Podría calificarse de reedición de la Guerra Fría con los medios del siglo XXI, aun si a primera vista se trata sólo de una nueva vuelta de tuerca en el Gran Juego en torno de la seguridad energética y la transferencia de recursos. Desde octubre pasado, el conglomerado empresarial ruso Gazprom se ha decidido a explotar en solitario los campos de Stockmann en el Ártico, confirmando así la línea de dureza emprendida de tiempo atrás por la Federación Rusa en su política energética. Como se está viendo estos días incluso ante Bielorrusia, los tiempos de las concesiones han pasado.
El servicio geológico de los EEUU estima que es posiblemente la mayor reserva de energía del planeta. Con capacidades que bastarían para cubrir la demanda de Alemania en los próximos 30 años, y la del mundo entero durante un año. Se trata de los campos gasíferos del mar de Barents, los llamados campos de Stockmann, que contendrían al menos 3,4 -según las últimas estimaciones, incluso hasta 4- trillones de metros cúbicos de gas.
En 2004 resolvió Rusia explotar esos recursos, y ya en el presente año debería fluir de modo experimental el primer gas hacia Europa. Gazprom anunció esta decisión en octubre de 2006, cuando hasta entonces los EEUU parecían los clientes de preferencia del proyecto. Pero la cosa no se detiene ahí. Desde hace años es motivo de inquietud un cambio climático de alcance planetario. Inconfundible indicador del progresivo calentamiento de la Tierra es el derretimiento de los polos entre un dos y un tres por ciento anual. Precisamente ese curso alarmante de las cosas es lo que abre la perspectiva del acceso a recursos energéticos de proporciones inimaginables. El hielo en retirada -de acuerdo con los propulsores del proyecto Stockmann- habrá de posibilitar el aprovechamiento de las reservas de gas que se hallan ahora sepultadas bajo la «helada perenne», lo que hasta ahora sólo resultaba concebible con un enorme dispendio financiero y tecnológico. Con los campos de Stockmann el mundo tendría a los alcances un plazo más largo para buscar alternativas a su mantenimiento energético.
Nada hay que añadir a esa argumentación: como toda esperanza ilusoria, habla por sí misma. En efecto: con los campos de Stockmann, la crisis energética lograría cuando mucho ser aplazada, pero a costa de la aceleración del derretimiento de los polos y de la transformación del mar Báltico en una zona de riesgo ecológico. Hasta octubre de 2006 colaboraban en el proyecto, junto a Gazprom, las empresas noruegas Statoil y Norsk, el conglomerado empresarial francés Total y las empresas estadounidenses Chevron y ConocoPhilips; desde entonces, Gazprom lleva en solitario el negocio. Una dramatización del Gran Juego, pues todavía en abril de 2006 había anunciado el Consorcio-Stockman ruso su intención de fundar, en el curso del año, una sociedad empresarial, manteniéndose oficialmente en esa posición hasta finales de verano. Gazprom, que quería retener una participación del 51%, buscaba socios para el restante 49%. Las empresas arriba mencionadas pertenecían al círculo más estrecho de candidatos: estaba planeado que el gas, merced a un perfeccionado sistema de licuefacción, pudiera ser llevado por barco al mercado norteamericano. Una primera instalación experimental, construida por la sociedad noruega Statoil y la alemana Linde AG, tenía que hacer la prueba en 2007 en las proximidades de la ciudad más septentrional de Europa, la noruega Hammerfest.
Luego vino el zambombazo: el 9 de octubre de 2006, el jefe de Gazprom, Alexei Millar, declaraba por sorpresa que su empresa desarrollaría el proyecto sin ayuda extranjera. Cosa del pasado eran ya las controversias en la cumbre del G-8 de San Petersburgo, la llamada Cumbre energética de julio, con la oferta de Vladimir Putin de una Rusia reconocida como garantía de la seguridad energética global que chocó con la exigencia de los socios occidentales de una liberalización forzosa de los mercados petrolero y gasístico. Hubo buenas palabras y refocilamiento general en la responsabilidad común respecto del suministro energético; ningún resultado práctico, sin embargo. No por casualidad había dado a entender Gazprom poco antes de la cumbre en San Petesburgo que se habían manifiestamente sobrestimado las dificultades técnicas de explotación del gas subyacente a los campos árticos. Además, no resultaría necesaria la licuefacción del gas, y el planeado gaseoducto del mar del Báltico subvendría a todos los deseos sin necesidad de alterar su estado mineral. Por lo demás, según Gazprom, ninguno de los potenciales socios habría presentado ofertas satisfactorias para una posible participación. En tales circunstancias, resultaría más ventajoso para Gazprom financiar por sí misma el proyecto, y en cualquier caso, cooperar en cuestiones parciales con algunas empresas.
Merkel y la oferta energética
Ya inmediatamente después de la cumbre del G-8 el presidente ruso había despejado cualquier duda sobre los futuros destinatarios de la explotación gasística en los campos de Stockmann: no los EEUU, sino Europa. El 10 de octubre de 2006, en el encuentro con la canciller Merkel durante el Diálogo Germano-Ruso en Dresde, sólo un día después de la declaración de Miller sobre la explotación en solitario por parte de Gazprom, Putin presentaba su oferta: Alemania podría llegar a ser el distribuidor europeo de los gases de Stockmann, si pudiera transportarse la materia prima desde el ártico directamente hasta Graifswald por el gaseoducto del mar Báltico.
