Fue ayer, 14 de octubre de 2009. En una parcela de cementerio, reservada no sé por quién para los muertos de nadie, fueron enterrados los que el mar devolvió del último naufragio en el Estrecho
Me pregunto por qué, de esa misericordia que es enterrar a los muertos, fuimos excluidos los vivos: familiares, amigos, hermanos de fe, hermanos de sufrimiento, hermanos de pan compartido. Me pregunto quién ha impuesto a la misericordia la condición de clandestina e invisible. Me pregunto si, además de enterrar a unos muertos, no se pretendió también enterrar en la misma parcela sus vidas: sus deseos, sus razones, sus derechos, sus gritos, sus sueños, su memoria, su historia.
Los muertos del último naufragio, los pocos que el mar devolvió, fueron enterrados como abortos a los que no se considera dignos, no digo ya de una oración o de una lágrima, ni siquiera de una mirada. Tal vez pretendamos ignorar a los que murieron, para olvidar a los que van a morir en el mismo camino. Tal vez para eso, para olvidar, sirvan parcelas, enterradores y silencio.
Enterrar muertos es un deber; enterrar vidas sería una infamia.
Siempre en el corazón Cristo.
+ Santiago Agrelo Martínez. Arzobispo de Tánger
Al filo de la noticia. Me dicen que los enterraron ayer, y no quiero que a los muertos del último naufragio en el Estrecho se los entierre sin que tú te comprometas con la vida de los pobres; no quiero que los entierren ocultándolos. La sociedad tiene que imponer a la política una justicia que es anterior a los ordenamientos jurídicos y superior a todos los poderes constituidos. No pueden las leyes establecer lo que es justo, sólo lo que es legal. Y toca a los pueblos obligar a los políticos a buscar que lo legal se acerque cada vez más a lo que es justo. Que no cuenten contigo para matar.