La política del partido en el poder está mezclando actualmente de manera harto extraña el socialismo y el nacionalismo. Viene perfilando así lo que podríamos denominar un inquietante socialnacionalismo que, aunque pudiera parecerlo, no es exactamente lo contrario del nacionalsocialismo…
Pedro Carasa (catedrático de la Universidad de Valladolid).
El mundo, 2 de enero de 2005.
Edición de Castilla y León
La política del partido en el poder está mezclando actualmente de manera harto extraña el socialismo y el nacionalismo. Viene perfilando así lo que podríamos denominar un inquietante socialnacionalismo que, aunque pudiera parecerlo, no es exactamente lo contrario del nacionalsocialismo. Cuidado con la mezcla de conceptos antagónicos en un mismo proyecto, atención a la confusión de valores contrarios en un mismo programa político, ese cóctel socialnacionalista tiene un potencial explosivo de alto riesgo. Porque, históricamente, los componentes socialista y nacionalista han sido profundamente contradictorios entre sí, a pesar de que los políticos en el poder nos quieran hacer ver hoy lo contrario y los presenten como políticamente correctos.
Si se agita la coctelera con elementos de nacionalismo y socialismo dentro, saldrá una pócima paradójica y sorprendente; algún miembro del gobierno actual debe creer que se trata de un elixir maravilloso, pero hace 70 años alguien mezcló estos ingredientes indebidamente y produjo una catástrofe histórica sin parangón. Querer hacer ahora experimentos con estos mismos componentes, pero agitándolos al revés, puede resultar de aprendiz de brujo y provocar un efecto impredecible que se le vaya de las manos, o se vuelva contra alguno de los dos elementos que se han puesto en juego. Y no nos engañemos, el agua y el aceite no se mezclan, uno se queda en el fondo como soporte y el otro sale a flote aprovechándose de él. Es lo que puede sucederle al socialismo y al nacionalismo en esta mezcla, porque en ese extraño maridaje -no se engañen los experimentadores con probetas socialnacionales- el nacionalismo siempre saldrá a flote apoyándose en el soporte hundido del socialismo.
La historia es contundente a este respecto, por muchos torcedores que se la apliquen. Nacionalismo y socialismo son dos actitudes contrapuestas, dos sistemas de valores contradictorios, dos culturas políticas antagónicas, dos visiones del mundo enfrentadas, a pesar de que desde hace veinticinco años lo políticamente correcto se empeñe en hacernos creer que ser nacionalista es progresista y plural. El socialismo ha luchado durante siglo y cuarto en España por los valores de la solidaridad, la igualdad y la justicia social, por el reparto equitativo de los bienes materiales y del poder político entre los diferentes sectores de la sociedad, por la unión internacional de las clases y por el federalismo como forma de organización territorial superior. Sus objetivos básicos se han centrado en los grupos sociales más bajos, definidos horizontalmente por el principio de solidaridad de clase, como los grandes protagonistas y destinatarios de la acción social y política del Estado. Se han movido permanentemente en un marco internacionalista que pretendía, precisamente eso, superar las limitaciones nacionalistas, clasistas e insolidarias. Un socialista ha defendido como algo fundamental e inherente a su doctrina la primacía de la dignidad de las personas y sus derechos sociales muy por encima de las identidades étnicas, religiosas o nacionales. El socialismo ha hecho gala siempre de solidaridad universal y ha apoyado la igualdad simétrica federal.
De otro lado, contra el tópico políticamente correcto de unos nacionalismos progresistas, hay que afirmar que éstos han defendido siempre una raquítica miopía de campanario y han sido conservadores y confesionales. En la historia de España se han opuesto siempre al internacionalismo político, al progresismo social, a la solidaridad económica y a la riqueza cultural. No les agrada la competencia, son adictos al monopolio, son tan enemigos de la libre circulación como amigos de las aduanas proteccionistas, huyen del reparto equitativo mientras acaparan con desigualdad, se unen por razones de etnia e identidad particular y les resulta ajena la verdadera base de la unidad humana, que se llama solidaridad.
A pesar de que los nacionalistas han incorporado a su lenguaje el término plural hoy como políticamente correcto, a los nacionalismos nunca les ha gustado la pluralidad, sólo buscan la singularidad. Pero el diccionario es claro, plural se opone a singular, y lo que ellos camuflan bajo el eufemismo de una España plural no es más que la preeminencia de dos o tres singularidades sobre el resto. En este casi cómico baile de significado de las palabras a que está jugando actualmente el nacionalismo, lo plural se ha convertido en una expresión no exenta de cinismo, que camufla bajo una apariencia progresista la insolidaridad. La España plural es la que respeta a los demás como diferentes culturalmente, pero iguales socialmente y solidarios económicamente.
Porque la pluralidad se consigue siendo diferentes, pero no superiores a los demás. Partiendo de una caja común, no es plural superar al vecino con menores impuestos y mayores servicios, eso es sencillamente insolidario e injusto. Tampoco es plural despreciar el «café para todos» y rechazar el reparto equitativo de los recursos y posibilidades.
