El debate sobre el llamado 'problema vasco' aburre, empobrece y recorta lamentablemente nuestro horizonte mental. Hay que abrir las ventanas, leer y escribir de otras cosas, no creernos el ombligo del mundo y acabar con ese ridículo prurito, tan de moda, de convertirnos en referente mundial de casi todo.
Lo malo es que hay quienes han erigido el 'problema vasco' en el centro de visión de la realidad, en la razón de ser de sus vidas y, por eso, lo cultivan, alientan y magnifican. Inasequibles al desaliento, nos agotan a los que no pertenecemos a su tribu. Pero tampoco es cuestión de desistir ni de aceptar el exilio interior (cuando no el exterior) al que se nos invita y tenemos que volver, al menos de vez en cuando, al cansino debate que se plantea, aunque no sea más que por dignidad personal y, sobre todo, por compromiso con tanta gente que sufre y ha sufrido indeciblemente.
Esta introducción viene a cuento por las recientes declaraciones de monseñor Setién, uno de los más incansables disertadores en torno al famoso 'problema'. Lo fue antes, cuando era obispo titular de San Sebastián, y lo sigue siendo ahora, ya de emérito. Durante muchos años -los más duros, por cierto- fue la gran referencia de la Iglesia vasca en el tema de la violencia etarra. Más aún, pienso que con sus planteamientos, que han solido encontrar una amplia resonancia, que iba mucho más allá de las fronteras eclesiales, ha sido uno de los intelectuales más influyentes en el nacionalismo vasco de estos últimos 25 años, y que más ha contribuido al afianzamiento de su esencialismo ideológico y a su radicalización política.
Me refiero ahora a las declaraciones que hizo en EL CORREO del pasado domingo 9 de diciembre. No vamos, a estas alturas, a descubrir el discurso tan peculiar de monseñor Setién, que, en mi opinión, no se caracteriza por la profundidad con que entra en el tema, sino por el encadenamiento lógico de sus afirmaciones, lleno de sinuosidades para cubrirse ante posibles objeciones. Por decirlo con un ejemplo: no tiene nada que ver con la oscuridad de la profundidad kantiana, pero sí con el embrollo de la casuística rabínica. Es una dialéctica escolástica, buscadamente compleja, difícil de seguir para no iniciados, en la que la clave verdadera está al inicio: en la toma de postura de la que parte, en la experiencia de realidad que prioriza, en la jerarquización de los problemas. Tan farragoso estilo impide que lo absolutamente prioritario aparezca como tal; el matiz político discutible amortigua la claridad de lo moralmente decisivo.
Pienso que las declaraciones de Setién nos retrotraen a posturas superadas ante el terrorismo etarra en la Iglesia vasca en su conjunto. En efecto, en esta Iglesia ha habido obispos y sectores muy representativos que han pedido perdón, han reconocido que no siempre ha existido la suficiente cercanía a las víctimas, se ha ganado en claridad al hablar del terrorismo sin mezclar los problemas. Voy a referirme a tres puntos de las mencionadas declaraciones. Dice don José María Setién que si ETA no ha atentado contra la Iglesia ha sido por el «efecto negativo que el actuar contra esas personas que tienen esa religiosidad o influencia religiosa podía hacer que se debilitase su apoyo social». Hablemos claro: ETA no ha actuado contra los estamentos clericales ni contra las instituciones oficiales de la Iglesia, pero sí ha asesinado a gente profunda y públicamente cristiana, cuya ideología o función social entraba dentro de sus objetivos. ¿Por qué la mafia, durante muchísimos años, no se metía con la Iglesia en el sur de Italia? Porque hacía el juego de la 'omertâ', no se enfrentaba a los mafiosos e, incluso, se acomodaba en esos nichos sociales en los que las 'leyes' de la mafia predominaban en la vida cotidiana sobre las del Estado democrático.
