ENCARNACIÓN

2601

El cristianismo no debe convertirse en «la religión con la que se puede hacer lo que se quiera» (Franz Overbeck).Muchos de los que querrían, según dicen, «encarnarlo» más, en el fondo desearían hundirlo.
Las palabras terminan por no tener sentido, cuando tienen todos los sentidos a la vez. Todo el mundo reclama hoy la «encarnación» del cristianismo en la vida, todo el mundo reclama de un cristianismo «encarnado». Pero esta unanimidad encubre la confusión de Babel.
Hay que tener mucho cuidado con la confusión mortal. Muchos de los que hoy hablan de adaptar el cristianismo lo que en el fondo querrían sería cambiarlo. Muchos de los que querrían, según dicen, «encarnarlo» más, en el fondo desearían hundirlo. El cristianismo no debe convertirse en «la religión con la que se puede hacer lo que se quiera» (Franz Overbeck).

A veces, al querer encarnar el cristianismo lo que realmente se hace es desencarnarlo y vaciarlo de contenido. Se le pierde, se le entierra en la política o en la sociología o, en el mejor de los casos, en la moral…

Un cristianismo que se sustrae de las tareas urgentes de caridad hacia los más miserables y los más débiles, un cristianismo que rechaza el testimonio, consintiendo en ponerle sordina al punto preciso del Credo que hoy se encuentra más amenazado es un cristianismo desencarnado. El resto es palabrería.

Cedemos a los instintos de la carne y de la sangre, desencantados de la vida espiritual, caemos en todas las ilusiones del naturalismo y le llamamos a eso «cristianismo encarnado»

El «cristianismo ario» es un cristianismo perfectamente encarnado: en él se es cristiano por nacimiento carnal.

¡Qué plan tan bello del cristianismo encarnado presentaba Satán a Jesús en el desierto!. Pero Jesucristo optó por un cristianismo crucificado.

¿Consentiremos convertir la encarnación en lo que en el lenguaje paulino se denomina la asfixia del Espíritu?

Hay que estar muy alerta para que el ansia por salvar a la masa no caiga en la tentación de seducirla a través de prodigios groseros, análogos a los que utilizan sus dueños temporales. San Pedro y san Pablo, al llegar a Roma, no intentaron buscar un sucedáneo del anfiteatro romano para ofrecérselo a las masas paganas…

¿La referencia al misterio del Verbo encarnado será la forma de blasfemar contra el misterio del Verbo crucificado y resucitado? Absit!.

El misterio de Cristo es también el nuestro. Lo que se realizó en la Cabeza debe realizarse también en los miembros. Encarnación, muerte y resurrección: enraizamiento, desapego, y transfiguración. No hay espiritualidad cristiana que no implique este ritmo en tres tiempos. Tenemos que hacer penetrar el cristianismo en lo más profundo de las realidades humanas, pero no para dejarse diluir o desnaturalizar en ellas. No para vaciarle de su sustancia espiritual. Sino para que actúe en el alma y en la sociedad como levadura que hace crecer a toda la pasta, para que llene todo de lo sobrenatural. Para que en el corazón de todo introduzca un principio nuevo, para que haga oír por todas partes la exigencia y la urgencia de una llamada de lo alto.

Si Jesús no fuese realmente hombre, concebido y nacido de mujer, no sería realmente nuestro Salvador. Pero si no hubiese muerto y resucitado realmente, entonces nuestra fe en él sería vana y no estaríamos salvados. La muerte y la resurrección no destruyen la obra de la encarnación sino que la consuman. No vuelven hacia atrás, operando una desencarnación, sino que se dirigen a la meta espiritualizándolo todo, incluso la carne. Así, un cristianismo espiritual, un cristianismo que coloca sobre todas las cosas el signo de la cruz y que no acepta ningún valor humano sin antes transformarlo no es un cristianismo desencarnado sino el único cristianismo auténtico, el único cuya «encarnación» no es una estafa.
Cristo no vino a hacer obra de encarnación sino que el Verbo se encarnó para realizar la obra de redención.

Nuestro Dios encarnado es un Dios crucificado. El verbo hecho carne es un Dios muriendo en su carne y renaciendo «en el Espíritu».

No queremos una religión que esté «al lado de la vida». Esto está bien. ¿Pero qué es la vida? Porque la vida hay que acogerla entera. ¿Cuál sería la vida digna de nuestro amor y de nuestro cuidado, si no se uniese a la vida eterna? Queremos una religación encarnada y eso no está nada mal. Pero la queremos entera y completa bajo el signo de la encarnación. No seamos lógicos a medias. Llevemos hasta el final el camino en el que nos compromete la Encarnación. No rompamos el ritmo de los misterios cristianos que se llaman unos a otros y se encadenan unos a otros. El Verbo de Dios, al encarnarse, coloca el primer acto de una serie ininterrumpida, que se continúa con la muerte, la resurrección y, por último, la ascensión. Encarnada e instalada en plena vida humana, nuestra religión, si quiere ser fiel a Cristo, debe, pues, plantar la cruz en ella, para introducir en ella la muerte vivificadora sin la cual no hay resurrección gloriosa. Pero, como somos terribles y casi incurablemente carnales, la misma resurrección del Señor corre el riesgo de ser mal entendida por nosotros. A la resurrección le sucede, pues, la ascensión, destinada a mostrarnos el sentido y a forzarnos a dirigir nuestra mirada hacia lo alto, a superar el horizonte terrestre y todo aquello que pertenece al hombre en su estado natural. Así, la lección de la ascensión no contradice la lección de la encarnación, sino que la prolonga y la profundiza. No nos colocamos fuera o al lado de la vida humana, sino que nos obliga a realizarla, haciéndonos apuntar más allá.