Históricamente, todo afán por la singularidad de un pueblo ha implicado la búsqueda de la superioridad sobre otro, la lucha por la identidad ha llevado siempre aparejada la conquista de la supremacía de lo propio sobre lo ajeno. Lo que registra la historia es que, cuando un pueblo ha centrado su objetivo en desarrollar su identidad etnicista, pensemos en los modelos nacionalistas alemanes, balcánicos, italianos, o en los movimientos fundamentalistas actuales, ha sido en detrimento de los vecinos que han convivido con él. El balance histórico de lo que el nacionalismo ha significado, desde sus orígenes decimonónicos hasta su expansión conservadora durante el primer tercio del XX, es francamente negativo y reaccionario. Ha sido uno de los causantes de las grandes guerras occidentales, de los mayores conflictos sociales, de las peores aberraciones políticas, de las más sangrantes marginaciones y genocidios y de los más detestables fundamentalismos étnicos y religiosos. En suma, lo que ha colocado al nacionalismo en las antípodas del socialismo ha sido una serie de rasgos arcaicos y conservadores: la búsqueda de la identidad por encima de la equidad, el objetivo de la particularidad como superior a la solidaridad, la superposición de la nación por arriba de las personas y los grupos, la singularidad individual como superior al bien común colectivo, lo emotivo y lo visceral más importante que lo racional y el sentido común, lo tradicional prioritario sobre lo progresista, y el instinto de la tribu más fuerte que el sentido de Estado.
El nacionalismo tiene un concepto radicalmente falso y reaccionario de la historia. Según él, las glorias pasadas de un pueblo -la mayoría inventadas- sirven para argumentar su superioridad en el presente; el hecho de que un país en otros tiempos fuera poderoso y desarrollado legitima el que siempre tenga que seguir siéndolo amparado en esa tradición. De ser así, se deduciría automáticamente que sólo los ricos podrían crecer y que los pobres cada vez lo han de ser más.
Esa regla de tres nos conduciría a la dramática injusticia de que sólo los países grandes y poderosos pervivirían en el futuro como tales y los pequeños y pobres deberían desaparecer o resignarse a su pequeñez. Esta idea darviniana, etnicista y de selección histórica de las naciones, como si fueran especies naturales, es profundamente nazi y fascista. En definitiva, semejante visión mecanicista del pasado es la negación de la historia misma, que consiste, por el contrario, en el cambio social, en el relevo de naciones en esplendor, en la sucesión de periodos de auge y declive de un mismo pueblo, en la posibilidad que los pequeños tienen de crecer y en el riesgo de perder el poder que acecha a los poderosos. Si la importancia en el pasado fuera argumento para legitimar el protagonismo actual, la aspirante a liderar y controlar Europa hoy sería Atenas sin duda. Con estos presupuestos, habríamos llegado al fin de la historia, de forma que las primigenias culturas orientales del pasado humano universal seguirían siendo hasta hoy cada vez más importantes y por ende no habríamos podido emerger las culturas occidentales posteriores. Si las nacionalidades o pueblos que más peso han tenido en el pasado peninsular fueran las que hoy debieran tener más privilegios y posibilidades, España sería actualmente una mera continuación del originario poder del mediodía tartésico peninsular y todos los demás pobladores habríamos quedado en el limbo de las posibilidades no logradas. Una concepción de la historia así es profundamente reaccionaria, es singular y no plural. El socialismo, por el contrario, ha tenido siempre una visión de la historia en progreso, en dinamismo, en perpetuo cambio, abierta a la posibilidad de la redención de los más humildes y en lucha contra los poderosos. La historia para el socialismo nunca ha sido un camino hacia la singularidad, ni una línea continua de identidad, ni la permanencia de un único protagonista poderoso; la experiencia histórica en clave socialista ha sido una meta hacia la igualdad, un esfuerzo por la conquista de la justicia y la solidaridad.
Por tanto, esta propuesta de socialnacionalismo que ahora nos ofrecen representa para el socialismo español una desviación profunda de sus orígenes y una traición sangrante a sus valores fundacionales. Afortunadamente no se encuentran entre las glorias históricas del PSOE haber luchado por las identidades nacionales, ni por los privilegios regionales, ni por la superioridad de un pueblo mas poderoso por encima de otros más pequeños o pobres. La coincidencia de nacionalismos e izquierda en España ha sido meramente coyuntural y se ha producido sólo en alianzas circunstanciales contra las dictaduras, pero nunca han coincidido en valores y programas de fondo que fueran más allá de una búsqueda instrumental de las libertades. Pero debajo de esas libertades uno y otro buscaban diferente objetivo, el socialismo perseguía la equidad, la justicia y la solidaridad, y el nacionalismo aspiraba a defender sus privilegios identitarios. El que los nacionalismos periféricos lucharan en su día contra la dictadura franquista -inicialmente estuvieron al servicio de las oligarquías más conservadoras y después no se opusieron convincentemente la dictadura primoriverista- no les legitima como luchadores por la igualdad y la solidaridad, porque básicamente pelearon por el mantenimiento de sus exenciones fiscales y por defender su singularidad de los excesos evidentes de otro hipernacionalismo totalitario y excluyente que los perseguía.
Es más, el socialismo debiera ser hoy el único modelo de gestión con principios de igualdad suficientes para sacarnos de la pequeñez nacionalista, de sus insolidaridades y exclusiones, y diseñar programas sociales comunes y proyectos políticos con sentido de Estado. Pero desgraciadamente no parece que los actuales derroteros social-nacionalistas sean capaces de defender a los españoles de las graves agresiones que están planteando los nacionalistas. Ellos van a lo suyo y el socialismo ha dejado de ir a lo suyo. Por eso hemos perdido definitivamente la batalla de la solidaridad española.