. A sus padres les dicen que se la gastan en el burger. He visto a niñatos de hasta 13 años haciéndolo. Luego están los mayores, que a lo mejor no consumen, pero se dedican a ir a las discos vendiendo». [Según un estudio del Plan Nacional sobre Drogas (PND), la media de edad en el inicio del consumo de pastillas es de 15,6 años. Y más del 3% de los adolescentes ha tomado alguna en el último mes].
«TENGO COCA»
Algunas de estas sesiones están vetadas a camellos a los que han pillado in fraganti. En otras, ha sido la propia policía la que les ha sorprendido, provocando su cierre provisional. Pasado el tiempo, reaparecen. También son los empleados los que hacen la vista gorda. «He visto cómo los propios disc jockey iban al baño entre canción y canción para meterse una raya. A mí me han dicho: ´oye, vente, que tengo coca´», asegura una rubia de 15 años e insinuante tanga rojo en el aseo.
En el baño de otro local, tres menores de edad comentan su colocón.«Tía, ¡qué pedo llevo! Mucho mejor que el de Nochevieja; nada que ver; ¡como me vea mi madre…!», balbucea una tambaleándose. Una segunda, que no para de reírse, le ofrece una especie de porro cuyo contenido desconoce. Mientras, intenta retocarse los labios. «No es un canuto porque no huele tan fuerte; nos lo han pasado unos amigos, pero yo creo que le han echado pastillas o coca porque sabe raro», explica la tercera tras dar la última calada. [Según el PND, el 4,7% de los jóvenes reconoce que probó la cocaína antes de los 14 años]. Sara, habitual de la fiesta, cuenta que en una vio cómo varias niñas bebían agua de la taza del water porque no salía del grifo. «Era increíble; estaban pasadísimas y se empujaban unas a otras para beber del water, lleno de mierda. ¡Asqueroso!», relata.
Salgo del aseo y en la barandilla lateral observo a un par de sospechosos. Traducción: con pinta de malotes o flipaos, como diría cualquier quinceañero. Le pregunto a uno si vende y me contesta: «Lo siento». Sigo bailando. Al momento, me dan un toque en la espalda. «Oye, yo no, pero mi amigo sí pasa». Me dirijo a él. «Se me han acabado». La jornada le ha ido muy bien.
Y la primera pregunta es: ¿se consume tanto éxtasis en estas sesiones? «Sí, muchísimo, porque es muy fácil. Basta ir preguntando. A mí me han llegado a regalar pastillas para que me aficione», relata una discotequera. La segunda cuestión: ¿y alcohol? La opción para los que quieren consumirlo es introducir una petaca o una botellita con alcohol en el bolso, en el abrigo o calcetín. No les registran. Yo misma colé una pequeña botella con ron en una de estas sesiones. También fui testigo de cómo un portero sacaba a una cría de unos 14 años por portar una botellita de whisky. Mientras, a escasos metros, otro niño era sacado de la sala para que vomitara. Existen más argucias: hacer botellón antes de entrar. ¿Cómo consiguen la bebida si son menores? «La compra un amigo y si no en los chinos, que no te piden carné», dice Pablo, 15 años.
Un último interrogante: ¿Saben lo que se meten? «¡Qué va! Además, cuanto más pequeños, más locuras hacen como mezclar alcohol y pastillas o tomarse 10 de golpe. He visto hacerlo a amigos, que luego no me reconocían porque ni sabían dónde estaban. También son más inocentes y les timan con el precio o lo que compran», asegura Alba, desde la pista de baile. [Según la UNAD, la media de consumo de pastillas en una noche entre los menores de edad es de 4,5.].
ZOMBIES
Son las 22.00 horas. Las luces se encienden. Es el anuncio del final de la sesión. El público va saliendo a la calle. Una pareja de padres aguarda a su retoño. Otras lo hacen en el coche. Una niña llora desesperada porque le han robado el bolso. Alejados, dos críos se gritan. «Se habrán tomado mil pastillas. Algunos no pueden ni hablar porque se les tuerce la boca y la mayoría se pone agresivo y busca bulla», explica una de mis contactos.
Hay quien se encamina hacia el autobús. Otros buscan, agobiados, un taxi. Dudo de que muchos den con el camino correcto. Es tarde, y papá y mamá esperan viendo la tele. También dudo de que sepan lo que su niño ha hecho esta tarde. ¿Alguna forma de disimular? «Pocas, meterte en la cama nada más llegar. También depende de lo que tomes. Una o dos rulas no se nota, pero con siete o 10 no hay forma de disimular», añade. [La tercera parte de los consumidores de pastillas reconoce tener problemas para dormir].
La resaca continúa por la mañana. «Vegetal» es el calificativo con el que la experta describe el estado del día siguiente. ¿Y el partido de fútbol con los amiguetes del domingo? ¿Y la comida en casa de los abuelos? ¿Y estudiar para el examen del martes? «Da gracias de que puedas levantarte de la cama y comer algo», concluye. Y, mientras, los papás pensando qué tendría aquella dichosa hamburguesa para que su retoño tenga esa cara…
Con información de J. Carlos de la Cal
TRES PASTILLAS Y UN INTENTO DE SUICIDIO
Ana, 13 años, estuvo a punto de tirarse por la ventana un domingo por la mañana. Su hermana mayor la encontró subida en la barandilla hablando sola. Tenía el ceño fruncido, los ojos abiertos como platos, el pelo revuelto. La cogió por el pie momentos antes de dar el salto definitivo. La gritó, la abrazó y sintió que no era ella. «Decía cosas inconexas, que la vida no tenía sentido, que este mundo es una mierda y que nada valía la pena», recuerda su hermana en su narración al periodista. Lo primero que se le pasó por la cabeza es que Ana había tenido un desengaño amoroso. Luego pensó en unas malas notas. Por fin cayó en la cuenta: «¿Qué te has metido?», le preguntó de sopetón. «Ayer, en la disco -una light, en el barrio madrileño de Chamartín- me tomé tres pastis. Un chaval moreno, muy guapo, me las ofreció. Me dio un morreo en medio de la pista y me metió una en la boca con su lengua. Al cabo de un rato hizo lo mismo. A la tercera no me pude negar. ¡Me gustó tanto…!» Su padre la estaba esperando a la puerta, a las 22.30 de la noche, como tantos otros sábados. No notó nada especial. Ana se montó en el coche. Respondió con un seco «bien» cuando papá le pregunto «qué tal». No habló más en los 10 minutos que duró el viaje a casa. Cuando llegó se encerró en su habitación y sólo cenó un yogourt y un poco de fruta, lo habitual en una adolescente un poco gordita que no quiere engordar. Nadie notó que su mandíbula estaba desencajada y que su mirada era fija como la de un muerto. Sus padres se quedaron bloqueados al enterarse de la noticia. Su pequeña Ana, la reina de la casa, la más inocente, drogada, suicida… «¿En qué nos hemos equivocado?», se lamentaban al día siguiente ante el terapeuta al que acudieron en busca de ayuda. «En estos casos el padre tiene que ser algo más que el chófer de sus hijos», asegura el psiquiatra y experto en drogas José Cabrera. «Es importante mantener un diálogo largo -15 minutos- con el hijo para detectar un posible problema. Porque estas pastillas pueden desencadenar patologías mentales graves en personas predispuestas.Son bombas para un cerebro joven».