¿Humanizar antes que cristianizar? Si la tarea es un éxito, el cristianismo llegará demasiado tarde: el sitio estará ocupado. ¿Es que el cristianismo no tiene valor humanizador?.

Es necesario e indispensable insistir sobre las condiciones económicas y sociales sin las cuales sería vano predicar a la masa práctica de las virtudes cristianas, frente a las ilusiones de un apostolado en el aire, falsamente sobrenatural, al igual que frente al fariseísmo de los privilegiados. Más aún, hay que reaccionar frente a ciertas estructuras sociales que, por ser deshumanizadoras, son las enemigas naturales de toda fe. Pero que nadie piense tampoco que la fe y las virtudes cristianas florecerán automáticamente en la sociedad en la que no existiesen dichos obstáculos. Una semilla buena fructifica en la tierra más ingrata y, sin semilla, el mejor terreno siempre será el más estéril. La cuestión de la semilla es, pues, la cuestión esencial. El problema religioso, siempre y en todas las partes, es esencialmente un problema de orden espiritual. Las causas profundas de la descristianización y los factores profundos de recristianización serán siempre de orden espiritual.

Cuando la semilla espiritual pierde el vigor, entonces el principio religioso se derrumba y la teoría marxista de la religión toma cuerpo. En las épocas de menor vitalidad religiosa, aunque la religión aparezca por doquier, la verdad es que no tiene calado. La vida espiritual es una creación continua. En la medida en que cede, las explicaciones materialistas le ganan el terreno.

Hubo un tiempo en que la profesión declarada de materialismo constituía una reacción de las más nobles frente al espiritualismo oficial, hipócrita y sin vigor. ¿No está llegando el tiempo en el que será necesario, para ser realmente fieles a la encarnación, romper con esta palabra demasiado usada por haber abusado tanto de ella? Por reacción, tendremos que hablar un poco más de las almas…

«Dices que Jesús ha venido para los pobres. ¡ Sin duda! Pero también ha venido para los ricos, para que se hagan pobres por amor y no puedes ignorar que cientos de miles de santos le han obedecido. Jesús ha venido para las ALMAS. Esto es lo que hay que decir» (Léon Bloy).

Desde el mismo momento en que se habla de apostolado espiritual, algunos responden con el «angelismo». ¿Es que ya no recuerdan a San Pablo? ¿No es angelismo exaltar al «hombre espiritual»? ¿No se estará desencarnando el cristianismo, al declarar que «el Señor es Espíritu»?.

El amor de las almas no es abstracto. Amar en el otro su alma es amar su vocación singular, amarle como Dios le ama, tal como es, como un ser único.

Hay que rehabilitar la palabra alma. «Salvar el alma». Bajo esta fórmula ha podido cobijarse en otro tiempo una preocupación egoísta por la propia salvación, un desprecio cobarde o pueril de las tareas temporales. ¡ Pero ése no es en absoluto su sentido evangélico! No tengo que ganar el universo, ni siquiera tengo que ganar a Cristo. Lo que tengo que hacer es salvar mi alma. Contra la tentación del éxito en el apostolado, esto es lo que tengo que recordarme constantemente. Así desconfiaré de los medios impuros. Nuestra misión no es hacer triunfar la verdad, sino dar testimonio de ella.

En la medida en que, a falta de fe, creemos que nuestro universo espiritual depende de las condiciones económicas, sociales, políticas o incluso intelectuales del medio en que vivimos, entonces es cuando realmente pasa a depender de todo ello. La ilusión se engendra a sí misma y se torna real. Desde entonces, el que es víctima de ella puede felicitarse de su perspicacia realista…

Ésta es la seducción que ejerce entre mucha gente las explicaciones de tipo marxista. El hombre no es un dato objetivo e invariable. Se modela siempre más o menos, inconscientemente, según la idea que se forja de sí mismo y, cuando, en él, el espíritu ya no se cree el maestro y el primer inspirador, se convierte, en efecto, en el esclavo o, al menos, en el seguidor. Pero entonces ya ha dejado de ser espíritu. Pero entonces es que el espíritu se ha ido a otra parte y encuentra su señorío en otros hombres, que se orientan en otro sentido. De esta forma, el espíritu permanece siempre el primero, aunque solo sea de una forma imperceptible. A la entrada de todas las nuevas vías por las que se compromete la humanidad hay siempre una invención, una creación del espíritu. Al inicio de todo hay una opción, una opción espiritual que se explica por sí misma y por nada más.