Anticiparé, antes de entrar en consideraciones particulares, que considero la vida la más alta misión del hombre; y que, por tanto, la obligación primordial del Derecho no es otra que protegerla. Podríamos afirmar, incluso, que la vida es el manantial del que brota el Derecho, la piedra angular sobre la que se asienta cualquier ordenamiento jurídico mínimamente elaborado.
Cualquier otra libertad o derecho debe supeditarse al mantenimiento y salvaguarda de la vida, por la sencilla e inapelable razón de que, una vez extinguida ésta, los otros derechos y libertades se quedan huérfanos, como entelequias que han extraviado su razón de ser. Vindicar, por ejemplo, un discutible derecho de autodeterminación cuando se conculca asiduamente el derecho a la vida se nos antoja una aberración; sólo el respeto previo y escrupuloso a la vida como principio básico de organización social permitiría la vindicación futura de otros derechos accesorios.
Igualmente, plantear un conflicto entre libertad de conciencia y derecho a la vida constituye un error, porque el derecho a la vida atañe directamente a la esencia de la condición humana, mientras que la libertad de conciencia o religión afecta a las formas de expresión de dicha condición.
El derecho a la vida ocupa un rango jerárquico superior al de cualquier otro derecho: por eso los hombres suelen anteponer la vida sobre la libertad, porque aún la vida aherrojada y sin horizontes es preferible a la muerte. Corresponde a los ministros de la ley garantizar la vida, para que los otros derechos y libertades afluentes puedan ser ejercidos. La defensa obstinada de la vida y de su dignidad no es una cuestión que admita compartimentos ideológicos, sino un compromiso con el hombre, una vocación irreductible que debe anidar en cualquier pecho humano, porque nuestra misión no es otra que rehuir la muerte y combatirla hasta la extenuación.
Por supuesto, cada hombre es dueño particular de su propia vida, hasta el extremo de poder dilapidarla y hasta borrarla; pero es deber del Derecho impedir esa pulsión destructiva, y así se condena, por ejemplo, el auxilio al suicida. Para quienes consideramos que el más denodado afán del Derecho es restaurar la vida, allá donde la vida es asediada o perseguida, la sentencia del Tribunal Constitucional que absuelve a unos testigos de Jehová que permitieron la muerte de su hijo nos parece desmoralizadora.
Pero también entre las muestras de repulsa que dicha sentencia ha suscitado encuentro motivos desmoralizadores. Muchos de los que la execran postulan, paradójicamente, el derecho a la eutanasia activa; diríase, pues, que lo que realmente les molesta no es la muerte de ese muchacho ofuscado, sino el motivo de su ofuscación. Si ese motivo, en lugar de religioso, hubiese sido de mera claudicación ante el dolor, el quebrantamiento del derecho a la vida les habría parecido venial y hasta plausible. Los defensores de boquilla del derecho a una vida digna suelen incurrir en contradicciones tan hilarantes como nauseabundas.
Así ocurrió hace unos meses, cuando unas lesbianas sordas y perturbadas decidieron traer al mundo un hijo al que consciente y alevosamente despojaron de sus facultades auditivas mediante tretas genéticas, con la misma fría determinación que los ciegos del cuento de Wells extirpan al protagonista los ojos. No entiendo cómo se puede calificar de aberración esta conducta, a la vez que se defiende el aborto o la experimentación con embriones. A fin de cuentas, al embrioncito de las lesbianas sólo se le infligió un mal menor; a los embriones de los laboratorios y de las clínicas abortivas se les asigna una condena más inclemente.
Porque yo creo que la extinción es una condena más inclemente, incluso, que la sordera. ¿O no, queridos defensores de la vida?