Las cosas cambiaron gracias al coraje de Juan Pablo II en este tema. Si la Iglesia, a su debido tiempo, con toda su fuerza social y empezando por sus estamentos más representativos se hubiese enfrentado con toda claridad a ETA, hubiese educado con contundencia en las exigencias del quinto mandamiento, hubiese movilizado a sus fieles contra el chantaje y la amenaza y en la solidaridad con las víctimas, ¿cómo habría reaccionado la banda? Ha habido un discurso eclesiástico con pretensiones de ejercer, al mismo tiempo y nivel, el magisterio sobre legislación, sobre filosofía social y sobre moral. Craso error que ha diluido la claridad que, en este tema, debe caracterizar los planteamientos y actitudes de la Iglesia. Como digo, se había avanzado, pero las declaraciones de Setién nos retrotraen a una etapa en la que la Iglesia vasca no supo estar en su sitio.
Al mencionado prelado nadie le puede negar coraje para entrar en los temas más espinosos ni interés por la coyuntura política. En las declaraciones a las que me refiero no se arredra ante la famosa relación entre negociación y pacificación, aunque ni él ni el periodista que le entrevista usen esta terminología. Afirma que ETA no debe tener una influencia política y, por tanto, no es coherente que «condicionemos a lo que ella haga o deje de hacer la puesta en marcha de la línea del diálogo político» Con no menor coherencia lógica se puede sacar la conclusión contraria: como no hay que permitir que ETA ejerza influencia política, hay acciones -como la discusión sobre un nuevo marco político o una hipotética consulta popular- que son inviables ahora porque estarían irremediablemente condicionadas por la presión de la banda terrorista. Decir 'vivamos como si ETA no existiera' se lo pueden permitir quienes no se ven amenazados por ella o no tienen la sensibilidad suficiente para solidarizarse vitalmente con quienes lo están. ¿Con extorsiones, con todos los representantes de los partidos constitucionalistas amenazados y teniendo que vivir escoltados, hay condiciones de libertad para afrontar problemas políticos que afectan a las bases mismas de la convivencia? ¿No están en clara desventaja los que se encuentran bajo el punto de vista de ETA?
Llegamos así al último punto, que me parece clave y que al periodista le sirvió para el titular de la entrevista. Dice Setién que «el diálogo es más humano y cristiano que la pura eliminación de ETA». Pues depende. Lo que se trata de conseguir es la eliminación, desaparición o aniquilación de una banda terrorista y fanática. Es lo mejor para la sociedad y también para los propios miembros de esa organización. Eliminar la banda terrorista es lo que mejor puede contribuir a liberar a sus miembros de su envilecimiento moral, de su fanatismo y de las redes organizativas en las que están atrapadas sus vidas. La eliminación se puede conseguir de diversas formas y no todas son admisibles. La clave está en el ejercicio sin complejos del Estado de Derecho. No es realista pensar en la eliminación como fruto de un proceso de reflexión y convencimiento por parte de los terroristas. Hay una forma de hablar de diálogo que les infunde esperanzas y les hace persistir en la violencia.
El camino más corto para la sociedad y para los mismos terroristas como personas es convencerles absolutamente de que no van a conseguir sus objetivos políticos, que no van a ser interlocutores de ninguna negociación (tampoco a través de personas interpuestas), que sólo les cabe desistir de sus acciones. Por eso -y también disiento en esto de monseñor- considero que la experiencia ha demostrado que la Ley de Partidos ha sido extraordinariamente beneficiosa. No se han cumplido los negros presagios de la Carta Pastoral con que la criticaron en su momento los obispos de las diócesis vascas. Al contrario: se ha cortado un canal de financiación importante de ETA, se ha hecho respetar la Ley, la apología del terrorismo recibe el tratamiento de delito, se ha introducido una cuña de reflexión en la misma izquierda abertzale y, lejos de provocar una revuelta popular, la opinión pública ha aceptado la medida con notable alivio en general. Hay que evitar las aplicaciones abusivas de la Ley, pero no se puede tolerar el abuso impune de las instituciones democráticas por parte de quienes las combaten. Esta Ley exige desmarcarse claramente de la violencia y hacer política con la palabra y la razón, con los medios democráticos. Y esto es perfectamente coherente, palabra que gusta mucho a don José María. Con la ventaja de que es la coherencia no sólo de la lógica del discurso -a la que siempre se refiere el prelado- sino la coherencia vital de no permitir que se salgan con la suya quienes han hecho del sufrimiento de las víctimas el ariete para abrir el camino de sus ensoñaciones y doblegar a la sociedad. Éste es el criterio cristiano clave: acabar con ETA, reivindicando la memoria de las víctimas y derrotando la causa por la que las victimaron.