Se veía al pronto que, en esta jugada de ajedrez, a Rusia no le movía de ningún modo sólo el dinero, sino sobre todo un negocio del siguiente tenor: mercancía por prestigio, acceso a los mercados y know how. Y eso, a sabiendas de que Alemania, merced a su situación en el centro de Europa y a su posición en la Unión Europea, parecía como ningún otro país predestinada a convertirse en una central distribuidora del gas ruso en el mercado europeo. Un pacto entre ambos estados para el suministro y la transferencia de los gases de Stockmann (con la opción de explotar ulteriores enclaves) crearía una situación ganador-ganador, incentivadora de una cooperación estable y a largo plazo fundada en obligaciones recíprocas (sólo a Noruega quería Putin ofrecer sumarse al proyecto). Si se diera tal paso, según el presidente ruso, «el futuro de la economía europea estaría absolutamente garantizado a largo plazo». Poseída del deseo de prosperidad, Gazprom no sólo suministraría en el futuro gas, sino que saldría ganando mucho también con la venta del mismo gracias a sus socios alemanes Wintershall y E.ON.
Tan brusca alteración de planes no sólo dejó de lado la prevista sociedad empresarial internacional. Confirmó también el cambio de prioridades en la política energética rusa que había empezado a adivinarse ya con los casos Yukos y Jodorkovsky: la Unión Europea, representada por Alemania, tiene, en perjuicio de EEUU, preferencia. Visto desde hoy, sacar a los norteamericanos del negocio Stockmann parece el motivo principal del volantazo de Gazprom, aun cuando el consorcio ruso insista en que está interesado en socios cooperantes.
Brzezinski y el fascismo energético
Va de suyo que los EEUU no recibieron ese cambio con reacciones de euforia: lo atestiguan las estragantes campañas anti-Putin desarrolladas en Occidente desde octubre de 2006. Para poder entender mejor de qué se trata, habría que recordar una vez más qué código de conducta frente a Rusia viene recomendando desde el fin de la Guerra Fría un estratega estadounidense como Zbigniew Brzezinski. En su libro La única potencia mundial, publicado en 1997, sostenía que el control del continente Euroasiático y de sus recursos es un objetivo irrenunciable de la política estadounidense. Quien domina Eurasia, domina el mundo. Había que hacer cualquier cosa, a fin de impedir un nuevo robustecimiento de Rusia como rival en Eurasia. La Unión Europea secundaba, tratando de domesticar a Rusia con colaboración y distancia. Las empresas europeas compraban en el mercado energético ruso, construían oleoductos e invertían mucho. Al propio tiempo, contra las promesas hechas a Gorbachov en 1990, se penetró con la ampliación al Este de la OTAN de finales de los 90 en territorio antiguamente soviético y, poco tiempo después, se intentó arrebatar a Rusia el monopolio natural de sus propios recursos (eurasiáticos) de gas y petróleo. Pero el encarcelamiento de Mijáil Jodorovsky a comienzos del verano de 2003, la quiebra del conglomerado empresarial de Yuko y el consiguiente regreso de la política energética rusa bajo el patronato del estado ruso arruinaron esa pretensión.
Zbigniew Brzezinski puede, pues, mantenerse en sus trece. El 20 de septiembre de 2004 publicó un ensayo sobre Putin titulado «El Mussolini de Moscú», en el que se sostenía que este presidente está en vías de «crear un estado fascista». La estigmatización de Rusia como «fascismo energético» halló un buen eco en Europa occidental; las reflexiones mediáticas sobre el carácter autoritario del sistema de Putin se hicieron cada vez más hostiles, llevando a una excomunión de la Federación Rusa de la comunidad de estados democráticos. El asunto Stockmann resultaba apropiado para dar renovado empuje a la campaña.
«Miedo a Rusia», se dice ahora. Si desde el punto de vista norteamericano se trata de una reacción de todo punto esperable, el coro prestado por los políticos y los medios alemanes resulta tanto más estupefaciente, cuanto que el proyecto Stockmann es para la República Federal alemana el regalo del siglo. Acto compensatorio, tal vez, destinado a despejar sospechas de pragmatismo a la hora de elegir compañías. De crítica directa a la oferta de Putin, ni palabra: ni a la eliminación de los EEUU, ni a las consecuencias ecológicas del proyecto Stockmann. Trátase acaso de hacer demostración de la propia independencia, porque es lo cierto que cualquier acuerdo con Rusia en materia de transferencia energética pone también al descubierto dependencias. Sea ello como fuere, los presentes ajustes de cuentas con Putin forman parte de la más mentirosa campaña a que en mucho tiempo se han entregado los medios de comunicación europeos, y en particular, alemanes.
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Kai Ehlers es un publicista e investigador alemán que colabora regularmente en el semanario de izquierda Freitag. Acaba de publicar Zukunft der Jurte – Kulturkampf in der Mongolei. Este artículo ha sido publicado originalmente en SinPermiso.